Augusta miró triunfalmente a Micky.
—¡Brillante! -murmuró él, con auténtica admiración-. ¡Es usted genial, Augusta!
La cogió del brazo y la acompañó fuera de la pista de baile.
El esposo la estaba esperando.
—¡Esa espantosa joven! -se exaltó en tono de recriminación-. Armar esa escena ante las mismas barbas del príncipe… ¡ha lanzado la desgracia sobre toda la familia, y sin duda nos ha hecho perder también un contrato de lo más importante!
Era precisamente la reacción que Augusta había esperado.
—Tal vez ahora te habrás convencido ya de que no se puede nombrar socio a Hugh -dijo con expresión victoriosa.
Joseph la miró pensativamente. Durante unos terribles instantes Augusta temió haberse excedido y que Joseph adivinara que ella había orquestado el incidente. Pero si tal idea cruzó por la mente del hombre, debió de desecharla, porque dijo:
—Tienes razón, querida. Siempre has tenido razón. Hugh conducía a Nora hacia la puerta.
—Nos vamos, naturalmente -dijo en tono neutro al pasar.
—Todos tendríamos que irnos ya -manifestó Augusta. Sin embargo, no quería marcharse en seguida. Si no se hablaba más del asunto, existía el peligro de que al día siguiente, cuando todos se hubieran calmado, quizá dijesen que la cosa no había sido tan grave como parecía. Para impedir eso Augusta deseaba provocar más alboroto ahora: exaltación, palabras indignadas, acusaciones que no se olvidarían fácilmente. Detuvo a Nora, apoyando una mano en el brazo de la muchacha, y le dijo acusadoramente-: Te advertí con respecto al conde De Tokoly.
—Cuando un hombre insulta a una dama en la pista de baile -dijo Hugh-, no queda más remedio que hacer una escena.
—No seas ridículo -exclamó Augusta-. Cualquier joven bien educada hubiera sabido exactamente lo que correspondía hacer. Nora debió decir que se encontraba indispuesta y avisar para que le trajeran el coche.
Hugh sabía que eso era cierto y no intentó negarlo. De nuevo, Augusta temió que el incidente fuese a menos hasta quedar reducido a nada. Pero Joseph aún estaba enojado.
—El Cielo sabe el inmenso daño que has causado esta noche al banco y a la familia -dijo a Hugh.
Hugh se puso rojo.
—Exactamente, ¿qué quieres decir? -preguntó sofocado. La cólera de Joseph aumentó.
—Ciertamente, hemos perdido la cuenta húngara y nunca más volverán a invitarnos a un acto real.
—Eso lo sé perfectamente bien -replicó Hugh-. Lo que yo pregunto es por qué has dicho que he sido yo el que ha causado el daño.
—¡Porque trajiste a la familia a una mujer que no sabe comportarse!
«Esto va cada vez mejor», pensó Augusta con perverso regodeo.
Hugh estaba ahora como la grana, pero la furia con que habló era controlada.
—Pongamos esto en claro. ¿Una esposa Pilaster debe soportar que la insulten y la humillen en un baile y no hacer ni decir nada que ponga en peligro una operación mercantil? ¿Es ésa tu filosofía?
Joseph estaba enormemente ofendido.
—¡Mocoso insolente! -clamó lleno de furia-. ¡Lo que digo es que al casarte con una individua de clase inferior te has descalificado como futuro socio del banco!
«¡Lo ha dicho!» -pensó Augusta jubilosamente-. «¡Lo ha dicho!»
El sobresalto dejó a Hugh sin habla. A diferencia de Augusta, no pensaba las cosas por anticipado y no había previsto las implicaciones del escándalo. Ahora, las consecuencias de lo sucedido empezaban a calar en su mente y Augusta vio cómo cambiaba su expresión, de la cólera a la desesperación, pasando por la inquietud y la comprensión de esas consecuencias.
Le costó un esfuerzo ímprobo disimular una sonrisa victoriosa. Logró lo que deseaba: había ganado. Era posible que, posteriormente, Joseph lamentara sus palabras, pero también era improbable que se volviera atrás y las retirara… era demasiado orgulloso.
—Así que se trata de eso -dijo Hugh al final. Miraba a Augusta, y no a Joseph. No sin sorpresa, ella observó que Hugh estaba al borde de las lágrimas-. Muy bien, Augusta. Tú ganas. No sé cómo lo has hecho, pero no me cabe la menor duda de que provocaste el incidente.
—Miró a Joseph-. Pero debes reflexionar, tío Joseph. Debes pensar en quién se preocupa de verdad por el banco…
—Volvió a mirar a Augusta-. y quiénes son sus verdaderos enemigos.
La noticia de la caída de Hugh se difundió por toda la City en cuestión de horas. A la tarde siguiente, personas que clamaban por entrevistarse con él para presentarle rentables proyectos de líneas ferroviarias, fábricas de acero, astilleros y urbanizaciones suburbanas cancelaban sus citas. En el banco, empleados que antes le veneraban ahora le veían como un directivo más. Descubrió que podía entrar en cualquier café de los alrededores del Banco de Inglaterra sin atraer sobre sí automáticamente a puñados de personas deseosas de conocer su opinión acerca de la Gran Línea Ferroviaria Principal, la cotización de los bonos de Lousiana o la deuda nacional estadounidense.
En la sala de los socios hubo un tenso intercambio de pareceres. Tío Samuel se mostró indignado al anunciar Joseph que no se podía nombrar socio a Hugh. Sin embargo, Young William se alineó con su hermano Joseph y el mayor Hartshorn hizo lo mismo, por lo que Samuel quedó en desventaja a la hora de votar.
Fue Jonas Mulberry, el calvo y lúgubre jefe de negociado, quien informó a Hugh de lo sucedido entre los socios.
—He de decir que lamento la decisión, don Hugh -dijo con evidente sinceridad-. Cuando usted trabajaba a mis órdenes, como auxiliar, nunca intentó cargar sobre mí la culpa de sus equivocaciones… a diferencia de otros miembros de la familia con los que traté en el pasado.
—No me hubiera atrevido, señor Mulberry -repuso Hugh sonriente.
Nora se pasó llorando toda una semana. Hugh se negó a culparla de lo sucedido. Nadie le había obligado a casarse con ella: tenía que aceptar la responsabilidad de sus propias decisiones. Si la familia de Hugh tuviera el menor ápice de decencia se pondrían de su parte en una crisis como aquélla, pero Hugh nunca había esperado que le proporcionaran esa clase de apoyo.
Cuando Nora superó su disgusto, se mostró más bien indiferente y poco comprensiva, revelando una dureza de corazón que sorprendió a Hugh. La mujer no podía entender lo que el nombramiento de socio significaba para su marido. No sin sentirse decepcionado, Hugh comprendió que a Nora no se le daba bien imaginar los sentimientos de otras personas. Supuso que ello se debía a que creció en la pobreza y huérfana de madre, lo que la obligó a poner por delante sus propios intereses durante toda su vida. Aunque la actitud de Nora le desconcertaba, eso caía en el olvido cuando, por la noche, vestidos con sus prendas de dormir, se acostaban juntos en la enorme y blanda cama y hacían el amor.
El resentimiento fue aumentando dentro de Hugh como una úlcera, pero ahora tenía esposa, una casa grande y nueva, y seis criados que mantener, de modo que no le quedaba más remedio que seguir en el banco. Le habían asignado un despacho un piso más arriba del que ocupaba la sala de los socios, y Hugh extendió en la pared un mapa de América del Norte. Todos los lunes preparaba un resumen de las operaciones mercantiles norteamericanas efectuadas la semana anterior y se lo enviaba por cable a Sidney Madler, a Nueva York. El segundo lunes después del baile de la duquesa de Tenbigh, en la oficina del telégrafo, situada en la planta baja, encontró a un desconocido, un muchacho de morena cabellera y unos veintiún años.
—¡Hola! -le saludó con una sonrisa-. ¿Quién eres?
—Simón Oliver -respondió el hombre, con un acento que sonaba vagamente a español.
—Debes de ser nuevo aquí -dijo Hugh, al tiempo que le tendía la mano-o Soy Hugh Pilaster.
—¿Cómo estás? -repuso Oliver. Parecía un tanto malhumorado.
—Trabajo en los empréstitos norteamericanos –dijo Hugh-. ¿Y tú?
—Auxiliar administrativo a las órdenes de don Edward. Hugh encontró la conexión.
—¿Eres de América del Sur?
—Sí, de Córdoba.
Eso tenía sentido. Como quiera que la especialidad de Edward era América del Sur en general y Córdoba en particular, sería de gran utilidad contar con la colaboración de un natural de ese país, sobre todo teniendo en cuenta que Edward no hablaba español.
—Fui al colegio con el embajador de Córdoba, Micky Miranda -explicó Hugh-. Debes de conocerle.
—Es mi primo.
—Ah. -No tenían el menor parecido familiar, pero Oliver vestía inmaculadamente, con prendas bien cortadas, planchadas y cepilladas, el pelo repeinado y engominado, los zapatos relucientes: sin duda todo a imagen y semejanza de su triunfante primo-. Bueno, espero que te guste trabajar con nosotros.
—Gracias.
Hugh iba muy pensativo durante el regreso a su despacho situado encima de la planta baja. Edward precisaba toda la ayuda que pudiera, pero a Hugh no dejaba de preocuparle el que Micky hubiera situado a un primo suyo en un puesto del banco de tanta influencia.
Su inquietud quedó justificada al cabo de unos días.
Fue otra vez Jonas Mulberry quien le dijo lo que estaba sucediendo en la sala de los socios. Mulberry entró en el despacho de Hugh con una relación de los pagos que el banco tenía que efectuar en Londres por cuenta del gobierno de Estados Unidos, pero el motivo real de su visita era charlar. Su rostro de perro de aguas era más largo que nunca cuando dijo:
—No me gusta, don Hugh. Los bonos de América del Sur nunca han sido buenos.
—¿Estamos lanzando una emisión de bonos suramericanos, entonces?
Mulberry asintió con la cabeza.
—Don Edward la propuso y los socios están conformes.
—¿Para qué son esos bonos?
—Una nueva línea ferroviaria de la capital, Palma, a la provincia de Santamaría.
—Cuyo gobernador es Papá Miranda…
—Padre del señor Miranda, amigo de don Edward. Y tío del ayudante de Edward, Simón Olivero.
Mulberry meneó la cabeza reprobadoramente.
—Yo trabajaba aquí cuando, hace quince años, el gobierno venezolano dejó al descubierto el pago de sus bonos. Mi padre, Dios lo tenga en su santa gloria, recordaba el incumplimiento de Argentina, en 1828. Y mire los bonos mexicanos… pagan dividendos de vez en cuando. ¿Quién ha oído hablar de bonos que liquidan sólo de vez en cuando?
Hugh asintió.
—De cualquier modo, los inversores a quienes les gusten los ferrocarriles pueden conseguir el cinco y el seis por ciento de su dinero invirtiéndolo en Estados Unidos… ¿por qué ir a Córdoba?
—Exacto.
Hugh se rascó la cabeza.
—Bueno, trataré de averiguar en qué están pensando. Mulberry agitó un manojo de papeles.
—Don Samuel me pidió un resumen de pasivos de las aceptaciones del Lejano Oriente. Podría llevarle las cifras usted mismo.
Hugh sonrió.
—Está usted en todo.
Cogió los documentos y bajó a la sala de los socios.
Sólo estaban allí Samuel y Joseph. Joseph dictaba cartas a un taquígrafo y Samuel examinaba atentamente un mapa de China. Hugh depositó el informe encima de la mesa de Samuel.
—Mulberry me pidió que le trajera esto -dijo.
—Gracias. -Samuel alzó la vista y sonrió-. ¿Tienes algo más en la cabeza?
—Sí. Me pregunto por qué respaldamos el ferrocarril de Santamaría.
Hugh notó que Joseph hacía una pausa en su dictado. Pero luego lo reanudó.
—No es la inversión más sugestiva que hayamos lanzado, te lo garantizo -dijo Samuel-, pero avalada por el nombre de Pilaster seguramente será rentable.
—Eso mismo podría decirse de todas las emisiones que se nos propusieran -objetó Hugh-. La razón por la que nuestro prestigio es tan alto se debe a que nunca ofrecemos a los inversores unas acciones que sólo «están bien», a secas.
—Tu tío Joseph tiene la impresión de que América del Sur puede estar a punto para una reactivación de su desarrollo.
Al oír pronunciar su nombre, Joseph se les acercó.
—Esto es meter la punta del pie en el agua para comprobar su temperatura.
—Pues es arriesgado.
—Si mi bisabuelo no se hubiera arriesgado a invertir todo su capital en un barco negrero, el Banco Pilaster no existiría hoy.
—Pero desde entonces -observó Hugh-, el Banco Pilaster siempre ha dejado que las casas más pequeñas y más especulativas fuesen las que metieran la punta del pie en el agua.
A tío Joseph no le gustaba que le llevasen la contraria y repitió en tono irritado:
—Una excepción no nos perjudicará.
—Pero la tendencia a hacer excepciones puede perjudicarnos profundamente.
—No te corresponde a ti juzgar.
Hugh frunció el entrecejo. No le había engañado la intuición: la inversión carecía de sentido comercial y Joseph no podía justificarla. Entonces, ¿por qué la hizo? En cuanto se planteó la pregunta, Hugh comprendió cuál era la respuesta.
—Has emprendido este negocio a causa de Edward, ¿no?
Quieres alentarle y ésta es la primera operación que se le ha presentado desde que le nombraste socio, así que le permites que la lleve adelante, aunque las perspectivas que ofrece no sean muy halagüeñas.
—¡No eres quién para poner en tela de juicio mis motivos!
—Ni tú eres quién para poner en peligro el dinero de otras personas sólo para favorecer a tu hijo. Dos pequeños inversores de Brighton y Harrogate pondrán sus ahorros en este ferrocarril y lo perderán todo si fracasa.
—No eres socio, así que tu opinión aquí no cuenta. Hugh odiaba a quienes durante una discusión se salían por la tangente, en vez de enfocar el tema de modo frontal, y replicó mordazmente:
—Pero soy un Pilaster, y cuando degradas el buen nombre del banco, me estás degradando también a mí, a mi apellido.
—Me parece que hoy ya has dicho bastante, Hugh -intervino Samuel.
Hugh no ignoraba que debía callar, pero no pudo contenerse.
—Me temo que no, que no he dicho lo suficiente. -Se oyó a sí mismo gritar y bajó la voz-. Al llevar a cabo esta operación dilapidas el prestigio del banco. Nuestro buen nombre es nuestro activo más importante. Al utilizarlo de ese modo, derrochas tu capital.
Tío Joseph rebasó los límites de la cortesía.
—No te atrevas a plantarte aquí, en mi banco, y darme una conferencia sobre los principios de la inversión, insolente chiquilicuatro. ¡Sal de esta habitación!
Hugh contempló a su tío durante un largo instante. Estaba furioso y deprimido. El imbécil y débil Edward era socio, inducía al banco a emprender negocios ruinosos, con la ayuda de un padre poco sensato, y él, Hugh Pilaster, no podía impedirlo. Hirviendo de frustración, Hugh dio media vuelta y abandonó la sala dando un portazo.