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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

Una fortuna peligrosa (63 page)

BOOK: Una fortuna peligrosa
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La muchacha se aburrió rápidamente.

—¿Te gustan esas pinturas? -le preguntó.

Micky se encogió de hombros y no respondió. No tenía ganas de hablar con la chica. Afortunadamente para ellas, a Micky le interesaban poco las mujeres. El propio coito era un proceso rutinario y mecánico.

Lo que le gustaba del sexo era el poder que le confería.

Hombres y mujeres se enamoraban de él, y él nunca se cansaba de utilizar aquel cariño para dominarlos, explotarlos y humillarlos. Incluso su juvenil pasión por Augusta Pilaster no había sido, en parte, más que el deseo de domar y montar a una fogosa yegua salvaje.

Desde ese punto de vista, Henrietta no tenía nada que ofrecerle; dominarla no le brindaba ningún aliciente, carecía de algo con suficiente valor como para que mereciese explotarla, y no representaba satisfacción alguna humillar a alguien tan bajo en la escala social como una prostituta. Así que se limitó a dar chupadas a su cigarro y a preocuparse de si Edward se presentaría o no.

Transcurrió una hora. Luego otra. Micky empezó a perder la esperanza. ¿Habría algún otro sistema para llegar a Edward? Era difícil dar con un hombre que realmente no deseaba que uno le viera. En su domicilio sería un «no está en casa» y en su lugar de trabajo estaría siempre ocupado. Micky podía merodear por los aledaños del banco y abordar a Edward cuando saliese a almorzar, pero eso era indigno y, por otra parte, a Edward no le costaría nada hacer caso omiso de él. Tarde o temprano se encontrarían en alguna reunión de tipo social, pero podían pasar semanas antes de que eso sucediera, y Micky no estaba en situación de permitirse tanta demora.

Y entonces, poco antes de medianoche, April asomó la cabeza y dijo:

—Ahí está.

—¡Por fin! -exclamó Micky aliviado.

—Está tomando una copa, pero ha dicho que no quiere jugar a las cartas. Tengo la impresión de que lo tendréis aquí dentro de unos minutos.

Creció la tensión dentro de Micky. Era culpable de una traición todo lo grave que pudiera imaginarse. Había permitido que, durante un cuarto de siglo, Edward viviese bajo el falaz cargo de conciencia de creer que había matado a Peter Middleton, cuando lo cierto era que el culpable de ese homicidio había sido siempre Micky. Invocar el perdón de Edward era mucho pedir.

Pero Micky tenía un plan.

Colocó a Henrietta en el sofá. La hizo sentarse con el sombrero caído sobre los ojos y las piernas cruzadas, al tiempo que fumaba un cigarrillo. Redujo casi al máximo la luz de gas y fue a sentarse en la cama, detrás de la puerta.

Al cabo de un momento entró Edward. En la penumbra no se percató de la presencia de Micky, sentado en la cama. Se detuvo en el umbral, miró a Henrietta y saludó:

—Hola… ¿quién eres?

Ella alzó la cabeza y dijo:

—Hola, Edward.

—¡Ah, eres tú! -observó Edward. Cerró la puerta y se adentró en el cuarto-. Bueno, ¿qué es ese «algo especial» de que ha hablado April? Ya te he visto antes con frac.

—Soy yo -intervino Micky, y se levantó.

Edward frunció el ceño.

—No quiero verte -dijo, y se volvió hacia la puerta. Micky se interpuso.

—Al menos, aclárame por qué. Hemos sido amigos mucho tiempo.

—He sabido la verdad acerca de Peter Middleton. Micky asintió.

—¿No me vas a conceder la oportunidad de explicarme?

—¿Qué hay que explicar?

—Cómo llegué a cometer un error tan espantoso y por qué no he tenido nunca el valor suficiente para reconocerlo.

La expresión de Edward era de testarudez.

—Siéntate, sólo un momento, al lado de Henrietta, y déjame hablar.

Edward titubeó.

—Por favor -suplicó Micky.

Edward, no muy convencido, se sentó en el sofá.

Micky fue al aparador y le sirvió una copa de coñac. Edward la cogió, a la vez que inclinaba la cabeza. Henrietta se pegó a él en el sofá y le cogió el brazo. Edward tomó un sorbo de licor, miró alrededor y dijo:

—Odio esas pinturas.

—Yo también -dijo Henrietta-. Me dan escalofríos.

—Cállate, Henrietta -ordenó Micky.

—Lamento haber dicho esta boca es mía, seguro -replicó Henrietta indignada.

Micky se sentó en el otro lado del sofá y se dirigió a Edward.

—Estaba equivocado y te engañé -empezó-o Pero tenía quince años y hemos sido los mejores amigos del mundo durante la mayor parte de nuestra vida. ¿Realmente vas a mandarlo todo al cuerno por un pecadillo de colegial?

—¡Pero podías haberme dicho la verdad en cualquier momento de los últimos veinticinco años! -reprochó Edward colérico.

Micky puso cara compungida.

—Podía y debía haberlo hecho, pero una vez se pronuncia una mentira como ésa es difícil retirarla. Hubiera acabado con nuestra amistad.

—No necesariamente -dijo Edward.

—Bueno, está acabando con ella ahora… ¿no?

—Sí -articuló Edward, pero en su voz vibró un temblor de incertidumbre.

Micky comprendió que había sonado la hora de jugarse el todo por el todo.

Se puso en pie y se quitó el batín.

Sabía que su aspecto era estupendo: su cuerpo aún se conservaba esbelto y su piel suave y lisa, con la salvedad del vello rizado del pecho.

Henrietta se levantó del sofá inmediatamente y se puso de rodillas delante de él. Micky miró a Edward. Chispeó el deseo en las pupilas de éste, pero mantuvo obstinadamente el fulgor de la rabia y desvió la vista.

A la desesperada, Micky jugó su última carta.

—Déjanos, Henrietta.

La mujer pareció sorprendida, pero se incorporó y salió del cuarto.

Edward miró a Micky.

—¿Por qué has hecho eso? -preguntó.

—¿Y para qué la necesitamos? -respondió Micky.

Se acercó al sofá, de modo que su ingle quedó a sólo unos centímetros de la cara de Edward. Alargó la mano con gesto indeciso y acarició suavemente el pelo de Edward. Éste no se movió.

—Estamos mejor sin ella… ¿verdad? -dijo Micky. Edward tragó saliva, sin pronunciar palabra.

—¿Verdad? -insistió Micky.

Edward contestó finalmente:

—Sí -susurró-. Sí.

Llevaba diecisiete años aportando negocio a los Pilaster, pero cada vez que iba al banco le llevaban a cualquier otra estancia, y un ordenanza iba a la sala de los socios a avisar a Edward. Micky suponía que a un inglés lo habrían admitido mucho antes en aquel santuario. Adoraba Londres, pero sabía que allí sería siempre un intruso.

Nervioso, extendió los planos del puerto de Santamaría sobre la amplia superficie de la mesa que ocupaba el centro de la habitación. El dibujo mostraba todo un puerto completo en la costa atlántica de Córdoba, con instalaciones para la reparación de buques y enlace ferroviario.

Nada de eso se construiría, naturalmente. Los dos millones de libras irían directamente a la caja de guerra de los Miranda. Pero el estudio era auténtico y los planos los habían hecho delineantes profesionales. De haberse tratado de un proyecto decente incluso podía haber resultado rentable.

Al ser una propuesta fraudulenta, probablemente figuraría como la estafa más ambiciosa de la historia.

Mientras Micky daba las pertinentes explicaciones, con referencias a materiales de construcción, costes laborales, derechos aduaneros y proyección de ingresos, bregó consigo mismo para conservar la calma. Toda su carrera, el futuro de su familia y el destino de su país dependían de la decisión que se tomase en la sala de los socios en aquella fecha.

Los socios del banco también estaban tensos. Se encontraban allí los seis: los dos parientes políticos, el mayor Hartshorn y sir Harry Tonks; Samuel, la vieja mariquita; Young William, Edward y Hugh.

Habría lucha, pero Edward contaba con todas las ventajas. Era el presidente del consejo. Hartshorn y sir Harry hacían siempre lo que sus esposas les indicaban, y como las esposas recibían órdenes de Augusta, respaldarían a Edward. Samuel probablemente se pondría de parte de Hugh. El único imprevisible era Young William.

A la semana siguiente, Micky entró por primera vez en la sosegada dignidad de la sala de los socios del Banco Pilaster.

Edward rebosaba entusiasmo, como era de esperar. Había perdonado a Micky, volvían a ser amigos del alma y aquél era su primer proyecto importante como presidente del consejo. Se sentía eufórico por haber aportado tan formidable operación como lanzamiento de su cargo de presidente del consejo.

Sir Harry tomó la palabra a continuación:

—El proyecto está meticulosamente concebido y durante una década nos ha ido bien con los bonos de Córdoba. A mí me parece una propuesta atractiva.

Como era de prever, la oposición llegó por parte de Hugh. Fue Hugh quien contó a Edward la verdad acerca de Peter Middleton, y seguramente, su móvil consistiría en impedir la emisión de aquel empréstito.

—He comprobado lo que ha ocurrido con las últimas emisiones de valores suramericanos que hemos gestionado -dijo.

Distribuyó alrededor de la mesa copias de una tabla.

Micky la examinó mientras Hugh continuaba.

—El tipo de interés ha aumentado de un seis por ciento hace tres años a un siete y medio por ciento el año pasado. A pesar de ese incremento, la cantidad de bonos no vendidos había sido cada vez más alta.

Micky sabía lo suficiente de finanzas como para entender lo que aquello significaba: los bonos suramericanos les parecían cada vez menos atractivos a los inversores. La tranquila exposición de Hugh y la implacable lógica de la misma puso a Micky al rojo vivo.

—Además -continuó Hugh-, en cada una de las tres últimas emisiones el banco no ha tenido más remedio que comprar bonos en el mercado abierto para mantener su precio artificialmente.

Lo que quería decir, comprendió Micky, que las cifras de la tabla aún quitaban gravedad al problema.

—La consecuencia de nuestra persistente continuidad en este mercado saturado es que ahora tenemos retenidos bonos de Córdoba por valor de casi un millón de libras. Nuestro banco se encuentra comprometedoramente sobreexpuesto en ese único sector.

Era un argumento poderoso. Micky se esforzó por mantenerse frío, mientras se decía que, si fuera socio del banco, votaría en contra de la emisión. Pero aquello no se decidiría por puro razonamiento financiero. Había en juego algo más que numerario.

Durante unos segundos, nadie pronunció palabra. Edward parecía furioso, pero se contenía, sabedor de que sería más conveniente que fuese otro socio el que contradijera a Hugh.

—Tienes razón, Hugh, pero creo que has exagerado un poco -dijo sir Harry.

—Todos estamos de acuerdo en que el proyecto es sólido -opinó George Hartshorn-. El riesgo es escaso y los beneficios considerables. Creo que deberíamos aceptar.

Micky sabía por anticipado quiénes iban a respaldar a Edward. Esperaba el veredicto de Young William.

Pero fue Samuel quien habló a continuación.

—Me hago cargo de que a ninguno de vosotros le hace gracia vetar la primera propuesta importante que presenta el nuevo presidente del consejo -expuso. Su tono sugería que no eran enemigos que luchaban en campos opuestos, sino hombres razonables que no podrían por menos que llegar a un acuerdo con un poco de buena voluntad-. Tal vez no os sintáis inclinados a confiar en los puntos de vista de dos socios que ya han anunciado su dimisión. Pero llevo en este negocio el doble de tiempo que cualquiera de los que se encuentran ahora en esta sala y Hugh probablemente sea el banquero joven de más éxito en el mundo. y ambos comprendemos que este proyecto es más peligroso de lo que parece. No permitáis que las consideraciones personales os induzcan a desdeñar precipitadamente nuestro consejo.

Micky pensó que Samuel era elocuente, pero su postura se conocía con anterioridad. Todos miraban ahora a Young William.

—Los bonos suramericanos siempre han parecido arriesgados -dijo Young William por último-. Si nos hubiésemos dejado dominar por el miedo habríamos perdido una gran cantidad de operaciones altamente provechosas durante los últimos años. -Aquello sonaba prometedor, pensó Micky. William prosiguió-: No creo que vaya a producirse un colapso financiero. Bajo el mandato del presidente García, Córdoba ha ido ganando en fortaleza. Creo que las perspectivas sugieren que las operaciones comerciales que emprendamos allí en el futuro van a ser todavía más rentables. Deberíamos buscar más negocio, no menos.

Micky dejó escapar un silencioso y prolongado suspiro de alivio. Había ganado.

—Cuatro socios a favor, pues, y dos en contra -resumió Edward.

—Un momento -dijo Hugh.

«No permita Dios que Hugh tenga algo en la manga», pensó Micky. Apretó las mandíbulas. Deseaba protestar, pero tenía que contener sus sentimientos.

Edward miró malhumoradamente a Hugh.

—¿Qué pasa? Has perdido la votación.

—En esta sala, una votación siempre ha sido el último recurso -repuso Hugh-. Cuando no hay unanimidad entre los socios intentamos llegar a una fórmula de compromiso en la que todos estén de acuerdo.

Micky observó que Edward estaba dispuesto a desestimar tal idea, pero medió William:

—¿En qué estás pensando, Hugh?

—Permitidme que haga una pregunta a Edward -dijo Hugh-. ¿Tienes plena confianza en que colocaremos la mayor parte de esta emisión?

—Si el precio es correcto, sí -contestó Edward. Su expresión denotaba claramente que no sabía adónde iba a conducir aquello.

Micky tuvo el terrible presentimiento de que estaban a punto de ganarle por la mano.

Hugh continuó:

—Entonces, ¿por qué no vendemos los bonos sobre la base de un corretaje, en vez de suscribir toda la emisión?

Micky ahogó un taco. No era aquello lo que deseaba.

Normalmente, cuando el banco lanzaba bonos por valor de, pongamos, un millón de libras, accedía a adquirir los que quedasen por vender, lo cual garantizaba al prestatario la recepción de todo el millón. A cambio de esa garantía, el banco se quedaba con un porcentaje sustancioso. El sistema alternativo estribaba en ofrecer los bonos en venta sin ninguna garantía. El banco no corría ningún riesgo y cobraba una comisión mucho menor, pero si sólo se vendían bonos por valor de diez mil libras, en vez del millón completo, el prestatario o cliente no recibiría más que la parte correspondiente a las diez mil libras. Quien corría el riesgo entonces era el prestatario… y en esa fase Micky no deseaba ningún riesgo.

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