Una fortuna peligrosa (39 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
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—Ése no era el motivo, pero Augusta lo ignoraba: no entendía las cuestiones mercantiles-. Pero sería un éxito si Edward lograra sacar adelante el préstamo.

Augusta asintió.

—Mi marido ha prometido hacer socio a Edward en cuanto se case -dijo.

Micky se sorprendió. ¡Edward casado! La idea era inaudita… y, sin embargo, ¿por qué tenía que serlo?

—Incluso estamos de acuerdo en la novia -añadió Augusta-: Emily Maple, la hija del diácono Maple.

—¿Cómo es?

—Bonita, joven -sólo tenía diecinueve años-, y muy razonable. Sus padres aprueban tal matrimonio.

Micky pensó que parecía estupendo para Edward: le gustaban las chicas guapas, pero necesitaba una a la que pudiese dominar.

—¿Qué obstáculo hay, pues?

—Simplemente, no lo sé. -Augusta frunció el entrecejo-.

Pero, de una forma u otra, Edward nunca está dispuesto para declarársele.

A Micky no le extrañaba. No podía imaginarse a Edward de boda, por muy adecuada que fuese la novia. ¿Qué iba a ganar con el matrimonio? Los hijos no le ilusionaban. Sin embargo, ahora había un incentivo: la condición de socio del banco. Aunque a Edward le tuviese sin cuidado, a Micky sí que le importaba.

—¿Qué puedo hacer para animarle? Augusta lanzó a Micky una aguda mirada.

—Tengo la extraña impresión de que, si tú te casaras, eso podía inducirle a él a hacer lo mismo.

Micky apartó la vista. Muy perspicaz por parte de Augusta. No tenía idea de lo que ocurría en las habitaciones privadas del prostíbulo de Nellie… pero no le faltaba intuición de madre. También él se daba cuenta de que, de casarse primero, a Edward le entrarían ganas de imitarle.

—¿Casarme yo? -acompañó la pregunta con una risita. Naturalmente, se casaría tarde o temprano -todo el mundo se casaba-, pero no veía razón alguna para hacerlo. Aún no.

No obstante, si era el precio que debía pagar por la financiación del ferrocarril.

No era sólo el ferrocarril, reflexionó. La consecución de un préstamo conduciría al logro de otro. Países como Rusia y Canadá obtenían y renovaban préstamos todos los años en el mercado de Londres: para ferrocarriles, puertos, empresas de abastecimiento de agua y financiación general del gobierno. No había razón para que Córdoba no consiguiera lo mismo. Micky recibiría una comisión, oficial o extraoficial, sobre cada penique allegado; pero lo más importante era que el dinero se canalizaría de acuerdo con los intereses de su familia en Córdoba, lo que les haría aún más ricos y poderosos.

Y no conseguirlo era inconcebible. Si le fallaba a su padre en eso, no se lo perdonaría jamás. Para eludir la ira de su padre, Micky se casaría tres veces si fuera preciso.

Miró de nuevo a Augusta. Nunca hablaban de lo que sucedió en el dormitorio de Seth en septiembre de 1873, pero no cabía la posibilidad de que ella lo hubiese olvidado. Había sido sexo sin coito, infidelidad sin adulterio, todo y nada. Ambos estaban completamente vestidos, sólo duró unos segundos y, no obstante, había sido más apasionado, conmovedor y ardientemente inolvidable que cualquier otra cosa que Micky hubiese hecho con las meretrices del lupanar de Nellie, y estaba seguro de que también había sido toda una experiencia momentánea para Augusta. ¿Realmente le hacía gracia la perspectiva de que Micky se casara? La mitad de las mujeres de Londres se sentirían celosas, pero resultaba difícil saber lo que Augusta sentía en su corazón. Decidió preguntárselo directamente.

—¿Quiere que me case?

Ella vaciló. Micky vio en el rostro de Augusta una fugaz pesadumbre. Pero la expresión volvió a endurecerse de inmediato y la mujer dijo en tono firme:

—Sí.

Micky se la quedó mirando. Ella sostuvo su mirada. El hombre comprendió que hablaba en serio y se sintió extrañamente decepcionado.

—Ha de arreglarse pronto -manifestó Augusta-. Emily… Maple y sus padres no quieren que el asunto se mantenga en suspenso indefinidamente.

«En otras palabras» -pensó Micky-, «que lo mejor es que me case en seguida».

«Lo haré, pues. Sea.»

Joseph y Edward regresaron al palco y la conversación derivó hacia otros temas.

Durante el acto siguiente, Micky se dedicó a pensar en Edward. Llevaban quince años siendo amigos. Edward era débil e inseguro, deseaba complacer a los demás pero no tenía iniciativa ni empuje. Su ambición en la vida estribaba en lograr que la gente le animase y le soportase, y Micky había estado satisfaciendo esa necesidad desde que empezó a hacerle los deberes de latín en el colegio. Ahora, Edward necesitaba que le empujasen al matrimonio, algo imprescindible para su carrera… y para la de Micky.

Durante el segundo entreacto, Micky le dijo a Augusta: -A Edward le hace falta que alguien le ayude en el banco… un hombre inteligente, que le sea fiel y vele por sus intereses.

Augusta reflexionó unos segundos.

—Una idea muy buena, verdaderamente -determinó-.

Alguien que conozcamos y en el que podamos confiar.

—Exacto.

—¿Se te ha ocurrido alguien? -preguntó Augusta.

—Tengo un primo que trabaja a mis órdenes en la embajada. Se llama Simón Oliver. Originalmente, Olivera, pero anglicanizó su apellido. Es un muchacho avispado y de absoluta confianza.

—Tráemelo al té -ordenó Augusta-. Si me gusta su aspecto, lo recomendaré a Joseph.

—Muy bien.

Empezó el último acto. Micky musitó para sí que Augusta y él pensaban al unísono con mucha frecuencia. Con Augusta era con quien debería casarse: juntos conquistarían el mundo. Expulsó de su cabeza tan fantástica idea. ¿Con quién iba a casarse? No podía ser una soltera rica, ya que no tenía nada que ofrecerle. Había varias herederas de altos vuelos a las que le costaría poco seducir, pero ganar su corazón no sería más que el principio; después tendría que librar una larga batalla con los padres, sin ninguna garantía de alcanzar el resultado apetecido. No, necesitaba una joven de orígenes modestos, alguien a quien ya le gustase y que le aceptara en seguida. Su mirada vagó ociosamente por el patio de butacas del teatro… y los ojos se le iluminaron al posarse en Rachel Bodwin.

Comprendió que cumplía todos los requisitos. Ya estaba medio enamoriscada de él. Buscaba marido desesperadamente. Al padre Micky no le caía nada bien, pero a la madre sí, y madre e hija, actuando conjuntamente, no tardarían en vencer la oposición del padre.

Pero lo más importante era que Rachel le excitaba.

Sería virgen, inocente y aprensiva. A aquella muchacha le haría cosas que la desconcertarían y la disgustarían. Tal vez se resistiese, lo cual mejoraría el asunto. Al final, una esposa tiene que ceder a las exigencias sexuales del marido, por extrañas y desagradables que puedan ser, porque la esposa no tiene a nadie a quien presentar sus quejas. Se la imaginó de nuevo atada a la cama, sólo que en esta ocasión se retorcía a causa del dolor, del deseo o de ambas cosas…

La función tocó a su fin. Al salir del teatro, Micky buscó a los Bodwin. Estaban en la acera, y mientras los Pilaster aguardaban su carruaje, Albert Bodwin llamaba a un coche de punto. Micky dirigió a la señora Bodwin una de sus más atractivas sonrisas.

—¿Me concedería el honor de visitarla mañana por la tarde? La señora Bodwin se mostró evidentemente sorprendida.

—El honor será mío, señor Miranda.

—Muy amable. -Micky estrechó la mano de Rachel, la miró a los ojos y se despidió-: Hasta mañana, pues.

Llegó el coche de Augusta y Micky abrió la portezuela.

—¿Qué opina de ella? -murmuró.

—Tiene los ojos demasiado juntos -respondió Augusta mientras subía al vehículo. Se acomodó en el asiento y luego añadió a través de la portezuela abierta-: Aparte de eso, me gusta.

Cerró la puerta de golpe y el coche se alejó.

Una hora después, Micky y Edward cenaban en una habitación reservada del Nellie's. Además de la mesa, la estancia contenía un sofá, un armario, un lavabo y una amplia cama. April Tilsley había decorado de nuevo todo el local, y aquel cuarto contaba con los tejidos estampados de última moda de William Morris, así como con un juego de enmarcados dibujos que representaban parejas realizando actos sexuales entre una variedad de frutas y verduras. Pero era natural en aquel negocio que la clientela se emborrachase y cometiera desmanes, por lo que el papel de las paredes ya estaba roto, las cortinas llenas de manchas y la alfombra desgarrada. Menos mal que la escasa luz de las velas disimulaba el oropel de la habitación y quitaba años de edad a las mujeres.

Servían a Edward y Micky dos de sus chicas preferidas, Muriel y Lily, que calzaban zapatos de seda roja y se tocaban con enormes y elaborados sombreros pero que, aparte de ese:, iban completamente desnudas. Llegaban del exterior los sonidos de una voz ronca que entonaba una canción y de una acalorada discusión, pero dentro del cuarto el ambiente era pacífico y sólo rompían el silencio los chasquidos del fuego de carbón de la chimenea y el murmullo de las palabras que pronunciaban las dos muchachas mientras servían la cena. Aquella atmósfera relajaba a Micky, cuya ansiedad por el préstamo del ferrocarril comenzó a disminuir. Por lo menos, tenía un plan. Nada le impedía tratar de ponerlo en práctica. Miró a Edward por encima de la mesa. Se dijo que la suya había sido una amistad fructífera. Hubo momentos en que casi llegó a sentir afecto por Edward. La dependencia de Edward resultaba agotadora, pero era esa dependencia lo que le confería a Micky poder sobre el banquero. Edward le había ayudado, él había ayudado a Edward y juntos habían disfrutado de todos los vicios que brindaba la ciudad más artificiosa del mundo.

Cuando terminaron de comer, Micky escanció otra copa de vino y anunció:

—Voy a casarme con Rachel Bodwin.

Muriel y Lily emitieron sendas risitas tontas. Edward se le quedó mirando durante largo rato.

—No me lo creo -dijo al final.

Micky se encogió de hombros.

—Puedes creer lo que gustes. Es verdad, de todas maneras.

—¿Hablas en serio?

—Sí.

—¡Cerdo!

Micky miró a Edward sorprendido. -¿Qué pasa? ¿Por qué no he de casarme?

Edward se puso en pie y se inclinó por encima de la mesa con aire agresivo.

—Eres un maldito canalla, Micky Miranda, es todo lo que hay que decir.

Micky no había previsto semejante reacción.

—¿Qué mosca te ha picado? -preguntó-. ¿Es que no vas a casarte tú con Emily Maple?

—¿Quién te ha dicho eso?

—Tu madre.

—Bueno, no me voy a casar con nadie.

—¿Por qué no? Tienes veintinueve años. Yo también. Ya es hora de que te equipes con la apariencia de un hogar respetable.

—¡Al diablo el hogar respetable! -rugió Edward, y volcó la mesa.

Micky retrocedió de un salto mientras la vajilla se estrellaba contra el suelo y el vino se vertía. Las dos camareras, desnudas se echaron rápidamente hacia atrás, asustadas y temblorosas.

—¡Tranquilo! -gritó Micky.

—¡Después de todos estos años! -protestó Edward furioso-. ¡Después de todo lo que he hecho por ti!

A Micky le había dejado de una pieza la cólera de Edward. Comprendió que tenía que calmarle. Una escena como aquélla le perjudicaría de cara a su matrimonio, y eso era lo contrario de lo que Micky deseaba. Manifestó en tono razonable:

—No es un desastre. Nada va a cambiar para nosotros.

—¡Claro que sí!

—Te digo que no. Seguiremos viniendo aquí.

Edward pareció receloso. Con voz más tranquila, dijo:

—¿Seguiremos viniendo?

—Sí. Y también seguiremos yendo al club. Para eso están los clubes. Los hombres van a los clubes para estar lejos de sus esposas.

—Supongo que sí.

Se abrió la puerta e irrumpió April.

—¿A qué viene tanto jaleo? -quiso saber-o Edward, ¿has roto mi porcelana?

—Lo siento April. Te la pagaré.

—Estábamos explicándole a Edward -Micky se dirigía a April, que podrá seguir viniendo aquí después de que se haya casado.

—Santo Dios, eso espero -dijo April-. Si por esta casa no apareciese ningún hombre casado, tendría que cerrar el negocio.

—Se volvió hacia la puerta y voceó-: ¡Sidney! Trae una escoba.

Ante el alivio de Micky, Edward se aquietaba rápidamente.

—Al principio de estar casados -dijo Micky-, probablemente nos quedaremos en casa unas cuantas noches y organizaremos alguna que otra cena con invitados. Pero luego volveremos a la normalidad.

—¿A las esposas no les importa eso? -Edward enarcó las cejas.

Micky se encogió de hombros.

—¿Y qué más da si les importa? ¿Qué puede hacer una esposa?

—Si está descontenta, me imagino que amargar la vida al marido.

Micky comprendió que Edward tomaba a su madre como esposa típica. Por fortuna, pocas mujeres tenían una voluntad tan férrea o eran tan hábiles como Augusta.

—El truco consiste en no ser demasiado bueno con ellas -explicó Micky, hablando a través de las observaciones de los amigotes casados que frecuentaban el Club Cowes-. Si te portas bien con tu esposa querrá que te quedes en casa. Trátala mal y se alegrará lo indecible de verte marchar al club todas las noches y de que la dejes en paz.

Muriel echó los brazos al cuello de Edward.

—Me portaré igual contigo cuando estéis casados, Edward, te lo prometo -dijo-. Te la chuparé mientras miras cómo Micky se folla a Lily, tal como te gusta.

—¿Lo harás? -preguntó Edward con una sonrisa estúpida en los labios.

—Claro.

—Entonces, nada cambiará realmente -miró a Micky.

—Ah, sí -respondió Micky-. Cambiará una cosa. Serás socio del banco.

ABRIL
1

En aquel teatro de variedades hacía tanto calor como en un baño turco. El aire olía a cerveza, mariscos y gente desconocedora del agua y el jabón. En el escenario, una mujer cuidadosamente cubierta de harapos estaba de pie delante de un telón de fondo cuya decoración representaba la puerta de una taberna. La mujer sostenía una muñeca, que se suponía era una criatura recién nacida, y entonaba una canción sobre cómo la habían seducido y abandonado. El público, que ocupaba bancos colocados ante largas mesas de caballetes, entrelazaba los brazos y coreaba el estribillo:

—¡Y todo por una gotita de ginebra!

Hugh cantaba a voz en cuello. Se sentía a gusto. Se había comido un cuenco de bígaros, había bebido varias jarras de cálida cerveza de malta y se apretaba contra Nora Dempster, una agradable persona por la que daba gusto dejarse achuchar. Tenía un culo orondo y suave y una sonrisa seductora, y probablemente le había salvado la vida.

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