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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

Una fortuna peligrosa (41 page)

BOOK: Una fortuna peligrosa
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Augusta verificó la cuenta de lord Marte en el Banco Pilaster y descubrió que tenía un descubierto de mil libras. Al día siguiente, el noble recibió una nota en la que se le preguntaba cuándo iba a regularizar aquel saldo deudor.

Augusta visitó a lady Marte aquel mismo día. Se disculpó, asegurando que le remitieron la nota por equivocación y que el empleado que la cursó ya estaba despedido. Después volvió a mencionar el baile.

El rostro normalmente impasible de lady Marte se animó de modo fugaz con una fulgurante expresión de puro odio al comprender el trato que se le estaba ofreciendo. Augusta siguió impávida. Le tenía sin cuidado lo que lady Marte sintiese hacia ella, sólo quería utilizarla. y lady Morte se vio enfrentada a una simple alternativa: ejercer su influencia para que invitasen a Augusta al baile o reunir de inmediato las mil libras para saldar el descubierto. Eligió la opción más fácil, y las tarjetas de invitación llegaron al día siguiente.

A Augusta le molestó que lady Marte no le hubiese ayudado por propia voluntad. Resultaba hiriente haberse visto obligada a coaccionar a lady Marte. Llevada por su rencor, Augusta le exigió una invitación adicional para Edward.

Augusta iba a ir disfrazada de reina Isabel y Joseph se presentaría como conde de Leicester. La noche del baile, cenaron en casa y después se cambiaron de ropa. Una vez vestida, Augusta fue a la habitación de Joseph para ayudarle a ponerse el disfraz y hablarle de su sobrino Hugh.

Le había sacado de sus casillas el hecho de que a Hugh fuesen a nombrarle socio del banco al mismo tiempo que a Edward. Pero lo más humillante era que todo el mundo sabía que a Edward le iban a hacer socio sólo porque se había casado y había recibido por ello una inversión de doscientas cincuenta mil libras en el banco, mientras que a Hugh se le nombraba socio porque había procurado a la entidad unos beneficios espectaculares gracias a las operaciones conjuntas con Madler y Bell, de Nueva York. Ya había quien hablaba de Hugh como potencial presidente del consejo. Eso provocaba en Augusta un rabioso rechinar de dientes.

El ascenso tendría efecto a finales de abril, cuando se renovara formalmente el contrato anual de sociedad. Pero a principios de dicho mes, con gran satisfacción por parte de Augusta, Hugh cometió el increíble error de casarse con una muchacha regordeta, perteneciente a la clase trabajadora de Camden Town.

El episodio de Maisie, ocurrido seis años antes, había mostrado la debilidad de Hugh por las chicas del arroyo, pero Augusta jamás hubiera esperado que se casara con una de ellas. La ceremonia se celebró en la más estricta intimidad, en Folkestone, y a ella asistieron la madre y la hermana de Hugh, y el padre de la novia. Luego, Hugh informó al resto de la familia, presentándolo como
fait accomplí
.

Mientras arreglaba la gorguera isabelina de Joseph, Augusta aventuró:

—Supongo que tendréis que pensar de nuevo eso de nombrar socio a Hugh, ahora que se ha casado con una criada.

—No es una criada, es corsetera. O lo era. Ahora es la señora de Pilaster.

—Da igual, un socio del Pilaster difícilmente puede tener por esposa a una dependienta.

—Debo decir que, en mi opinión, puede casarse con quien le plazca.

Augusta ya se temía que Joseph enfocara así la cuestión.

—No dirías eso si la chica fuera fea, huesuda y antipática -replicó en tono ácido-. Te muestras tan tolerante sólo porque es guapa y coqueta.

—Lo que ocurre, sencillamente, es que no lo considero un problema.

—Un socio del banco tiene que alternar con ministros, diplomáticos, dirigentes de grandes empresas. Esa chica no sabrá comportarse adecuadamente. Puede avergonzarle en cualquier momento.

—También puede aprender. -Joseph vaciló, antes de decir-: A veces creo que olvidas tus propios orígenes.

Augusta se irguió en toda su estatura.

—¡Mi padre tenía tres tiendas! -exclamó vehemente-.

¿Cómo te atreves a compararme con esa putilla?

Joseph se apresuró a plegar velas. -Está bien, lo siento.

Augusta se sentía ultrajada.

—Es más, yo nunca trabajé en los establecimientos de mi padre -dijo-. Me educaron como a una dama.

—Ya me he disculpado, no se hable más del asunto. Es hora de marchar.

Augusta cerró la boca, pero hervía por dentro.

Edward y Emily les esperaban en el vestíbulo, disfrazados de Enrique II y Leonor de Aquitania. Edward tenía problemas con los galones dorados de las ligas y dijo a su madre:

—Adelantaos vosotros y luego me enviáis el coche.

—Ah, no -intervino Emily automáticamente-, quiero ir ahora. Te arreglas las ligas por el camino.

Emily tenía los ojos azules y una preciosa carita de niña.

Estaba muy atractiva con su vestido del siglo XII, con bordados, su manto y su larga toca en la cabeza. Sin embargo, Augusta había descubierto que no era tan tímida como parecía. Durante los preparativos para la boda quedó bien claro que Emily tenía voluntad propia. Dejó de mil amores que Augusta se encargase de organizar el desayuno nupcial, pero insistió, más bien con terquedad, en elegir personalmente su vestido de novia y sus damas de honor.

En el carruaje, una vez partieron, Augusta recordó vagamente que el matrimonio de Enrique II y Leonor había sido tormentoso. Confió en que Emily no le proporcionase a Edward demasiados quebraderos de cabeza. Desde el día de la boda, Edward siempre estuvo de mal humor, por lo que Augusta sospechaba que algo iba mal. Trató de averiguarlo interrogando a Edward con sutileza, pero el hombre no parecía dispuesto a soltar palabra.

Lo importante era que se había casado e iba a ser socio del banco. Estaba arreglado. Todo lo demás podía solucionarse.

El baile empezaba a las diez y media y los Pilaster llegaron a tiempo. Resplandecían todas las ventanas de Tenbigh House. Una multitud de curiosos se había congregado fuera de la casa y una larga fila de carruajes esperaba en Park Lane su turno para entrar en el patio. La muchedumbre acogía con aplausos los vestidos de los invitados cuando éstos se apeaban de los vehículos y subían por la escalinata que llevaba a la puerta. Mientras aguardaba, Augusta miró hacia adelante y vio entrar en la casa a Antonio y Cleopatra, varios caballeros y cabezas redondas, dos diosas griegas y tres Napoleones.

Por fin, su coche llegó a la entrada y se apearon. Dentro de la casa había otra cola que, desde el vestíbulo, ascendía por la curvada escalera hasta el rellano, donde el duque y la duquesa de Tenbigh, disfrazados de Salomón y reina de Saba, daban la bienvenida a sus invitados. El vestíbulo estaba repleto de flores, y una orquesta interpretaba música para amenizar la espera a los que formaban la cola.

Inmediatamente después de los Pilaster se encontraban Micky Miranda -invitado a causa de su condición de diplomático- y su esposa, Rachel. Micky aparecía más elegante y apuesto que nunca con las vestiduras de seda roja de su disfraz de cardenal Wolsely, y al verle, el corazón de Augusta se alborotó durante unos segundos. La mujer miró luego con ojo crítico a la esposa, que había optado por presentarse como esclava, lo que era más bien sorprendente. Augusta había incitado a Micky al matrimonio, pero no podía evitar una punzada de resentimiento hacia la joven más bien vulgar que había obtenido su mano. Rachel devolvió a Augusta la mirada fríamente, y tras besar la mejilla de la mujer, cogió con aire posesivo el brazo de Micky.

Mientras subían despacio por la escalera, Micky le transmitió a Rachel:

—Está aquí el enviado español… procura ser amable.

—Sé tú amable con él -repuso Rachel en tono crispado-. A mí me parece un baboso.

Micky frunció el entrecejo, pero no añadió nada más.

Con sus extremistas opiniones y sus modales contundentes, Rachel hubiera sido la esposa ideal de un periodista de investigación o un parlamentario radical. Augusta pensaba que Micky merecía alguien menos excéntrico y más atractivo físicamente.

Por delante, Augusta localizó a la otra pareja de recién casados: Hugh y Nora. Merced a su amistad con los Greenbourne, Hugh era miembro de la Marlborough Set, por lo que se le invitaba a todos los acontecimientos sociales, lo que no podía por menos que incomodar a Augusta. Hugh iba de rajá indio, y Nora parecía estar allí disfrazada de encantador de serpientes, con un vestido de lentejuelas con cortes que revelaban unos pantalones de odalisca. Llevaba enrolladas en los brazos y las piernas serpientes artificiales, y la cabeza de
papier maché
de una de ellas descansaba sobre su exuberante busto. Un escalofrío sacudió a Augusta.

—La esposa de Hugh es insufriblemente vulgar -le murmuró a Joseph.

El hombre se sintió inclinado a la indulgencia:

—Al fin y al cabo, sólo se trata de un baile de disfraces.

—Ninguna otra mujer de las que están aquí ha tenido el mal gusto de enseñar las piernas.

—No veo la diferencia entre un vestido y unos pantalones abiertos.

Augusta pensó, con desagrado, que Joseph probablemente disfrutaría admirando las piernas de Nora. Era muy fácil para una mujer así dejar a un hombre con la boca abierta.

—No creo que encaje bien como esposa de un socio del Banco Pilaster.

—Nora no tiene que tomar ninguna decisión financiera. Augusta se hubiera puesto a lanzar gritos de frustración.

Evidentemente, no bastaba con que Nora fuese una chica de la clase obrera. Tendría que hacer algo imperdonable antes de que Joseph y los demás socios se volvieran contra Hugh.

Bueno, era una idea.

La indignación de Augusta se apagó a la misma velocidad con que se había encendido. Tal vez, se dijo, habría algún modo de conseguir que Nora se metiese en un buen brete. Miró de nuevo hacia la parte superior de la escalera y observó a su presa.

Nora y Hugh conversaban con el agregado húngaro, el conde De Tokoly, un hombre de dudosa moralidad que iba apropiadamente disfrazado de Enrique VIII. Nora era precisamente la clase de chica que encantaría al conde, pensó Augusta con resentimiento. Las damas respetables cruzarían hasta el otro lado de una habitación para evitar hablar con él, pero a pesar de todo le habían invitado porque formaba parte del cuerpo diplomático acreditado. No captó el menor indicio de desaprobación en el semblante de Hugh mientras su esposa aleteaba las pestañas ante el viejo libertino. A decir verdad, la cara de Hugh sólo manifestaba adoración. Estaba excesivamente enamorado para darse cuenta de la falta. Pero eso no duraría mucho.

—Nora está hablando con el conde De Tokoly -informó Augusta a su marido en un murmullo-. Haría bien en cuidar su reputación.

—No seas grosera con él-recomendó Joseph bruscamente-. Esperamos conseguir dos millones de libras para su gobierno.

A Augusta le importaba un comino el tal De Tokoly. Siguió reflexionando sobre Nora. La joven era vulnerable en aquellos momentos, cuando todo le resultaba desconocido y no había tenido tiempo de imponerse en los modales de la clase alta. Si pudiera provocar su deshonra de algún modo aquella misma noche, preferentemente delante del príncipe de Gales…

En el instante preciso en que pensaba en el príncipe, un clamoroso vitoreo sonó fuera de la casa, indicando que la comitiva real acababa de llegar.

Al cabo de un momento entraron el príncipe y la princesa A1exandra, vestidos de rey Arturo y reina Ginebra: les seguía un séquito de caballeros con armadura y damas con atavío medieval. La orquesta interrumpió de golpe el vals de Strauss que estaba interpretando e inició el himno nacional. Todos los invitados al baile se inclinaron e hicieron la reverencia obligada, y la cola que ascendía por la escalera se onduló como una ola, a medida que pasaba el cortejo real. Al inclinarse ante él, Augusta pensó que el príncipe engordaba año tras año. No estaba segura de si se le encanecía la barba, pero sí de que se estaba quedando calvo rápidamente. Siempre había sentido lástima por la bonita princesa, por todo lo que tenía que aguantar de aquel manirroto y mariposón esposo.

En lo alto de la escalera, el duque y la duquesa dieron la bienvenida a sus reales invitados y los acompañaron al salón de baile. Los que se encontraban en la escalera se precipitaron hacia arriba para seguirlos.

En el amplio salón de baile, grandes ramos de flores del invernadero de la campiña de Tenbigh se apilaban alrededor de las paredes, y las luces de miles de velas se reflejaban en los altos espejos situados entre las ventanas. Los lacayos que distribuían champán iban vestidos como cortesanos isabelinos, con jubón y calzas. Los anfitriones acompañaron al príncipe y la princesa hasta el estrado situado en el fondo del salón. Se había dispuesto todo de forma que los disfraces más espectaculares desfilaran por delante de la partida real, y tan pronto los príncipes ocuparon sus asientos, el primer grupo entró en la estancia. Se formó la esperada aglomeración delante del estrado, y Augusta se encontró hombro con hombro con el conde De Tokoly.

—¡Qué criatura más deliciosa es la mujer de su sobrino, señora Pilaster! -comentó el hombre.

Augusta le dirigió una sonrisa de escarcha.

—Es usted muy generoso al decir una cosa así, conde. De Tokoly alzó una ceja.

—¿Detecto una nota de desacuerdo? Sin duda hubiera preferido usted que Hugh eligiera a una novia de su propia clase social.

—Conoce la respuesta sin que yo se la diga.

—Pero el encanto de esa joven es irresistible.

—Indudablemente.

—Luego le pediré que me conceda un baile. ¿Cree usted que aceptará?

Augusta no pudo resistir la tentación de pronunciar un ácido comentario.

—Estoy segura de que sí. No es melindrosa.

Se retiró. Desde luego, era esperar demasiado que Nora ocasionara alguna clase de incidente con el conde…

Tuvo una súbita inspiración.

El conde era el factor crítico. Si lo situaba junto a Nora, la combinación podía resultar explosiva.

El cerebro de Augusta se lanzó a toda marcha. Aquella noche constituía una oportunidad perfecta. Tenía que actuar de inmediato.

La excitación hizo que el aliento le fallara un poco.

Augusta miró alrededor, localizó a Micky y fue hacia él. -Quiero que hagas algo por mí, ahora, en seguida -dijo. Micky le dirigió una mirada de suficiencia.

—Lo que quiera -murmuró.

Ella pasó por alto la insinuación. -¿Conoces al conde De Tokoly?

—Naturalmente. Todos los diplomáticos nos conocemos.

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