Una fortuna peligrosa (34 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
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El resto de la partida llegó en grupo y, simultáneamente, apareció Joseph. Al cabo de unos minutos, entró Hastead para anunciar:

—La cena está servida, señor.

Y Augusta anheló oírle decir «milord», en lugar de «señor» Abandonaron el salón y, tras cruzar el pasillo, pasaron al comedor. Aquella comitiva más bien corta inquietó a Augusta. En las casas aristocráticas el traslado del salón al comedor constituía un paseo distinguido y era un punto álgido del rito de la cena de gala. Tradicionalmente, los Pilaster se mofaban de los modales de la gente de alto copete, pero Augusta era distinta. Para ella, la casa en la que residían era incorregiblemente suburbana. Pero habían fracasado todos sus intentos de convencer a Joseph para mudarse de allí.

Aquella noche lo había dispuesto todo para que Edward entrase en el comedor acompañando a Emily Maple, una tímida y bonita muchacha de diecinueve años que asistía a la cena con su padre, un ministro metodista, y su madre. Saltaba a la vista que la casa y los invitados les abrumaban, como también era evidente que no encajaban muy bien en aquel círculo, pero Augusta se había lanzado a la búsqueda desesperada de una novia idónea para Edward. El joven tenía ya veintinueve años, y ante la frustración de su madre, nunca había mostrado el menor asomo de interés por ninguna chica en estado de merecer. A Emily no podría por menos que encontrarla atractiva: la joven tenía unos preciosos ojazos azules y una sonrisa dulcísima. A los padres les volvería locos tal emparejamiento. En cuanto a la muchacha, haría lo que le ordenasen. Pero tal vez a Edward hubiese que empujarle. Lo malo era que el joven no veía razón alguna para casarse. Le encantaba su estilo de vida, con amigotes masculinos, buenos ratos en el club y todo lo demás, por lo que sentar la cabeza y desposarse no le seducía casi nada. Durante cierto tiempo, Augusta asumió alegremente que se trataba de una fase normal en la vida de un joven, pero ya se estaba prolongando en exceso, y la mujer empezó a considerar si Edward no debería abandonarla de una vez. Tendría que presionar un poco al joven.

A su izquierda, en la mesa, Augusta situó a Michael Fortescue, un joven bien parecido que tenía aspiraciones políticas. Se decía que estaba muy próximo al primer ministro, Benjamin Disraeli, al que habían concedido el título de conde y tenía ahora el tratamiento de lord Beaconsfield. Fortescue era la segunda de las tres personas que Augusta necesitaba para conseguirle a Joseph la dignidad de par. No tenía la- inteligencia de Hobbes, pero sí resultaba más complejo y seguro de si. Augusta había sido capaz de impresionar a Hobbes, pero a Fortescue tendría que seducirlo.

El señor Maple bendijo la mesa y Hastead escanció vino.

Aunque ni Joseph ni Augusta bebían vino, sí se les ofrecía a los invitados. Cuando sirvieron el consomé, Augusta dedicó a Fortescue una afectuosa sonrisa y dijo en voz baja:

—¿Cuándo vamos a verle en el Parlamento?

—Me gustaría saberlo -repuso el joven.

—Lo que sin duda sabe es que todo el mundo se hace lenguas de lo brillante que es usted.

La complacencia que le produjo aquella lisonja no evitó que el muchacho se sintiera un poco violento.

—Pues tampoco estoy seguro de saberlo.

—Y también es usted guapo… lo que nunca hace daño.

Fortescue pareció más bien sobresaltado. No había esperado que aquella señora tratase de coquetear… pero él no era precisamente contrario a ello.

—No debería esperar a la convocatoria de elecciones generales -prosiguió Augusta-. ¿Por qué no se presenta a unas elecciones parciales? Eso sin duda es bastante más fácil de preparar… la gente dice que tiene usted influencia con el primer ministro.

—La gente es muy amable, pero unas elecciones parciales resultan costosas, señora Pilaster.

Era la respuesta que Augusta estaba esperando, pero no iba a confesárselo así como así.

—¿De veras? -comentó.

—No soy rico.

—No lo sabía -mintió Augusta-. Entonces, tiene que encontrar a alguien que le patrocine.

—¿Un banquero, quizá? -adelantó Fortescue medio en broma medio en serio, pero triste.

—No es imposible. El señor Pilaster está deseando participar más activamente en el gobierno de la nación. -Podría hacerlo, si se le ofreciera un título nobiliario-. Y no comprende por qué los hombres que se dedican al comercio tienen que verse obligados a ser liberales. Entre nosotros, puedo confesarle que a menudo descubre que sus ideas están más de acuerdo con las de los conservadores jóvenes.

El tono confidencial de Augusta animó a Fortescue a ser franco -tal como ella pretendía-, y el muchacho preguntó sin rodeos:

—¿Y en qué forma le gustaría al señor Pilaster servir a la nación… aparte de subvencionar a un candidato en unas elecciones parciales?

Era un reto. ¿Debía responder a la pregunta o continuar por la vía indirecta? Augusta decidió ponerse a tono con la sinceridad de Fortescue.

—Tal vez en la Cámara de los Lores. ¿Lo cree usted posible?

Disfrutaba con aquella situación, lo mismo que él.

—¿Posible? Desde luego. Que sea probable, ya es otra cuestión. ¿Quiere que sondee?

Aquello resultaba más directo de lo que ella había previsto.

—¿Puede hacerlo discretamente?

El joven titubeó.

—Creo que si.

—Sería muy amable de su parte -dijo Augusta pletórica de satisfacción. Le había convertido en un conspirador.

—Le comunicaré el resultado de mi investigación.

—Y si se convocasen unas elecciones parciales adecuadas…

—Es usted muy buena.

Augusta le tocó el brazo. Pensó que era un joven muy atractivo. Le encantaba confabular con él.

—Creo que nos entendemos a la perfección -murmuró.

Observó que Fortescue tenía las manos anormalmente grandes. Retuvo el brazo del joven un momento, mientras le miraba a los ojos; luego volvió la cabeza.

Se sentía de maravilla. Había tratado ya con dos de las tres personas clave y no había tenido el más leve resbalón. En el curso del siguiente plato habló con lord Morte, que estaba sentado a su diestra. La conversación fue cortés e intrascendente: la persona sobre la que Augusta quería influir era la esposa de lord Morte, y eso tendría que esperar hasta después de la cena.

Los hombres se aposentaron en el salón para fumar sus cigarros y Augusta llevó a las damas al piso de arriba y las introdujo en su dormitorio. Allí se quedó a solas un momento con lady Morte. Quince años mayor que Augusta, lady Morte era azafata de la reina Victoria. Tenía cabellera gris acero y modales arrogantes. Al igual que Arnold Hobbes y Michael Fortescue, poseía influencia; y Augusta esperaba que, lo mismo que ellos, fuese también corruptible. La vulnerabilidad de Hobbes y Fortescue consistía en que eran pobres. Lord y lady Morte no eran pobres, pero sí pródigos; tenían mucho dinero, pero gastaban más de lo que tenían: el vestuario de lady Morte era espléndido, como magnífica era su colección de joyas, y lord Morte creía, en contra de la evidencia demostrada a lo largo de cuarenta años, que tenía un certero ojo clínico para los caballos de carreras.

Respecto a lady Morte, Augusta se sentía más nerviosa de lo que lo estaba ante los hombres. Las mujeres eran más difíciles. No aceptaban las cosas a pies juntillas y sabían cuándo alguien trataba de manipularlas. Treinta años de cortesana habían refinado la sensibilidad de lady Morte hasta el punto de que nada se le escapaba.

—El señor Pilaster y yo somos grandes admiradores de su querida reina -rompió el hielo Augusta.

Lady Morte asintió con la cabeza, como si dijera «Naturalmente». Sin embargo, el «naturalmente» no era tan natural: la reina Victoria resultaba antipática a gran parte del país: porque era reservada, seria, distante e inflexible.

—Si alguna vez hay algo que podamos hacer para ayudarle en sus nobles obligaciones -continuó Augusta-, será para nosotros un inmenso placer.

—Muy amable. -Lady Morte dio la impresión de estar un poco perpleja-. ¿Pero qué podrían hacer ustedes?

—¿Qué hacen los banqueros? Préstamos.

—Augusta bajó la voz-. Imagino que la vida en la corte resultará mutiladoramente cara.

Lady Morte se puso tensa. En el medio ambiente de su clase social imperaba el tabú de que, bajo ningún concepto, debía hablarse de dinero, y Augusta lo estaba quebrantando de modo flagrante.

Pero Augusta persistió:

—Si abriesen ustedes una cuenta en el Banco Pilaster, nunca habría problema alguno en ese terreno…

Lady Morte se sentía ofendida, pero, por otra parte, se le estaba ofreciendo el notable privilegio de disponer de un crédito ilimitado en una de las empresas bancarias más importantes del mundo. Su instinto le aconsejaba desairar a Augusta, pero la codicia la retenía: Augusta pudo ver cómo se desarrollaba aquel conflicto en el rostro de lady Morte.

Y no concedió a la dama tiempo para la reflexión.

—Le ruego que me perdone por haber sido tan horriblemente sincera -continuó-. La culpa la tiene mi deseo de serie útil.

Lady Morte no iba a creerla, sino que daría por supuesto que Augusta buscaba simplemente el favor de la realeza, a través de ella, de lady Morte. Ésta no profundizaría en busca de algún motivo más concreto, y Augusta no estaba dispuesta a darle más pistas aquella noche.

Lady Morte vaciló un momento más y luego dijo:

—Es usted muy bondadosa.

Augusta había franqueado la tercera valla. Si había evaluado correctamente a la mujer, lady Morte se encontraría desesperadamente empeñada con el Banco Pilaster en el plazo de seis meses. Entonces se enteraría de lo que Augusta deseaba de ella.

La señora Maple, la madre de Emily, volvió del aseo y le tocó el turno a lady Morte. Se retiró con una expresión de tenue embarazo petrificada en el semblante. Augusta sabía que, en la carroza que los llevaría de vuelta a casa, lord Morte y ella se mostrarían de acuerdo en que las personas que se dedicaban al comercio eran increíblemente vulgares y de modales insufribles; pero una tarde, lord Morte perdería mil guineas apostadas a un caballo, justamente el día en que su sastre le reclamaba el pago de una factura de seis meses atrás, por un importe de tres mil libras. Entonces, lord y lady Morte recordarían la oferta de Augusta y llegarían a la conclusión de que los vulgares profesionales de la banca y el comercio no dejaban de ser útiles, después de todo.

Las damas se reunieron nuevamente en el salón de la planta baja y tomaron café. Lady Morte aún se mostraba distante, pero sin llegar a la grosería. Los hombres sólo tardaron unos minutos en acercárseles. Joseph llevó al señor Maple al piso de arriba, para enseñarle la colección de cajitas de rapé. Augusta se sintió encantada: Joseph sólo hacía tal cosa con las personas que le caían bien. Emily se puso a tocar el piano. La señora Maple le pidió que cantase, pero la muchacha respondió que estaba resfriada y mantuvo su negativa con extraordinaria obstinación, pese a los ruegos de su madre, lo que hizo pensar a Augusta que la joven podía no ser tan sumisa como parecía a primera vista.

Augusta consideraba cumplida la tarea que se había fijado para aquella noche: lo que ahora deseaba era que se fueran todos para así poder dar un repaso mental a la velada y hacer un resumen de los logros conseguidos. Ciertamente, no le gustaba ninguno de los invitados, salvo Michael Fortescue. A pesar de ello, se esforzó por mostrarse amable y charlar con ellos durante otra hora más. Pensó que Hobbes había picado; Fortescue hizo un trato y lo cumpliría; a lady Morte se le había indicado la resbaladiza pendiente que llevaba a la perdición, y que iniciara el descenso por ella sólo era cuestión de tiempo. Augusta se sintió aliviada y satisfecha.

Cuando por fin se hubieron retirado todos, Edward se dispuso a marchar al club, pero Augusta le detuvo.

—Siéntate un momento y atiéndeme -le dijo-. Quiero hablaros a ti y a tu padre.

Joseph, que ya iba camino del lecho, volvió a sentarse.

Augusta se dirigió a él:

—¿Cuándo vas a nombrar a Edward socio del banco? Joseph se enfurruñó automáticamente.

—Cuando sea mayor.

—Pero me han dicho que se está pensando en la posibilidad de hacer socio a Hugh, y Hugh tiene tres años menos que Edward.

Aunque Augusta ignoraba el modo en que se obtenía el dinero, estaba siempre perfectamente enterada de lo que pasaba en el banco en relación con los progresos personales y otras cosas de los miembros de la familia. Normalmente, los hombres no hablaban de asuntos profesionales delante de las damas, pero Augusta sabía sonsacarles en los tés que organizaba.

—La antigüedad no es el único camino por el que un hombre puede alcanzar la categoría de socio -replicó Joseph en tono irritado-. Otro camino viene dado por su capacidad para conseguir operaciones rentables, una capacidad que Hugh posee en un grado tan alto como no he visto en ningún hombre de su edad. y otras vías para conseguirlo serían invertir en el banco un gran capital, gozar de una alta posición social o tener influencia política. Me temo que Edward no cuenta todavía con ninguno de esos requisitos.

—Pero es tu hijo.

—¡Un banco es un negocio, no una cena de sociedad! -dijo Joseph, francamente indignado ya. Odiaba que le llevasen la contraria-. Ser socio no es simplemente cuestión de jerarquía o prioridad. La capacidad de hacer dinero es la prueba concluyente.

Augusta tuvo un momento de duda. ¿Debía seguir insistiendo en el ascenso de Edward aunque el muchacho no estuviese realmente capacitado? Pero eso era una tontería. Era perfectamente apto. Puede que no sumara una columna de cifras con la misma rapidez que Hugh, pero la educación debía imponerse al final.

—Edward podría tener una gran inversión de capital en el banco si tú quisieras -señaló Augusta-. En cualquier momento que te plazca puedes poner dinero a su nombre.

En el semblante de Joseph apareció la terca expresión que tan bien conocía Augusta, la expresión que adoptaba para negarse a cambiar de casa o prohibir tajantemente a su esposa variar la decoración de su dormitorio, del dormitorio de Joseph.

—¡Eso no será antes de que el chico se case! -dijo, y con esas palabras abandonó la estancia.

—Le has sacado de quicio -constató Edward.

—Es sólo por tu bien, Teddy querido.

—¡Pero has empeorado las cosas!

—No, no es así -suspiró Augusta-. A veces, tu generosa perspectiva te impide ver lo que está ocurriendo. Tu padre puede creer que ha adoptado una actitud firme, pero si piensas en lo que ha dicho comprenderás que ha prometido que, en cuanto te cases, pondrá a tu nombre una suma importante y te convertirá en socio del banco.

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