Una fortuna peligrosa (29 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
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Con todo, estaba nerviosísima cuando April y ella subían la empinada escalera que conducía al bufete de los abogados establecidos en Gray's Inn. Era posible que el anuncio no lo hubiese puesto Hugh. No le sorprendería nada que el muchacho se hubiera dado por vencido. Ella fue todo lo desalentadora que una joven podía serlo, y ningún hombre llevaría la antorcha eternamente. Cabía la posibilidad de que el anuncio tuviese algo que ver con sus padres, si aún vivían. Tal vez las cosas habían empezado por fin a irles bien y contaban con dinero para emprender la búsqueda de su hija. Maisie no estaba segura de sus sentimientos acerca de eso. Hubo muchas ocasiones en que deseó de todo corazón volver a ver a su madre y a su padre, pero al mismo tiempo temía que se avergonzasen de la vida que llevaba.

Llegaron a lo alto de la escalera y entraron en la oficina exterior. El pasante era un joven de chaleco color mostaza y sonrisa condescendiente. Las muchachas estaban empapadas por la lluvia y sus ropas aparecían manchadas de barro, pero pese a ello el empleado se mostró predispuesto al coqueteo.

—¡Señoritas! -exclamó-. ¿Cómo es posible que dos diosas como ustedes necesiten los servicios de los señores Goldman y Jay? ¿Qué puedo hacer por ustedes?

April aprovechó la ocasión.

—De momento, quítese ese chaleco. Me hace polvo los ojos.

Maisie no estaba aquel día de humor para galanteos.

—Me llamo Maisie Robinson -dijo.

—¡Ajá! El anuncio. Por un feliz azar, el caballero en cuestión se encuentra en este preciso instante con el señor Jay.

Un ramalazo de agitación enervó a Maisie.

—Dígame una cosa -pidió titubeante-. Ese caballero en cuestión… ¿Es por casualidad don Hugh Pilaster?

Miró al empleado con ojos suplicantes. El hombre no captó la expresión de aquella mirada y repuso en tono excitado:

—¡Santo Dios, no!

Las ilusiones de Maisie se derrumbaron de nuevo. Tomó asiento en el duro banco de madera situado junto a la puerta, mientras se esforzaba por contener las lágrimas.

—No es él-articuló.

—No -dijo el empleado-. La verdad es que conozco a Hugh Pilaster… estuvimos juntos en el colegio de Folkestone. Se ha ido a América.

Maisie se echó hacia atrás como si hubiera recibido un puñetazo.

—¿América? -balbuceó.

—A Boston, Massachusetts. Tomó un barco hace quince días. Así pues, ¿le conoce usted?

Maisie hizo caso omiso de la pregunta. El corazón se le había quedado como una piedra, pesado y frío. Se había ido a América. Y ella tenía en su interior un hijo suyo. Se sintió demasiado horrorizada para llorar.

—¿Quién es, entonces? -interpeló April agresivamente. El pasante empezó a darse cuenta de que había perdido pie. Dejó a un lado sus aires de superioridad y dijo con una voz plena de nerviosismo:

—Vale más que se lo diga él personalmente. Dispénsenme un momento.

Desapareció por una puerta.

Maisie contempló con mirada vacía las cajas de documentos apiladas junto a la pared y leyó los títulos escritos en los lados: Finca Blenkinsop, Regina contra Harineras Wiltshire, Gran Ferrocarril del Sur, Stanley Evans (fallecido). Pensó que todo lo que se trataba en aquel despacho constituía una tragedia para alguien: muerte, quiebra, divorcio, procesamiento.

Cuando la puerta se abrió de nuevo salió por ella un hombre distinto, un hombre de aspecto impresionante. No era mucho mayor que Maisie y su rostro parecía el de un profeta bíblico: ojos oscuros que miraban desde debajo de unas espesas cejas negras, una enorme nariz de anchas aletas, una barba enmarañada. Le pareció un tanto familiar, y al cabo de un momento Maisie comprendió que le recordaba a su padre, aunque su padre nunca tuvo un aire tan feroz.

—¿Maisie? -preguntó el hombre-. ¿Maisie Robinson? Las ropas de aquel caballero eran un poco extrañas, como si las hubiesen comprado en un país extranjero, y su acento sonaba a norteamericano.

—Sí, soy Maisie Robinson -respondió la muchacha-. ¿Quién diablos es usted?

—¿No me reconoces?

De pronto, Maisie recordó la figura de un chico delgado como el alambre, harapiento y descalzo, con un asomo de bigote sobre el labio superior y una mirada de a vida o muerte en los ojos.

—¡Oh, Dios mío! -exclamó-. ¡Danny! -Olvidó por un momento sus problemas mientras se precipitaba en los brazos del hombre-. ¿De verdad eres tú, Danny?

El abrazo del hombre fue tan recio que le hizo daño.

—Claro que soy yo -confirmó.

—¿Quién? -preguntaba April-. ¿Quién es?

—¡Mi hermano! -contestó Maisie-. ¡El que se marchó a América! ¡Ha vuelto!

Danny suspendió el abrazo y contempló a Maisie.

—¿Cómo es que estás tan guapa? -se admiró-. ¡Eras una mequetrefa enana y esquelética!

Maisie le tocó la barba.

—Sin toda esta pelambrera alrededor de la boca, te habría reconocido.

Sonó una discreta tosecilla detrás de Danny y Maisie alzó la cabeza para ver a un hombre mayor que, de pie en el umbral de la puerta, les observaba con una expresión algo desdeñosa.

—Según parece, hemos tenido éxito -dijo.

—Señor Jay -manifestó Danny-, permítame presentarle a mi hermana, la señorita Robinson.

—A su servicio, señorita Robinson. ¿Puedo hacerle una sugerencia?

—¿Por qué no? -accedió Danny.

—Hay un café en Theobalds Road, a cuatro pasos de aquí. Sin duda tienen ustedes un montón de cosas que decirse.

Evidentemente, deseaba verlos fuera del despacho, pero a Danny parecía tenerle sin cuidado lo que el señor Jay deseara. Al margen de lo que pudiera haber pasado, Danny no había aprendido a ser deferente con el prójimo.

—¿Qué decís, chicas? ¿Charlamos aquí o nos vamos a un café?

—Vámonos -dijo Maisie.

—Y quizá -añadió el señor Jay-, señor Robinson, pueda usted volver luego y liquidar la minuta.

—No se me olvidará. Vamos, muchachas.

Salieron del bufete y bajaron la escalera. Maisie reventaba de preguntas, pero, aunque le costó lo suyo, refrenó la curiosidad hasta que encontraron el café y se acomodaron alrededor de una mesa.

—¿Qué estuviste haciendo durante los últimos siete años? -preguntó por fin.

—Tendiendo ferrocarriles -respondió Danny-. Casualmente, llegué en el momento oportuno. Acababa de terminar la guerra civil y entonces empezó el auge de las líneas ferroviarias. Necesitaban obreros tan desesperadamente que los llevaban en barco desde Europa. Hasta un flacucho chaval de catorce años encontraba empleo en seguida. Trabajé en el primer puente de acero que se construyó, sobre el Mississippi, en St. Louis; después me contrataron en la construcción del ferrocarril Unión Pacific, en Utah. A los diecinueve años ya era capataz, un cargo para jóvenes. Me afilié al sindicato y capitaneé una huelga.

—¿Por qué has vuelto?

—Se produjo una quiebra en la Bolsa. Las empresas ferroviarias se quedaron sin dinero y los bancos que las financiaban se arruinaron. Había miles de hombres, cientos de miles buscando trabajo. Decidí volver a la patria y empezar una nueva vida.

—¿Y qué harás…? ¿Construir ferrocarriles aquí? Danny movió la cabeza negativamente.

—Tengo una idea. Verás, me ha ocurrido ya dos veces: la quiebra financiera me destrozó la vida. Los individuos que tienen bancos son las personas más imbéciles del mundo. No aprenden nunca, de modo que cometen los mismos errores una y otra vez. Y los hombres que trabajan son los que sufren las consecuencias. Nadie les ayuda… nadie los ayudará nunca. Tienen que ayudarse entre sí, unos a otros.

—Las personas nunca se ayudarán unas a otras, En este mundo, todos miran para sí. Una tiene que ser egoísta.

Maisie recordó que April decía eso a menudo, aunque en la práctica era un ser generoso, que haría cualquier cosa por una amiga.

—Voy a crear una especie de club para trabajadores -dijo Danny-. Cada miembro pagará seis peniques a la semana y si se quedan sin trabajo, el club les abonará una libra semanal mientras encuentran un nuevo empleo.

Maisie se quedó mirando a su hermano llena de admiración. Aquel plan era formidablemente ambicioso… pero ella había pensado lo mismo cuando, a sus catorce años, Danny dijo: «En el puerto hay un barco que zarpará por la mañana rumbo a Boston… esta noche treparé por una maroma y me esconderé en uno de los botes de la cubierta». Había cumplido lo que dijo que iba a hacer, y probablemente ahora también lo haría. Según sus palabras, había dirigido una huelga. Parecía haberse convertido en la clase de persona a la que siguen otros hombres.

—¿Qué ha sido de papá y mamá? -preguntó Danny-. ¿Te mantuviste en contacto con ellos?

Maisie negó con la cabeza y luego, ante su propia sorpresa, rompió a llorar. Experimentó de pronto el dolor de haber perdido a su familia, un dolor que durante todos aquellos años siempre se negó a reconocer.

Danny apoyó una mano en su hombro.

—Volveré al norte, a ver si descubro su pista.

—Espero que los encuentres -dijo Maisie-. Los echo mucho de menos.

—Observó que April la estaba mirando atónita-. Temo que se avergüencen de mí.

—¿Y por qué iban a avergonzarse? -preguntó Danny.

—Estoy embarazada.

El rostro de Danny enrojeció.

—Y no te has casado.

—No.

—¿Vas a casarte?

—No.

Danny se enfureció.

—¿Quien es el cerdo….?

—No me hagas la escena del hermano ultrajado, ¿quieres? -alzó Maisie la voz.

—Me gustaría romperle el cuello…

—¡Cállate, Danny! -conminó Maisie indignada-. Me dejaste sola hace siete años y no tienes ningún derecho a comportarte como si yo te perteneciese. -Danny pareció abochornado y Maisie continuó, en tono más tranquilo-: No importa. Se hubiera casado, creo, pero yo no le quería, así que olvídate de él. y de todas formas, se ha ido a América.

Danny se calmó.

—Si no fuese tu hermano, me casaría yo mismo. ¡Eres un rato bonita! De cualquier modo, puedes disponer del poco dinero que me queda.

—No lo quiero. -Maisie se dio cuenta de que sus palabras rezumaban ingratitud, pero no podía evitarlo-. No es preciso que te cuides de mí, Danny. Emplea tu dinero en ese club de trabajadores. Supe arreglármelas cuando tenía once años, así que supongo que ahora también puedo hacerlo.

3

En una pequeña casa de comidas del Soho, Micky y Papá Miranda estaban almorzando un guisado de ostras -el plato más barato de la carta acompañado de fuerte cerveza. El restaurante se encontraba a unos minutos de distancia de la embajada de Córdoba, en Portland Place, donde Micky se pasaba entonces un par de horas sentado ante un escritorio, atendiendo la correspondencia del embajador. Estaban uno frente al otro, acomodados en duros asientos de madera de alto respaldo. Había serrín en el suelo y la grasa acumulada a lo largo de los años recubría el bajo techo. Micky aborrecía comer en sitios como aquél, pero solía hacerlo con frecuencia, para ahorrar. Comía en el Club Cowes sólo cuando le invitaba y pagaba Edward. Además, llevar a su padre al club era una prueba de fuego: Micky se pasaba todo el tiempo temiendo que el viejo provocase alguna pelea, tirase del arma de fuego o escupiese en la alfombra.

Papá Miranda rebañó el cuenco con un trozo de pan y apartó el recipiente.

—Debo explicarte una cosa -dijo. Micky dejó la cuchara.

—Necesito los rifles para combatir a la familia Delabarca -confesó-. Cuando haya acabado con ellos, me apoderaré de sus yacimientos de nitrato. Esas minas harán rica a nuestra familia.

Micky asintió en silencio. Había oído ya otras veces aquella historia, pero no se atrevió a decirlo.

—Los yacimientos de nitrato no son más que el principio, el primer paso –prosiguió-. Cuando tengamos más dinero, compraremos más rifles. Los distintos miembros de la familia se convertirán en personajes importantes en la provincia.

Micky fue todo oídos. Aquélla era una línea nueva.

—Tu primo Jorge será coronel del ejército. Tu hermano Paulo desempeñará el cargo de jefe de policía de la provincia de Santamaría.

«Así podrá ser matón profesional, en vez de aficionado», pensó Micky.

—Entonces, yo me erigiré en gobernador de la provincia -dijo Papá Miranda.

¡Gobernador! Micky no sabía que las aspiraciones de su padre fuesen tan altas.

Pero el hombre no había terminado.

—Cuando controlemos la provincia, volveremos la vista hacia la nación, Nos convertiremos en fervientes seguidores del presidente García. Tú serás su representante diplomático en Londres. Tu hermano, su ministro de Justicia, quizá. Tus tíos serán generales. Tu medio hermano, Domingo, el sacerdote, será arzobispo de Palma.

Micky se quedó estupefacto: era la primera noticia de que tuviese un medio hermano. Pero se abstuvo de pronunciar palabra, ya que no quería interrumpir.

—Y luego -dijo-, cuando llegue el momento oportuno, echaremos a un lado a la familia García y nos colocaremos en su lugar.

—¿Quieres decir que tomaremos las riendas del gobierno? preguntó Micky con los ojos muy abiertos. La audacia y la confianza de su padre le habían dejado asombrado.

—Sí. Dentro de veinte años, hijo mío, seré presidente de Córdoba… o lo serás tú.

Micky intentó asimilar todo aquello. Córdoba tenía una constitución que establecía la celebración de elecciones democráticas, pero nunca se habían efectuado comicios algunos. El presidente García tomó el poder mediante un golpe de Estado, diez años atrás; anteriormente, había sido comandante en jefe de las fuerzas armadas, bajo el mandato del presidente López, quien acaudilló la rebelión contra el gobierno español, una lucha en la que participaron Papá Miranda y sus vaqueros.

A Micky le sorprendió la sutileza de la estrategia de su padre: convertirse en fervoroso seguidor del dirigente del país para luego traicionarle. Pero ¿cuál era el papel de Micky? Sería embajador de Córdoba en Londres. Ya había dado el primer paso al apartar a Tonio Silva y ocupar su plaza. Ahora tendría que idear la forma de hacer lo mismo con el embajador actual.

Y después, ¿qué? Si su padre alcanzaba la presidencia, Micky podría recibir el nombramiento de ministro de Asuntos Exteriores y viajar por el mundo en representación de su país. Pero Papá Miranda había dicho que el propio Micky podía ser presidente… no Paulo, ni tío Rico, sino Micky. ¿Era realmente posible?

¿Por qué no? Micky era listo, hábil, implacable y bien relacionado: ¿qué más hacía falta? La perspectiva de gobernar todo un país resultaba embriagadora. Todo el mundo le haría reverencias; las mujeres más hermosas del mundo estarían a su alcance, tanto si lo deseaban como si no; sería tan rico como los Pilaster.

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