Una fortuna peligrosa (38 page)

Read Una fortuna peligrosa Online

Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
2.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sonó una suave llamada a la puerta.

Maisie estaba de pie en mitad del cuarto, desnuda, paralizada y muda.

Giró el picaporte y alguien empujó la puerta que, naturalmente, no iba a abrirse.

Oyó pronunciar su nombre en voz baja.

Se acercó a la puerta y dirigió la mano hacia la llave.

—¡Maisie! -susurró él-. Soy yo, Hugh.

Le anhelaba con tal intensidad que el sonido de la voz de Hugh humedeció su interior. Se llevó el dedo a la boca y lo mordió con fuerza, pero el dolor no pudo enmascarar el deseo.

Él volvió a llamar a la puerta.

—¡Maisie! ¿Me dejas entrar?

Ella apoyó la espalda en la pared y las lágrimas resbalaron por su rostro, deslizándose barbilla abajo y cayéndole sobre los pechos.

—¡Hablemos un poco al menos!

Maisie sabía que, si abría la puerta, no hablarían… ella le tomaría en sus brazos y caerían sobre el suelo envueltos en el frenesí del deseo.

—¡Di algo! ¿Estás ahí? Sé que estás ahí.

Maisie permaneció inmóvil, mientras lloraba silenciosamente.

—¡Por favor! -suplicó Hugh-. ¡Por favor!

Al cabo de un rato se marchó.

Maisie durmió mal y se despertó temprano, pero con el amanecer del nuevo día su ánimo se elevó un poco. Antes de que los otros huéspedes se hubieran levantado, ella se dirigía ya, como de costumbre, al ala de la casa donde estaban las habitaciones de los niños. Se detuvo de pronto ante la entrada del comedor. Después de todo, no había sido la primera invitada en levantarse. Oyó dentro una voz masculina. Hizo una pausa y aguzó el oído. Era Hugh.

—Y precisamente en ese momento -decía-, el gigante se despertó.

Sonó un infantil chillido de encantado terror y Maisie reconoció la voz de Bertie.

—Jack bajó por el tallo de la mata de judías todo lo deprisa que le permitieron sus piernas -continuó Hugh-, ¡pero el gigante le persiguió!

Anne, la hija de Kingo, con el tono de suficiencia y superioridad que le conferían sus siete años, dijo:

—Bertie se esconde detrás de la silla porque tiene miedo.

Yo no tengo miedo.

Maisie también quería ocultarse como Bertie, así que dio media vuelta y emprendió el regreso a su cuarto, pero luego se detuvo. Tendría que enfrentarse a Hugh en cualquier momento de la jornada, y las habitaciones de los niños tal vez fuesen el mejor lugar. Se recompuso y entró.

Hugh tenía extasiados a los tres chiquillos. Bertie casi ni se percató de la llegada de su madre. Hugh miró a Maisie con ojos dolidos.

—No te interrumpas -dijo Maisie. Se sentó al lado de Bertie y le abrazó.

Hugh volvió a proyectar su atención sobre los niños.

—¿Y qué creéis que hizo luego Jack?

—Yo lo sé -dijo Anne-. Cogió un hacha.

—Exacto.

Maisie continuó allí sentada, con los brazos alrededor de Bertie, el cual miraba, con los ojos desorbitados, al hombre que era su verdadero padre. «Si puedo soportar esto» -pensó Maisie-, «puedo hacer cualquier cosa.»

—Y cuando el gigante aún estaba a mitad del tallo de la mata de judías –siguió contando Hugh-, ¡Jack corto el tallo! Y el gigante cayó, se estrelló contra el suelo… y murió. Y Jack y su madre vivieron contentos y felices para siempre.

—Cuéntalo otra vez -pidió Bertie.

4

El embajador de Córdoba estaba atareadísimo. Al día siguiente se conmemoraba el Día de la Independencia cordobesa e iba a celebrarse durante la tarde una gran recepción dedicada a los miembros del Parlamento, funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores, diplomáticos y periodistas. Para aumentar sus preocupaciones, Micky Miranda había recibido aquella mañana una dura nota del ministro de Asuntos Exteriores británico sobre dos turistas ingleses asesinados mientras exploraban los Andes. Pero al recibir la visita de Edward Pilaster, Micky Miranda dejó a un lado todo lo demás, porque lo que tenía que decir a Edward era mucho más importante que la recepción o Ja nota de protesta. Necesitaba medio millón de libras y confiaba en que Edward se las proporcionase.

Micky llevaba un año en el cargo de embajador de Córdoba. Conseguirlo requirió toda su astucia, pero también le había costado a su familia una fortuna en sobornos, pagada en su patria. Había prometido a su padre devolver todo aquel dinero a la familia, y ahora estaba obligado a cumplir su promesa. Moriría antes que dejar a su padre en la estacada.

Condujo a Edward a la cámara del embajador, un inmenso despacho situado en la primera planta y dominado por una bandera cordobesa de tamaño natural. Se dirigió a la amplia mesa y extendió sobre ella un mapa de Córdoba, cuyas esquinas sujetó con la cigarrera, una botella de jerez, una copa y la chistera gris de Edward. Vaciló. Era la primera vez que pedía a alguien medio millón de libras.

—Aquí está la provincia de Santamaría, en el norte del país -empezó.

—Conozco la geografía de Córdoba -dijo Edward malhumorado.

—Claro -repuso Micky en tono tranquilizador. Era cierto. El Banco Pilaster realizaba un considerable volumen de negocios en Córdoba, financiando sus exportaciones de nitrato, plata y carne vacuna salada, así como sus importaciones de equipo minero, armas y artículos de lujo. Edward se encargaba de todo aquel negocio gracias a Micky, que como agregado comercial primero y embajador después, hizo la vida difícil a quienquiera que no estuviese dispuesto a utilizar los servicios del Banco Pilaster para la financiación de su comercio con el país cordobés. En consecuencia, a Edward se le consideraba en Londres el máximo especialista en Córdoba-. Claro que sí -repitió Micky-. Y sabes que todo el nitrato que extrae mi padre ha de transportarse mediante recuas de acémilas desde Santamaría hasta Palma. Pero lo que puede que ignores es que resulta perfectamente factible construir un ferrocarril a lo largo de esa ruta.

—¿Cómo estás tan seguro? Un ferrocarril es una cosa complicada.

Micky cogió de su escritorio un volumen encuadernado.

—Porque mi padre encargó un estudio topográfico a un ingeniero escocés, Gordon Halfpenny. Aquí tienes todos los detalles, incluido el coste de las obras. Échale un vistazo.

—¿Cuánto? -preguntó Edward.

—Quinientas mil libras.

Edward hojeó el informe.

—¿Cómo está la cuestión política?

Micky alzó los ojos hacia el gigantesco retrato del presidente García con su uniforme de comandante en jefe. Cada vez que Micky miraba el cuadro no dejaba de prometerse que, algún día, su propio retrato iba a ocupar aquel rectángulo de la pared.

—Al presidente le gusta la idea. Cree que fortalecerá su dominio militar de esa zona rural.

García confiaba en Papá Miranda. Desde que alcanzó e! cargo de gobernador de la provincia de Santamaría -con la ayuda de los dos mil rifles Westley-Richard de cañón corto fabricados en Birmingham-, la familia Miranda se había convertido uno de los más fervorosos partidarios de! presidente y su más firme aliado. García no sospechaba las verdaderas razones de Papá Miranda para desear una línea ferroviaria que llegase a la capital: eso capacitaría a la familia Miranda para estar en condiciones de atacar la capital en el plazo de dos días, en vez de dos semanas.

—¿Cómo se costeará? -preguntó Edward.

—Recaudaremos el dinero en el mercado de Londres -dijo Micky alegremente-. La verdad es que he pensado que al Banco Pilaster le gustaría participar en la operación. -Se esforzó en respirar despacio y con normalidad. Aquél era el punto culminante de un prolongado y cuidadoso cultivo de la familia Pilaster: sería la recompensa a largos años de preparación.

Pero Edward meneó negativamente la cabeza.

—No opino lo mismo -dijo.

Micky se quedó atónito y con la moral por los suelos.

Había supuesto que, en el peor de los casos, Edward accedería a pensarlo.

—Pero vosotros allegáis fondos continuamente para construir ferrocarriles… ¡Creí que te encantaría aprovechar esta oportunidad!

—Córdoba no es lo mismo que Canadá o Rusia -dijo Edward-. A los inversores no les gusta vuestro régimen político, con un cacique en cada provincia acaudillando su propio ejército. Es medieval.

Micky no había pensado en eso.

—Financiasteis la mina de plata de Papá Miranda.

Eso había ocurrido tres años antes y había proporcionado a Papá Miranda unas lucrativas cien mil libras esterlinas.

—¡Exactamente! Resultó ser la única mina de plata de América del Sur que da beneficios.

En verdad, la mina era riquísima, pero Papá Miranda sólo recogía el rendimiento superficial y no dejaba nada para los accionistas. ¡Si hubiera permitido un pequeño margen en bien de la respetabilidad! Pero Papá Miranda nunca escuchaba tales consejos.

Micky trató por todos los medios de dominar el pánico que le anegaba, pero sus emociones debieron de hacerse visibles en su rostro, porque Edward observó preocupado:

—Vamos, muchacho, ¿es tan sumamente importante? Pareces desquiciado.

—Si, he de decirte la verdad, hubiera significado mucho para mi familia -reconoció Micky. Estaba convencido de que, si realmente quisiera, Edward podría reunir e! dinero-. Con toda seguridad, si un banco con el prestigio que tiene e! Pilaster respaldase el proyecto, la gente llegaría a la conclusión de que Córdoba es sin duda un buen lugar para invertir.

—En eso hay bastante de cierto -concedió Edward-. Si la idea la presentara un socio y de veras quisiera que la aprobasen, lo más probable es que saliera adelante. Pero yo no soy socio.

Micky comprendió que había subestimado la dificultad de conseguir medio millón de libras. Pero no estaba vencido. Encontraría algún medio.

—Tendré que pensarlo de nuevo -dijo con forzada jovialidad.

Edward vació su copa de jerez y se levantó.

—¿Vamos a almorzar?

Aquella noche, Micky y los Pilaster iban a asistir en la Ópera Cómica a una representación de H. M. S. Pinafore. Micky llegó unos minutos antes. Mientras esperaba en el vestíbulo, se encontró con la familia Bodwin, que siempre andaban pegados a los Pilaster: Albert Bodwin era un abogado que trabajaba bastante para el banco, y hubo una época en que Augusta intentó, esforzada e inútilmente, que la hija del jurista, Rachel Bodwin, se casara con Hugh.

El cerebro de Micky seguía dándole vueltas al problema de allegar fondos para el ferrocarril, pero el muchacho se puso automáticamente a coquetear con Rachel Bodwin, como hacía con todas las chicas y muchas mujeres casadas.

—¿Y cómo va el movimiento en pro de la emancipación femenina, señorita Bodwin?

La madre se puso colorada y aconsejó:

—Preferiría que no hablara usted de eso, señor Miranda.

—Entonces no lo haré, señora Bodwin, porque sus deseos son para mí como leyes parlamentarias de obligado cumplimiento. -Se volvió hacia Rachel. No era precisamente bonita (sus ojos estaban demasiado juntos), pero tenía una buena figura: piernas largas, talle estrecho y busto arrogante. En una súbita visión de fantasía, Micky se la imaginó con las manos atadas a la cabecera de la cama y las desnudas piernas separadas. La imagen le cautivó. Al levantar la vista de los pechos de la joven, sus ojos tropezaron con los de Rachel. La mayoría de las muchachas se habrían ruborizado y vuelto la cabeza, pero Rachel le devolvió la mirada con notable franqueza, al tiempo que sonreía, y fue Micky quien se sintió turbado. Buscó algo que decir, pero lo único que se le ocurrió fue preguntar-: ¿Sabías que nuestro amigo Hugh Pilaster ha regresado de las colonias?

—Sí. Le vi en Whitehaven House. Tú también estabas allí.

—Ah, sí, lo había olvidado.

—Hugh siempre me ha caído bien.

«Pero no quisiste casarte con él», pensó Micky. Rachel llevaba muchos años en el mercado matrimonial y empezaba a tener el aspecto de los artículos rancios, meditó, con bastante crueldad. Sin embargo, e! instinto le decía que Rachel era una persona profundamente sexual. Su problema, indudablemente, consistía en que era demasiado imponente. Ahuyentaba a los hombres. Pero debía de empezar ya a desesperarse. Con la treintena acercándose y todavía célibe, seguramente no cesaría de preguntarse si su destino era la vida de solterona. Algunas mujeres podían considerar tal perspectiva con ecuanimidad, pero Micky presentía que Rachel no era de ésas.

Se sentía atraída por él, pero eso le ocurría a casi todo el mundo, viejos y jóvenes, varones y hembras. A Micky le gustaba caer bien a las personas ricas e influyentes, porque le conferían poder; pero Rachel no era nadie y el interés que tuviese por él carecía de valor.

Llegaron los Pilaster y Micky dedicó su atención a Augusta. La mujer lucía un impresionante vestido de noche de color rosa frambuesa oscuro.

—¡Qué… deliciosa está usted, señora Pilaster! -saludó Micky en voz baja, y ella sonrió de placer.

Las dos familias hablaron unos minutos y luego llegó el momento de ir a ocupar sus localidades.

Los Bodwin estaban en el patio de butacas, pero los Pilaster tenían un palco. Al separarse, Rachel le dedicó a Micky una cálida sonrisa, y le dijo sosegadamente.

—Quizá nos veamos más tarde, señor Miranda.

El padre la oyó, puso cara de desaprobación, la cogió del brazo y se la llevó apresuradamente, pero la señora Bodwin sonrió a Micky un segundo antes de alejarse.

A lo largo del primer acto siguió preocupándose por el préstamo del ferrocarril. Nunca se le ocurrió que los inversionistas pudieran considerar arriesgado el rudimentario sistema político de Córdoba, que había permitido a la familia Miranda abrirse paso, luchando, hasta la riqueza y el poder. Eso probablemente significaría que le iba a ser imposible conseguir que otro banco financiase el proyecto ferroviario. El único modo de recaudar los fondos precisos consistiría en utilizar su influencia en el interior de los Pilaster. y las únicas personas a cuya influencia podía recurrir eran Edward y Augusta.

Durante el primer descanso se encontró momentáneamente a solas con Augusta en el palco y la abordó inmediatamente, a sabiendas de que el enfoque directo era lo que a ella le gustaba.

—¿Cuándo van a nombrar a Edward socio del banco?

—Ahí le duele -dijo Augusta agriamente-. ¿Por qué lo preguntas?

Le resumió brevemente la cuestión del ferrocarril, omitiendo las intenciones de Papá Miranda, a largo plazo, de atacar la capital.

—No puedo conseguir el dinero de otro banco… ninguno de ellos sabe nada de Córdoba porque, en beneficio de Edward, los mantuve siempre al margen de los negocios de mi país.

Other books

Real Hoops by Fred Bowen
She's Out of Control by Kristin Billerbeck
The Outer Ring by Martin Wilsey
The Devil Dances by K.H. Koehler
The Cold Steel Mind by Niall Teasdale
The Aberration by Bard Constantine
The Score by Bethany-Kris