—¿Cómo estás, Robinson? -saludó-. Aquí, mi amigo, el duque de Kingsbridge. Kingo, permíteme que te presente a mi cuñado, Dan Robinson, secretario general de la Asociación para el Bienestar de los Trabajadores.
Muchos se hubieran quedado cortadísimos al presentarles a un duque, pero Danny no era de ésos.
—¿Cómo está usted, duque? -dijo con sencilla cortesía. Kingo le estrechó la mano cautelosamente. Maisie supuso que Kingo pensaba que mostrarse educado con las clases inferiores estaba bien hasta cierto punto, pero que no debía excederse.
—Y éste es nuestro amigo Hugh Pilaster -dijo luego Solly.
Maisie se puso tensa. En su ansiedad por saber lo que podía haberles ocurrido a sus padres había olvidado que Hugh iba tras ella. Danny conocía algunos secretos acerca de Hugh, secretos que Maisie jamás había contado a su esposo. Danny sabía que Hugh era el padre de Bertie. Hubo un tiempo en que Danny quiso partirle la cara a Hugh. Nunca se encontraron frente a frente, pero Danny no había olvidado. ¿Cómo reaccionaría?
Sin embargo, ahora tenía seis años más. Dirigió a Hugh una glacial mirada, pero le estrechó la mano con cortesía.
Al ignorar todo lo referente a su paternidad y no percatarse del mar de fondo de aquella situación, Hugh le habló a Danny en tono amistoso.
—¿Así que usted es el hermano que se marchó de casa y fue a Boston?
—Exacto.
—¡Qué extraño que Hugh sepa eso! -comentó Solly.
Solly no tenía ni idea de lo mucho que Hugh y Maisie sabían el uno del otro: no estaba enterado de que pasaron juntos una noche, durante la cual se contaron recíprocamente la historia de su vida.
A Maisie le desconcertaba aquella conversación: era patinar por una superficie en la que había demasiados secretos… y la capa de hielo era muy delgada. Se apresuró a volver a terreno más firme.
—¿Por qué estás aquí, Danny?
La expresión cansada de su rostro se tiñó de amargura.
—Ya no soy secretario general de la Asociación para el Bienestar de los Trabajadores -explicó-. Por tercera vez en mi vida, unos banqueros incompetentes me han arruinado.
—¡Danny, por favor! -protestó Maisie. Danny estaba perfectamente enterado de que Solly y Hugh eran banqueros.
—¡No te preocupes! -manifestó Hugh-. Nosotros también odiamos a los banqueros incompetentes. Son una amenaza para todos. Pero ¿qué ha sucedido exactamente, señor Robinson?
—Me he pasado cinco años levantando la Asociación para el Bienestar -dijo Danny-. Era un éxito inmenso. Abonábamos semanalmente cientos de libras de los beneficios e ingresábamos miles de libras en suscripciones. ¿Pero qué íbamos a hacer con el superávit?
—Supongo que reservarlo frente a la posibilidad de que un año vinieran mal dadas -aventuró Solly.
—¿Y dónde crees que lo pusimos?
—En un banco, confío.
—En el Banco de la Ciudad de Glasgow, para ser más concreto.
—¡Oh, querido! -dijo Solly.
—No entiendo -se extrañó Maisie.
Solly se lo aclaró:
—El Banco de la Ciudad de Glasgow ha quebrado.
—¡Oh, no! -exclamó Maisie. Le entraron ganas de llorar.
—Y todos los chelines pagados a costa de sudores -asintió Danny- se han perdido por culpa de unos estúpidos con sombrero de copa. Y aún hay quien se pregunta por qué los obreros hablan de revolución. -Suspiró-. Desde que se produjo la bancarrota he intentado levantar la Asociación, pero era una tarea imposible y me he dado por vencido.
Intervino Kingo bruscamente:
—Señor Robinson, lo lamento por usted y por los miembros de su asociación. ¿Quiere tomar un bocado? Si ha venido andando desde la estación de ferrocarril se ha echado a las piernas más de diez kilómetros.
—Sí, lo tomaré. Y gracias.
—Llevaré a Danny a la casa -dijo Maisie-, y vosotros podéis continuar el paseo.
Comprendía que su hermano estaba muy dolido y deseaba quedarse a solas con él y hacer lo que pudiera para aliviar sus heridas.
Evidentemente, los demás también se sentían afectados por la tragedia.
—¿Se quedará a pasar la noche, señor Robinson? -preguntó Kingo.
Maisie se sobresaltó. Kingo era demasiado generoso. Ya era suficiente mostrarse cortés con Danny durante unos momentos allí, en el parque, pero si Danny se quedaba toda la noche, Kingo y sus quiméricos amigos se cansarían en seguida de las prendas baratas de Danny y de su preocupación por la clase obrera, empezarían a desairarle y se sentiría herido.
Pero Danny declinó:
—He de estar en Londres esta noche. Sólo vine a pasar unas horas con mi hermana.
—En tal caso -se brindó Kingo-, permítame que le lleve a la estación en mi carruaje, cuando esté usted dispuesto.
—Verdaderamente amable por su parte.
Maisie cogió del brazo a su hermano.
—Ven conmigo y almuerza un poco.
Una vez Danny se marchó rumbo a Londres, Maisie fue a reunirse con Solly para dormir la siesta.
Tendido en la cama, con un batín de seda roja, Solly la contempló mientras se desnudaba.
—No puedo salvar esa Asociación para el Bienestar -dijo-. Aunque tuviera algún sentido financiero para mí, que no lo tiene, no lograría convencer a los demás socios.
Maisie experimentó un súbito arrebato de afecto por Solly. No le había pedido que ayudase a Danny.
—Eres un hombre muy bueno. -Le abrió el batín y estampó un beso en la enorme barriga de Solly-. Ya has hecho mucho por mi familia, así que no tienes por qué disculparte. Además, te consta que Danny no aceptaría nada; es demasiado orgulloso.
—Pero ¿qué va a hacer?
Maisie se quitó las enaguas y se bajó las medias.
—Mañana tiene una entrevista en la Sociedad de Ingenieros Unidos. Aspira a un acta de diputado del Parlamento y confía en que le respalden.
—Y supongo que luchará por una reglamentación más estricta de los bancos por parte del gobierno.
—¿Tú estarías en contra de eso?
—A nosotros no nos gusta que el gobierno nos diga lo que tenemos que hacer. Desde luego, hay demasiadas bancarrotas; pero es posible que se produzcan todavía más si los políticos se dedican a dirigir los bancos. -Se dio media vuelta y apoyó la cabeza en el codo para ver mejor a Maisie mientras se quitaba la ropa íntima-. No quisiera tener que dejarte esta noche.
Maisie coincidía con él. Aparte de que le excitaba la perspectiva de encontrarse allí con Hugh mientras Solly estaba ausente, eso le hacía sentirse más culpable aún.
—No me importa -dijo.
—Me avergüenzo de mi familia.
—No debes avergonzarte.
Era la Pascua judía y Solly iba a celebrar con sus padres la fiesta conmemorativa del Éxodo. A Maisie no la habían invitado. La mujer comprendía la animadversión de Ben Greenbourne hacia ella y llegaba incluso a medio creer que merecía la forma en que la trataba, pero a Solly le mortificaba profundamente aquella postura. A decir verdad, hubiera reñido con su padre de haberle dejado Maisie, pero ella no quería tener también aquello sobre su conciencia, e insistía para que él continuara viendo y tratando a sus padres con toda normalidad.
—¿Estás segura de que no te importa que vaya? -preguntó preocupado.
—Estoy segura. Escucha, si sintiera la religión con la misma convicción que tú, podría irme a Glasgow y celebrar la Pascua con mis padres. -Se tornó pensativa-. Lo cierto es que nunca me he considerado parte de esa fe judía, desde que salimos de Rusia, por lo menos. Cuando llegamos a Inglaterra, no había judíos en la ciudad. Prácticamente ninguna de las personas con las que conviví en el circo tenían religión. Incluso cuando me casé con un judío, tu familia me recibió mal. Mi destino es ser una intrusa, y si te digo la verdad, no me importa. Dios nunca hizo nada por mí. -Sonrió-. Mi madre dice que mi marido, tú, me lo ha dado Dios, pero eso es una tontería: te conseguí yo misma, exclusivamente yo.
Solly se tranquilizó.
—Te echaré de menos esta noche.
—Hummmm.
Al cabo de un momento, tendidos uno junto a otro, pero invertidas las posiciones, Solly acarició la entrepierna de Maisie mientras la mujer le besaba, le lamía y luego le chupaba el pene. A él le encantaba hacer eso por la tarde, y emitió un suave gemido cuando entró en la boca de Maisie.
Ella cambió de postura y se acurrucó en el hueco del brazo de Solly.
—¿A qué sabe? -preguntó él con voz amodorrada. Maisie chasqueó los labios.
—A caviar.
Solly soltó una risita y cerró los ojos.
Maisie empezó a acariciarse. Al cabo de unos segundos, Solly roncaba. No se movió lo más mínimo mientras ella se corría.
—A los individuos que dirigían el Banco de la Ciudad de Glasgow deberían encarcelarlos -dijo Maisie poco antes de la cena.
—Eso es un poco duro -respondió Hugh.
La observación le pareció a Maisie un tanto afectada.
—¿Duro? -silabeó en tono irritado-. ¡No tan duro como lo que les ha ocurrido a los trabajadores que han perdido su dinero!
—A pesar de todo, nadie es perfecto, ni siquiera esos trabajadores -insistió Hugh-. Si un albañil comete un error y una casa se derrumba, ¿debe ir a la cárcel?
—¡No es lo mismo!
—¿Por qué no?
—Porque el albañil cobra treinta chelines semanales y está obligado a obedecer las órdenes de un capataz, mientras que el banquero consigue miles de libras y se justifica alegando que carga con el peso de la responsabilidad.
—Absolutamente cierto. Pero el banquero también es un ser humano, y tiene esposa e hijos que mantener.
—Puedes decir lo mismo de los asesinos y, sin embargo, los ahorcan sin tener en cuenta para nada el destino de sus hijos huérfanos.
—Pero si un hombre mata a otro accidentalmente, por ejemplo, al disparar sobre un conejo y alcanzar a un hombre que estaba detrás de unos matorrales, ni por asomo se le envía a la cárcel. Entonces, ¿por qué hay que encarcelar a los banqueros que pierden los fondos de otras personas?
—Para que escarmienten otros banqueros y tengan más cuidado.
—De acuerdo con esa lógica, podemos ahorcar al hombre que dispara contra el conejo para que escarmienten en cabeza ajena y tengan más cuidado otros tiradores.
—Hugh, lo dices sólo por espíritu de contradicción.
—No, no es así. ¿Por qué hay que tratar a los banqueros negligentes con mayor severidad que a los cazadores de conejos?
—La diferencia consiste en que los disparos imprudentes no arrojan a la miseria todos los años a millares de trabajadores, mientras que los banqueros descuidados si.
En ese punto, terció Kingo lánguidamente:
—Según he oído decir, es harto probable que los directores del Banco de la Ciudad de Glasgow vayan a la cárcel; y el gerente también.
—Eso creo -dijo Hugh.
Maisie estuvo a punto de manifestar a voces su frustración.
—Entonces, ¿por qué has estado llevándome la contraria? Hugh sonrió.
—Para ver si podías justificar tu actitud.
Maisie recordó que Hugh siempre tenía la facultad de hacerle jugarretas como aquélla y se mordió la lengua. Su personalidad temperamental era parte de su atractivo para la Marlborough Set, una de las razones por las que la aceptaban a pesar de sus orígenes; aunque se cansarían, se hastiarían si se excediera en sus berrinches. El talante de Maisie cambió de manera fulminante.
—¡Me ha ofendido, caballero! -gritó en plan teatral-o ¡Le reto a singular duelo!
—¿Con qué armas se baten en duelo las damas? -rió Hugh.
—¡Agujas de ganchillo, al amanecer!
Todos soltaron la carcajada, y en aquel momento entró un criado y anunció que la cena estaba servida.
Eran dieciocho o veinte comensales alrededor de la alargada mesa.
Maisie nunca cesaba en su adoración por las impolutas mantelerías y la fina porcelana, los centenares de velas que reflejaban el resplandor de sus llamas en las piezas de cristalería, el inmaculado blanco y negro de los trajes de etiqueta de los hombres y los espléndidos colores y las alhajas de valor incalculable de las señoras. Había champán todas las noches, pero como se iba derecho a la cintura de Maisie, ella sólo se permitía tomar un par de sorbitos.
Se encontró sentada junto a Hugh. Por regla general, la duquesa solía colocarla en el asiento contiguo al de Kingo, porque a Kingo le gustaban las mujeres bonitas y la duquesa era tolerante; pero aquella noche parecía haber variado la fórmula. Nadie bendijo la mesa, ya que tal invocación religiosa se hacía sólo los domingos. Sirvieron la sopa y Maisie conversó jovialmente con los hombres situados a uno y otro lado. Sin embargo, sólo tenía en la cabeza a su hermano. ¡Pobre Danny! Tan inteligente, tan entregado a su causa, tan gran dirigente… y tan poco afortunado. Se preguntó si conseguiría hacer realidad su nueva aspiración: convertirse en miembro del Parlamento. Confió en que lo lograra. Su padre se sentiría muy orgulloso.
Hoy, cosa desacostumbrada, su pasado se había inmiscuido de modo visible en su nueva vida. Era sorprendente la escasa diferencia que se apreciaba. Al igual que ella, Danny no parecía pertenecer a una clase particular de sociedad. Representaba a los trabajadores; vestía ropas propias de clase media y, sin embargo, mostraba los mismos modales seguros, confiados y ligeramente arrogantes de Kingo y sus amigos. A éstos les resultaría difícil determinar si era un muchacho de la alta sociedad que había preferido el camino del sacrificio entre los obreros o un mozo de la clase trabajadora que había ascendido en la vida.
Algo similar podía aplicarse a Maisie. Quien tuviese un mínimo instinto para captar las diferencias se daría cuenta en seguida de que no era una dama nacida en alta cuna. Sin embargo, interpretaba el papel con tal perfección, era tan guapa y encantadora, que nadie podía llegar a creer del todo los insistentes rumores que afirmaban que Solly la había sacado de una sala de baile. Si la sociedad de Londres tuvo algún inconveniente en aceptarla, quedó soslayado cuando el príncipe de Gales, hijo de la reina Victoria y futuro rey, se confesó «cautivado» por la muchacha y le envió una pitillera de oro con broche de diamante.
A medida que avanzaba la cena, Maisie fue notando cada vez más intensamente la presencia de Hugh a su lado. Se esforzó por mantener la conversación en tono trivial y tuvo buen cuidado en dirigir la palabra al hombre que tenía al otro lado al menos tanto como a Hugh; pero el pasado parecía estar allí inmóvil, junto a su hombro, a la espera de que ella lo reconociese, como un cansino y paciente pedigüeño.