Una fortuna peligrosa (31 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
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Augusta interrumpió el abrazo al recuperar el aliento.

—Voy a mi cuarto -dijo en voz baja-. Debes abandonar la casa inmediatamente.

—Augusta…

—¡Llámame señora Pilaster!

—Muy bien.

—Esto no ha ocurrido -dijo en un áspero susurro-. ¿Entiendes? ¡Nada de esto ha ocurrido!

—Muy bien -repitió Micky.

La mujer se alisó la parte delantera del vestido y se arregló el pelo. Micky la contempló inerme, inmovilizado por la energía de la voluntad de Augusta. Ella se dirigió a la puerta. Automáticamente, Micky se la abrió. Salió de la alcoba detrás de Augusta.

La enfermera les miró interrogadoramente. Augusta se llevó el dedo índice a los labios, indicando silencio.

—Acaba de dormirse -dijo en voz baja.

A Micky le maravilló y horrorizó la frialdad de la mujer.

—Es lo mejor que puede ocurrirle -dijo la enfermera-. Le dejaré en paz durante una hora o así.

Augusta manifestó su acuerdo asintiendo con la cabeza.

—Es lo que haría yo si fuese usted. Créame, ahora descansa confortablemente.

SEGUNDA PARTE

1879

ENERO
1

Hugh regresó a Londres al cabo de seis años.

En el transcurso de aquel período de tiempo, los Pilaster habían duplicado su riqueza… y Hugh fue responsable de ello en buena parte.

Se las había arreglado extraordinariamente bien, mucho mejor de lo que pudo soñar. El comercio transatlántico conoció un auge espectacular en unos Estados Unidos recuperados de la Guerra de Secesión, y Hugh se encargó de que el Banco Pilaster financiara una suculenta cuota de aquella cifra de negocios.

Luego asesoró a los socios en una serie de lucrativas emisiones de valores, títulos y bonos norteamericanos. Al término de la guerra, tanto el gobierno como las empresas comerciales necesitaban efectivo, y el Banco Pilaster allegó los fondos precisos.

Por último, adquirió una amplia y competente pericia en el caótico mercado de las acciones ferroviarias y aprendió a determinar qué compañías de ferrocarril ganarían fortunas y cuáles se quedarían estancadas en la primera sierra montañosa. Al principio, tío Joseph se mostró precavido, ya que recordaba la quiebra neoyorkina de 1873; pero Hugh había heredado el inquieto conservadurismo de los Pilaster y sólo recomendaba las acciones de calidad, mientras eludía escrupulosamente todo papel que oliese a especulación, por muy llamativamente atractivos que pareciesen tales valores. Sus juicios resultaron ser acertados. Los Pilaster eran ahora líderes mundiales en el negocio de promover capital para el desarrollo fabril de Estados Unidos. Hugh cobraba mil libras anuales y no ignoraba que valía mucho más.

Cuando el buque atracó en Liverpool, nada más desembarcar Hugh acudió a su encuentro el director de la agencia local del Pilaster, un hombre con el que había intercambiado por lo menos un telegrama semanal desde que él, Hugh, llegara a Boston. No se conocían en persona, y al identificarse mutuamente, el director exclamó:

—¡Dios mío, no imaginaba que fuese usted tan joven, señor!

Eso complació a Hugh, que aquella misma mañana había encontrado una cana plateada en su en otro tiempo cabellera negra azabache. Tenía veintiséis años.

Se dirigió en tren a Folkestone sin hacer un alto en Londres. Puede que los socios del Banco Pilaster opinaran que debía visitarles antes de ir a ver a su madre, pero Hugh pensaba de otro modo: les había entregado seis años de su vida y debía a su madre por lo menos un día.

La encontró más serenamente hermosa que nunca, pero aún llevaba luto por su marido, el padre de Hugh. Dotty, que ya tenía doce años, apenas se acordaba de él, y se mostró tímida hasta que Hugh la sentó en sus rodillas y le recordó lo mal que le había doblado las camisas.

Pidió a su madre que se mudara a una casa más amplia: ahora podía permitirse sin ningún problema pagar el alquiler. La mujer rechazó el ofrecimiento y le dijo que ahorrase para reunir su propio capital. Sin embargo, Hugh la convenció para que contratase otra sirvienta que ayudara a la señora Builth, la anciana ama de llaves.

Al día siguiente, tomó el ferrocarril de Londres, Chatham y Dover y llegó a la estación del Viaducto de Holborn de la capital inglesa. Unos empresarios que dieron por hecho que Holborn iba a convertirse en ajetreada escala para los ingleses en ruta hacia Niza o San Petersburgo habían edificado un inmenso hotel junto a la estación. Hugh no hubiese invertido una sola libra en él: según su criterio la estación la utilizarían principalmente los empleados de la City que residieran en los barrios en expansión del sureste de Londres.

Era una luminosa mañana de primavera. Se dirigió a pie al Banco Pilaster. Había olvidado el olor a humo del aire de Londres, mucho peor que el de Boston o Nueva York. Hizo una pausa momentánea delante del banco y contempló su imponente fachada.

Había dicho a los socios que deseaba volver a casa con permiso para ver a su madre, a su hermana y para darse una vuelta por el viejo país. Pero tenía otro motivo para volver a Londres.

Se aprestaba a soltar una bomba.

Llegaba con una proposición para fusionar la sucursal norteamericana del Pilaster con el banco neoyorkino de Madler y Bell, y formar así una sociedad que se llamaría Madler, Bell y Pilaster. Representaría un montón de dinero para el banco, coronaría todos los éxitos de Hugh en Estados Unidos, y le permitiría volver a Londres y graduarse, pasando de explorador a ejecutivo con atribuciones y capacidad de decisión. Significaría el fin de su período de exilio.

Se enderezó nervioso la corbata y entró en el banco.

El vestíbulo, que años atrás tanto le había impresionado con su suelo de mármol y sus formidables andariegos, ahora le pareció simplemente solemne. Cuando se disponía a subir la escalera se tropezó con Jonas Mulberry, su antiguo supervisor. La sorpresa de Mulberry fue tan grande como su alegría.

—¡Don Hugh! -exclamó, y le estrechó la mano con exultante energía-o ¿Ha vuelto para quedarse de manera permanente?

—Así lo espero. ¿Cómo está la señora Mulberry?

—Muy bien, gracias.

—Dele recuerdos. ¿Y los tres pequeños?

—Ahora son cinco. Todos gozan de perfecta salud, a Dios gracias.

Se le ocurrió a Hugh que tal vez el jefe de negociado conociese la respuesta a una duda que bailaba en el cerebro de Hugh.

—Mulberry, ¿estaba aquí cuando nombraron socio a don Joseph?

—Era un nuevo meritorio. El próximo junio hará veinticinco años de eso.

—Así que don Joseph tendría…

—Veintinueve.

—Gracias.

Hugh subió a la sala de los socios, llamó a la puerta y entró. Los cuatro socios se encontraban allí: tío Joseph, sentado en el escritorio del presidente del consejo, con un aspecto más viejo, más calvo y más parecido al viejo Seth; el esposo de tía Madeleine, el mayor Hartshorn, con su nariz enrojecida, acaso para guardar más semejanza con la cicatriz de la frente, leía The Times sentado junto al fuego; tío Samuel, tan elegantemente vestido como siempre, con su chaqueta cruzada de color gris marengo y su chaleco gris perla, revisaba un contrato mientras fruncía el ceño; el socio más reciente, Young William, que ahora contaba treinta y un años, anotaba algo en un cuaderno, sentado ante su escritorio.

Samuel fue el primero en saludar a Hugh.

—¡Querido muchacho! -dijo, al tiempo que se ponía en pie e iba a estrecharle la mano-… ¡Qué buen aspecto tienes!

Hugh dio la mano a todos y aceptó una copa de jerez. Volvió la cabeza para mirar los retratos colgados en las paredes de los anteriores presidentes del consejo.

—Hace seis años, en esta misma sala, vendí a sir John Cammel bonos del gobierno ruso por valor de cien mil libras -recordó.

—Sí, señor, eso hiciste -confirmó Samuel.

—La comisión que obtuvo el Pilaster por esa venta, el cinco por ciento, asciende a una cifra superior al total de lo que se me ha pagado en los ocho años que llevo trabajando para el banco -dijo con una sonrisa.

—Espero que no estés pidiendo aumento de sueldo -manifestó Joseph en tono irritado-. Actualmente, eres el empleado mejor pagado de toda la firma.

—Sin contar a los socios -puntualizó Hugh.

—Naturalmente -afirmó Joseph.

Hugh se percató de que había empezado mal. «Me precipité, como siempre» -se dijo-. «Ve más despacio».

—No pido aumento de sueldo -dijo-. Sin embargo, tengo una proposición que hacer a los socios.

—Será mejor que te sientes y nos hables de ella -invitó Samuel.

Hugh dejó la copa sin haber probado el jerez y se concentró. Deseaba con toda el alma que aceptaran su propuesta. Sería la culminación y la prueba de su triunfo sobre la adversidad. Proporcionaría de golpe al banco más operaciones y negocios que todos los que la mayoría de los socios pudieran aportar en un año. Y, por otra parte, si accedían iban a verse más o menos obligados a convertirle en socio.

—Boston ya no es el centro financiero de Estados Unidos -empezó-. Eso le corresponde ahora a Nueva York. La verdad es que deberíamos trasladar allí nuestras oficinas. Pero hay un inconveniente. Una parte sustancial de las operaciones que he realizado en los últimos seis años las llevé a cabo conjuntamente con la sucursal neoyorkina de Madler y Bell. Sidney Madler me tomó más bien bajo su protección cuando yo no era más que un inexperto principiante. Si nos trasladamos a Nueva York, entraremos en competencia con ellos.

—La competencia nada tiene de malo, allí donde es pertinente -aseveró el mayor Hartshorn. En raras ocasiones aducía algo que mereciese la pena cuando se trataba algún asunto, pero antes que guardar silencio prefería pronunciar con aire dogmático cualquier cosa que fuera evidente.

—Quizá. Pero tengo una idea mejor. ¿Por qué no fusionar nuestras oficinas norteamericanas con las de Madler y Bell? "

—¿Fusionar? -preguntó Hartshorn-. ¿Qué quieres decir? .

—Establecer una empresa en común. Se llamaría Madler, Bell y Pilaster. Tendría una oficina en Nueva York y otra en Boston.

—¿Cómo funcionaría?

—La nueva firma se encargaría de todas las operaciones financieras de importación y exportación que realizan ahora por separado ambas casas, y los beneficios se compartirían. ¡ El Banco Pilaster tendría la oportunidad de participar en todas las nuevas emisiones de bonos y acciones que lanzaran al mercado Madler y Bell. Yo me encargaría de dirigir ese negocio desde Londres.

—No me gusta -dictaminó Joseph-. Equivale a poner en manos de otros el control de nuestras operaciones.

—Pero no han oído la parte mejor del negocio -dijo Hugh-. Todas las actividades mercantiles europeas de Madler y Bell, que actualmente se reparten entre diversos agentes de Londres, pasarían a manos de los Pilaster.

Joseph emitió un gruñido de sorpresa.

—Eso debe ascender a…

—Más de cincuenta mil libras anuales en comisiones.

—¡Santo Dios! -exclamó Hartshorn.

Todos se quedaron de una pieza. Nunca habían participado en una operación conjunta y no se esperaban una propuesta tan innovadora por parte de alguien que ni siquiera era socio, Pero la perspectiva de ingresar cincuenta libras anuales en concepto de comisiones era irresistible.

—Como es lógico -dijo Samuel-, has hablado de esto con ellos.

—Sí. Madler es muy inteligente, lo mismo que su socio, John James Bell.

—Y tú supervisarías desde Londres todo ese negocio en participación -observó Young William.

Hugh se percató de que William le consideraba un rival que sería mucho menos peligroso a cinco mil kilómetros de distancia.

—¿Por qué no? -dijo-. Al fin y al cabo, es en Londres donde se reúne el dinero.

—¿Y cuál sería tu rango?

Era una pregunta a la que Hugh hubiera preferido no responder tan pronto. Astutamente, William la había formulado para hacerle sentir violento. Ahora tenía que morder la bala.

—Creo que el señor Madler y el señor Bell esperarían tratar con un socio de pleno derecho.

—Eres demasiado joven para ser socio -se apresuró a decir Joseph.

—Tengo veintiséis años, tío -repuso Hugh-. Usted tenía veintinueve cuando le nombraron socio.

—Tres años es mucho tiempo.

—Y cincuenta mil libras es un montón de dinero. -Hugh se dio cuenta de que estaba mostrándose descarado, un defecto al que era proclive, y dio marcha atrás rápidamente. Sabía que, en caso de acorralarlos, rechazarían la propuesta por simple conservadurismo-o Pero se han de sopesar muchas cosas. Sé que desean tratar del asunto. Tal vez sea mejor que me retire, ¿no?

Samuel inclinó la cabeza discretamente y Hugh se encaminó a la puerta.

—Tanto si se acepta como si no, Hugh -dijo Samuel-, se te felicitará por habernos presentado una propuesta tan sugestiva… Estoy seguro de que todos estaremos de acuerdo en eso.

Miró interrogadoramente a los socios y todos asintieron.

Tío Joseph murmuró.

—Desde luego, desde luego.

Hugh no sabía si sentirse frustrado porque no aceptaban su proyecto de buenas a primeras, o complacido porque tampoco lo rechazaban de plano. Le embargaba una sensación desalentadora. Pero no podía hacer más.

—Gracias -dijo, y salió.

A las cuatro de aquella misma tarde se encontraba delante de la enorme y rebuscada mansión de Augusta en Kensington Gore.

Seis años recibiendo la caricia del hollín londinense habían oscurecido el tono rojo de los ladrillos y tiznado la blancura de la piedra, pero aún contaba con las figuras de aves y animales encima del gablete, y con el barco de velas desplegadas en el ápice del tejado. «¡Y dicen que los estadounidenses son ostentosos», pensó Hugh.

Por las cartas de su madre, Hugh sabía que Joseph y Augusta habían destinado parte de su cada vez más cuantiosa riqueza a la compra de otros dos inmuebles, un castillo en Escocia y una mansión rural en el condado de Buckingham o Augusta había querido vender la casa de Kensington y comprar una residencia en Mayfair, pero Joseph se opuso a ello: le gustaba vivir allí.

El lugar era relativamente nuevo cuando Hugh se marchó, pero, no obstante, la casa estaba llena de recuerdos para él. Allí había sufrido la persecución de Augusta, cortejado a Florence Stalworthy, aplastado de un puñetazo la nariz de Edward y hecho el amor a Maisie Robinson. El recuerdo de Maisie era el más intenso. La pasión y la emoción eran más profundas en su memoria que la humillación y la vergüenza. Desde aquella noche, no había vuelto a ver ni a tener noticias de Maisie, pero seguía pensando en ella todos los días de su vida.

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