Una fortuna peligrosa (61 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
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Repasó la conversación de atrás adelante: Ven a casa conmigo… las personas tienen que coger la felicidad allí donde se pone a su alcance… Emily está a punto de pedir a Edward la anulación… Emily es ahora lady Whitehaven… ¿Te das cuenta de que si hubieran concedido el título a Ben Greenbourne como debieron hacer, Bertie sería ahora heredero del mismo en línea directa?

No, algo se le había escapado. Edward consiguió un título que tenía que haber recibido Ben Greenbourne… pero Augusta lo impidió. Augusta se encontraba detrás de toda aquella repugnante propaganda sobre si un judío podía ser lord. Hugh no se percató de ello, aunque al volver la mirada atrás debió sospecharlo. Pero el príncipe de Gales lo supo, vaya uno a saber cómo, y se lo contó a Maisie ya Solly.

Hugh se revolvió intranquilo. ¿Qué tenía de trascendental esa revelación? Sólo se trataba de otro ejemplo de la inflexibilidad de Augusta. Pero nadie habló entonces de aquel asunto. Aunque Solly se había enterado…

De súbito, Hugh se sentó en la cama, con la mirada fija en la oscuridad.

Solly se había enterado.

E, indudablemente, de saber Solly que los Pilaster habían sido los responsables de una campaña racista en contra de su padre, nunca hubiera deseado tener relación mercantil alguna con el Banco Pilaster. En particular, habría cancelado la emisión de bonos del ferrocarril de Santamaría. Le hubiera faltado tiempo para ir a decirle a Edward que no suscribía el trato. Y Edward se lo habría dicho a Micky.

—¡Oh, Dios mío! -exclamó en voz alta.

Siempre se había preguntado si no tendría Micky algo que ver con la muerte de Solly. Sabía que Micky se encontraba por las proximidades, pero nunca precisó el motivo. Que él, Hugh, supiese, Solly se disponía a cerrar el trato y dar a Micky lo que deseaba; en cuyo caso Micky tenía todas las razones del mundo para mantener vivo a Solly. Pero si Solly hubiese estado a punto de cancelar el negocio, Micky muy bien hubiera podido matarlo para salvar la operación. ¿Era Micky el hombre bien vestido que discutió con Solly pocos segundos antes de que éste muriese atropellado? El cochero no dejó de aseverar que a Solly lo empujaron al paso del vehículo. ¿Impulsó Micky a Solly bajo las ruedas de aquel coche? La idea era horrible y repugnante.

Hugh bajó de la cama y encendió la lámpara de gas. No volvería a dormir aquella noche. Se puso una bata y se sentó delante de las moribundas brasas de la chimenea. ¿Había tenido Micky que asesinar a dos de sus amigos, Peter Middleton y Solly Greenbourne?

Y si era así, ¿qué podía hacer Hugh?

La cuestión seguía atormentándole aún al día siguiente, cuando ocurrió algo que le sugirió la respuesta.

Pasó la mañana en su despacho de la sala de los socios.

Hubo una época en que anhelaba estar allí sentado, en el lujoso y tranquilo centro de poder, donde se adoptaban decisiones sobre asuntos que movían millones de libras, bajo los ojos de los retratos de sus antecesores; pero ahora ya se había acostumbrado. Y pronto abandonaría la firma.

Ataba cabos sueltos, completaba proyectos ya iniciados, pero sin emprender otros nuevos. Su mente volvía continuamente a Micky Miranda y al pobre Solly. Le indignaba que un hombre bondadoso como Solly hubiese muerto a manos de un reptil y un parásito de la categoría de Micky. Lo que verdaderamente deseaba era estrangular a Micky con sus propias manos. Pero no podía matar a Micky; en realidad, ni siquiera conseguiría nada práctico yendo a la policía a participarles sus sospechas, ya que no contaba con ninguna prueba.

Su ayudante, Jonas Mulberry, estuvo toda la mañana dando muestras de inquieto nerviosismo. Con diferentes pretextos, Mulberry había ido a la sala de los socios en cuatro o cinco ocasiones, pero sin decir nada acerca de lo que tenía en la cabeza. Al final, Hugh adivinó que estaba deseando contarle algo que no quería que oyesen los demás socios.

Minutos antes del mediodía, salió del cuarto de los socios y recorrió el pasillo en dirección al locutorio telefónico. Habían instalado el teléfono dos años antes, y no dejaban de lamentar la decisión de no haberlo puesto en la sala de los socios: cada uno de éstos tenía que levantarse e ir al locutorio a atender las llamadas varias veces al día.

Se cruzó con Mulberry en el pasillo. Detuvo al hombre y le preguntó:

—¿Le preocupa algo?

—Sí, señor -respondió Mulberry con evidente alivio.

Bajó la voz-: He visto por casualidad unos documentos extendidos por Simón Oliver, el ayudante de don Edward.

—Pase aquí un momento.

—Hugh entró en el locutorio telefónico y cerró la puerta tras ellos-. ¿Qué decían esos documentos?

—Es la propuesta de un empréstito para Córdoba… ¡de dos millones de libras!

—¡Oh, no! -dijo Hugh-. Lo que menos necesita este banco es exponerse más aumentando la deuda de América del Sur… ya está bien.

—Sabía que eso era lo que pensaba usted.

—¿Para qué son esos dos millones, concretamente?

—Para construir un nuevo puerto en la provincia de Santamaría.

—Otro plan del señor Miranda.

—Sí. Me temo que él y su primo, don Simón Oliver, tienen una influencia enorme sobre don Edward.

—Muy bien, Mulberry. Gracias por informarme. Trataré de arreglar el asunto.

Olvidado de su llamada telefónica, Hugh regresó a la sala de los socios. ¿Permitirían los demás a Edward tirar adelante con aquel empréstito? Podían. Hugh y Samuel apenas contaban, puesto que se iban del banco. Young William no compartía los temores de Hugh respecto a la quiebra suramericana. El mayor Hartshorn y sir Harry harían lo que les ordenasen. y Edward era ahora presidente del consejo.

¿Qué iba a hacer Hugh? Aún no se había ido del banco, cobraba su participación de los beneficios, de modo que sus responsabilidades no habían concluido.

Lo malo era que Edward no atendería a razones: como Mulberry acababa de decir, estaba sometido por completo a la influencia de Micky Miranda.

¿Existía algún modo de que Hugh pudiese debilitar esa influencia? Tal vez diciendo a Edward que Micky era un asesino. Edward no le creería. Pero Hugh empezó a tener el convencimiento de que estaba obligado a intentarlo. No tenía nada que perder. y necesitaba desesperadamente hacer algo respecto a la espeluznante revelación que le había asaltado durante la noche.

Edward se había ido ya a almorzar. Impulsivamente, Hugh decidió seguirle.

Dando por supuesto el destino de Edward, tomó un coche de alquiler y se dirigió al Club Cowes. Se pasó todo el trayecto, de la City a Pall Mall, esforzándose en encontrar contundentes aunque inofensivas palabras susceptibles de convencer a Edward. Pero todo lo que se le ocurría parecía artificial y, al llegar al club, decidió exponer la verdad pura y simple y esperar que sucediese lo mejor.

Aún era temprano y encontró a Edward solo en la sala de fumadores del club, con una gran copa de Madeira en la mano. Observó que el sarpullido de la piel de Edward había empeorado. La zona que rozaba el cuello de la camisa aparecía enrojecida.

Hugh se sentó a la misma mesa y pidió un té. De chicos, Hugh odiaba con todas sus fuerzas a Edward, por ser éste tan bruto y pendenciero. Pero en los últimos años había llegado a considerarle una víctima. La causa de que Edward fuese como era se debía a la influencia que sobre él ejercían dos personas perversas: Augusta y Micky.

Augusta no le había dejado respirar y Micky le había corrompido. Pero Edward no había suavizado su postura en cuanto a Hugh, y no se recató en demostrar que la compañía de Hugh le molestaba.

—No has venido hasta aquí para tomar una taza de té -observó-. ¿Qué quieres?

Era un mal principio, pero nada podía hacerse para evitarlo. Con ánimo pesimista, Hugh empezó:

—Tengo que decirte algo que te va a sorprender y horrorizar.

—¿De veras?

—Te va a resultar difícil creerlo, pero es cierto. Me parece que Micky Miranda es un asesino.

—Ah, vamos, por el amor de Dios -dijo Edward irritado-. No me vengas con tales sandeces.

—Escúchame antes de rechazar la idea automáticamente -pidió Hugh-. Me voy del banco, tú eres el presidente del consejo, no me queda nada por lo que luchar. Solly Greenbourne se enteró de que tu madre estaba detrás de aquella campaña de prensa desencadenada para impedir que le concedieran un título nobiliario a Ben Greenbourne.

Edward dio un respingo involuntario, como si lo que acababa de decir Hugh coincidiese con algo que él ya sabía.

Hugh se sintió más esperanzado.

—Voy por buen camino, ¿verdad? -aventuró una suposición-: Solly amenazó con cancelar el trato del ferrocarril de Santamaría, ¿a que sí?

Edward asintió con la cabeza.

Hugh se inclinó hacia adelante, mientras se esforzaba por contener la excitación.

—Yo estaba sentado en esta misma mesa, con Micky, cuando entró Solly hecho una furia. Pero…

—Y aquella noche Solly murió.

—Sí.… pero Micky estuvo conmigo toda la noche. Jugamos a las cartas y después nos fuimos a casa de Nellie.

—Tuvo que dejarte, sólo unos minutos.

—No…

—Yo le vi entrar en el club aproximadamente a la hora en que murió Solly.

—Debió de ser antes.

—Es posible que fuese a los lavabos o algo…

—No hubiera tenido tiempo suficiente. -El semblante de Edward adoptó una expresión de decidido escepticismo.

Las esperanzas de Hugh se difuminaron de nuevo. Durante un momento había logrado plantar la duda en el cerebro de Edward, pero duró muy poco.

—Has perdido el juicio -continuó Edward-. Micky no es ningún asesino. Esa idea es absurda.

Hugh decidió contarle el caso de Peter Middleton. Era un acto desesperado, porque si Edward se negaba a creer que Micky pudiera haber matado a Solly once años antes, ¿por qué iba a creer que Micky había matado a Peter hacía veinticuatro años? Pero Hugh tenía que intentarlo.

—Micky mató también a Peter Middleton -dijo, a sabiendas de que corría el peligro de que sonase a disparate.

—¡Eso es ridículo!

—Crees que lo mataste tú, ya lo sé. Le hundiste la cabeza en el agua varias veces y luego saliste en persecución de Tonio; crees que Peter estaba demasiado exhausto para nadar hasta la orilla. Pero hay algo que ignoras.

A pesar de su escepticismo, Edward estaba intrigado.

—¿Qué?

—Peter era un nadador formidable.

—¡Era un alfeñique!

—Sí… pero se había estado entrenando, practicando la natación todos los días, durante todo el verano. No tenía ninguna dificultad para nadar de un extremo a otro de la alberca… Tonio lo había visto.

—Qué… -Edward tragó saliva-. ¿Qué más vio Tomo?

—Mientras trepabas por la falda de la cantera, Micky mantuvo sumergida la cabeza de Peter hasta que se ahogó.

Ante la sorpresa de Hugh, Edward no desdeñó la idea.

Preguntó en cambio:

—¿Por qué has tardado tanto en contármelo?

—Dudaba de que me creyeses. Si te lo cuento ahora es porque la desesperación me obliga, para intentar disuadirte de efectuar esa última inversión en Córdoba. -Estudió la expresión de la cara de Edward y prosiguió-: Pero me crees, ¿verdad?

Edward asintió.

—¿Por qué?

—Porque sé que lo hizo.

—¿Por qué? -quiso saber Hugh. Ardía de curiosidad. Llevaba muchos años formulándose aquella pregunta-: ¿Por qué mató Micky a Peter?

Edward tomó un largo trago de su Madeira y luego guardó silencio.

Hugh temió que se negara a decir algo más. Pero al cabo de un momento, habló.

—En Córdoba, los Miranda son una familia adinerada, pero sus dólares no tienen mucho valor aquí. Cuando Micky fue a Windfield, se gastó la asignación de un año en unas cuantas semanas. Pero había alardeado mucho de la riqueza de su familia y era demasiado orgulloso para reconocer la verdad. Así que cuando se quedó sin dinero… robó.

Hugh recordó el escándalo que había sacudido el colegio en junio de 1866.

—Los seis soberanos de oro que le robaron al señor Offerton -murmuró-. ¿Fue Micky el ladrón?

—Sí.

—Vaya, que me aspen.

—Y Peter lo sabía.

—¿Cómo se enteró?

—Vio salir a Micky del gabinete de Offerton. Cuando se anunció el robo, supuso la verdad. Dijo que lo diría, a menos que Micky confesara. Pensamos que pillarle en la piscina había sido un golpe de suerte. Cuando le sumergí, sólo pretendía asustarle para que guardase silencio. Pero jamás pensé…

—Que Micky le matara.

—Y se ha pasado todos estos años haciéndome creer que fue culpa mía, que me estaba encubriendo -dijo Edward-. El muy cerdo.

Hugh comprendió que, con todas las probabilidades en contra, había conseguido que la fe de Edward en Micky se tambaleara. Tentado estuvo de decir: «Ahora que sabes cómo es, olvida el asunto del puerto de Santamaría». Pero tenía que andar con cuidado y no forzar las cosas. Llegó a la conclusión de que ya había dicho suficiente: a Edward le correspondía sacar sus propias conclusiones. Hugh se levantó para retirarse.

—Lamento haberte dado este golpe -dijo.

Edward estaba sumido en profundas meditaciones; se frotaba la parte del cuello donde el sarpullido debía picarle.

—Sí -dijo ambiguamente.

—Tengo que irme.

Edward no dijo nada. Parecía haber olvidado la existencia de Hugh. Tenía la vista clavada en la copa. Hugh le miró con más atención y comprobó, sobresaltado, que estaba llorando.

Salió sin hacer ruido y cerró la puerta.

4

A Augusta le encantaba la viudez. Para empezar, el negro le sentaba de maravilla. Con sus ojos oscuros, el cabello plateado y la negrura de las cejas, vestida de luto tenía un porte absolutamente impresionante.

Joseph llevaba muerto cuatro semanas y era curioso lo poco que lo echaba de menos. A Augusta sólo le resultaba un poco extraño que el hombre no se encontrara allí para quejarse de que el filete no estaba bastante hecho o de que había dos dedos de polvo en la biblioteca. Cenaba sola un par de veces a la semana, pero siempre había sabido disfrutar de su propia compañía. Ya no gozaba de la condición de esposa del presidente del consejo, pero era la madre del nuevo presidente del consejo. Y condesa viuda de Whitehaven. Tenía todo lo que Joseph había podido darle, sin el fastidio de tener al propio Joseph.

Y podía volver a casarse. Contaba cincuenta y ocho años, le era imposible concebir hijos; pero aún le asaltaban deseos que, en su opinión, tenían mucho de sentimientos juveniles. A decir verdad, se habían agudizado a raíz del fallecimiento de Joseph. Cuando Micky Miranda le tocaba el brazo, la miraba a los ojos o apoyaba la mano en su cadera al acompañarla a una habitación, experimentaba con más fuerza que nunca aquella sensación de placer combinada con una especie de debilidad que hacía que la cabeza le diera vueltas.

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