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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

Una fortuna peligrosa (46 page)

BOOK: Una fortuna peligrosa
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—¡Ha vuelto Antonio Silva! -dijo antes de haber cerrado la puerta.

Augusta palideció.

—¿Cómo lo sabes?

—Hugh le ha visto.

—Eso es un golpe -reconoció Augusta, y a Micky le sorprendió observar que a la mujer le temblaba la mano mientras posaba la taza y el platillo.

—Y David Middleton todavía anda por ahí formulando preguntas -dijo Micky.

Recordaba la conversación que Middleton había mantenido con Hugh en el baile de la duquesa de Tenbigh. Micky fingía estar preocupado, pero apenas se sentía disgustado. Le gustaba que Edward y Augusta recordasen de vez en cuando el culpable secreto que compartían.

—No es sólo eso -informó Edward-. Trata de sabotear la emisión de bonos del ferrocarril de Santamaría.

Micky frunció el ceño. La familia de Tonio se había opuesto al plan del ferrocarril en la propia Córdoba, pero el presidente García rechazó sus argumentos. ¿Qué podía hacer Tonio en Londres?

A Augusta se le ocurrió la misma pregunta. -¿Acaso puede hacer algo?

Edward tendió a su madre un puñado de papeles. -Lee esto.

—¿Qué es? -inquirió Micky.

—Un artículo que Tonio tiene intención de publicar en The Times, acerca de las explotaciones mineras de nitrato de tu familia.

Augusta echó un rápido vistazo a las cuartillas.

—Asegura que la vida de los mineros de nitrato es dura y peligrosa -dijo en tono irónico-. ¿Quién va a suponer que es una fiesta en un parque?

—También dice -añadió Edward- que, por desobediencia, se flagela a las mujeres y se mata a tiros a los niños. -¿y eso qué tiene que ver con vuestra emisión de bonos? -quiso saber Augusta.

—El ferrocarril transportará el nitrato a la capital. A los 400 inversores no les hace ninguna gracia la controversia. Muchas de ellos ya miran con desconfianza los bonos de América del Sur. Un asunto como éste podría ahuyentarlos definitivamente.

—Intentamos conseguir que otro banco participe con nosotros en el negocio, pero básicamente vamos a dejar que Tonio publique el artículo, a ver qué sucede. Si la publicidad negativa que puede originar hunde los valores suramericanos, tendremos que renunciar a la emisión del ferrocarril de Santamaría.

Al infierno el maldito Tonio. Era hábil, el muy condenado… y Papá Miranda un estúpido, al convertir sus minas en campamentos de esclavos y esperar conseguir dinero en el mundo civilizado. ¿Pero qué podría hacerse? Micky se devanaba los sesos. Había que silenciar a Tonio, pero no era posible convencerle ni sobornarle. Un escalofrío heló el corazón de Micky al comprender que no le quedaba más remedio que recurrir a métodos más contundentes y peligrosos.

Fingió tranquilidad.

—Por favor, ¿puedo ver ese artículo?

Augusta se lo pasó.

De lo primero que Micky tomó nota mental fue de la dirección del hotel que figuraba en el membrete. Adoptó un aire despreocupado, que desde luego era incapaz de sentir, y dijo:

—Pero si esto no es ningún problema. En absoluto.

—¡Aún no lo has leído! -protestó Edward.

—No necesito leerlo. He visto la dirección.

—¿Y qué?

—Ahora que sabemos dónde encontrarle, podemos hacerle una visita y llegar a un acuerdo con él -dijo Micky-. Dejen que me encargue del asunto.

MAYO
1

A Solly le encantaba contemplar a Maisie mientras se vestía.

Todas las noches, la mujer se ponía su batín y llamaba a las doncellas para que le sujetaran el pelo y lo adornaran con flores, plumas o abalorios; luego despedía a las sirvientas y esperaba a su marido.

Aquella noche iban a salir, cosa que hacían casi a diario.

Durante la temporada de Londres, prácticamente sólo se quedaban en casa cuando daban una fiesta. Entre Pascua Florida y finales de julio nunca cenaban solos.

Solly se le presentó a las seis y media, con pantalones de etiqueta, chaleco blanco y una gran copa de champán. Para aquella velada, Maisie había decorado su cabellera a base de flores amarillas de seda. Tras quitarse el salto de cama, se erguía desnuda delante del espejo. Ejecutó una pirueta en honor de Solly y empezó a vestirse.

Se puso primero una camisa de hilo con flores bordadas en el escote. Llevaba cintas de seda en los hombros para atarlas al vestido y que no se viera. Acto seguido embutió las piernas en finas medias de lana que sujetó por encima de las rodillas con ligas elásticas. Se colocó un par de pantalones interiores de algodón, con perneras hasta las rodillas, galones trenzados en el dobladillo y cinta en el talle. Después se calzó unas zapatillas de seda gualda.

Solly cogió el corsé del bastidor y la ayudó a ponérselo, luego le ató bien apretadas las cintas a la espalda. La mayor parte de las mujeres debían vestirse con la ayuda de una o dos doncellas, porque les resultaba imposible ponerse por sí mismas los complicados corsés y vestidos. Sin embargo, Solly había aprendido a realizar aquellos servicios, porque prefería cumplirlos y estar presente a renunciar al placer de ver vestirse a Maisie.

Miriñaques y polisones habían pasado de moda, pero Maisie se puso unas enaguas con una tira de volantes y el dobladillo fruncido para aguantar la cola del vestido. La enagua iba sujeta a la espalda con un lazo que Solly se encargó de atar.

Por fin, Maisie estuvo en situación de colocarse el vestido. Era un modelo de tafetán de seda, listado de blanco y amarillo. El corpiño, holgado y suelto, resaltaba la exuberancia del busto y se fijaba en el hombro mediante un espléndido lazo. El resto de la prenda llevaba aderezos similares y se sujetaba en la cintura, la rodilla y el dobladillo. Para plancharla, una doncella se pasaba todo un día.

Maisie se sentó en el suelo y Solly levantó el vestido por encima de la cabeza de la mujer y lo bajó para que ella se introdujese en la prenda como en una tienda. Después, Maisie se fue levantando con cuidado, introdujo las manos por las sisas y la cabeza por el cuello del vestido. Conjuntamente, Solly y Maisie arreglaron los pliegues y el drapeado hasta que lo dieron por bueno.

Maisie abrió el joyero y sacó el collar de diamantes y esmeraldas, a juego con los pendientes, que Solly le había regalado con motivo de su primer aniversario de boda. Mientras ella se colocaba las joyas, Solly comentó:

—A partir de ahora, vamos a ver con mucha más frecuencia a nuestro viejo amigo Hugh Pilaster.

Maisie ahogó un suspiro. La naturaleza confiada de Solly podía resultar cargante. Cualquier marido normal, de mentalidad más o menos recelosa, habría adivinado la atracción latente que existía entre Maisie y Hugh y se pondría de mal humor cada vez que se mencionara al otro hombre, pero Solly era demasiado ingenuo. Ni por asomo suponía que estaba poniendo la tentación delante de Maisie, a su alcance.

—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

—Viene a trabajar al banco.

No era tan malo. Maisie se había temido que Solly hubiese invitado a Hugh a que fuera a vivir con ellos.

—¿Por qué deja a los Pilaster? Creí que todo le iba muy bien.

—Le negaron el nombramiento de socio.

—¡Oh, no! -Maisie conocía a Hugh mejor que nadie, y estaba enterada de lo mucho que había sufrido como consecuencia de la bancarrota y el suicidio de su padre. No le costaba nada comprender lo destrozado que sin duda se sentía al rechazarle como socio de la firma. Maisie comentó con toda sinceridad-; Los Pilaster son una familia de alma mezquina.

—La culpa la tiene la esposa. Maisie asintió.

—No me sorprende.

Había sido testigo del incidente en el baile de la duquesa de Tenbigh. Conociendo como conocía a los Pilaster, Maisie no pudo evitar preguntarse si no habría maquinado Augusta todo el suceso con objeto de desacreditar a Hugh.

—Tienes que sentirlo por Nora.

—Hummm.

Maisie había conocido a Nora unas semanas antes de la boda y experimentó una automática antipatía hacia la joven. A decir verdad, hirió los sentimientos de Hugh al decirle que Nora era una aventurera sin corazón y que no debería casarse con ella.

De todas formas, le sugerí a Hugh que podías ayudarla.

—¿Cómo? -replicó Maisie agudamente. Apartó los ojos del espejo-. ¿Ayudarla?

—A rehabilitarse. Sabes lo que es verse mirada por encima del hombro por tener unos orígenes humildes. Tú superaste todos esos prejuicios.

—Y se supone que, por eso, ahora tengo que hacer una señorita de toda golfilla que entre en la buena sociedad por la vía del matrimonio, ¿no? -saltó Maisie.

—Es evidente que he hecho algo mal -se lamentó Solly en tono preocupado-. Pensé que te alegraría ayudarla, siempre te ha caído bien Hugh.

Maisie fue al armario para coger los guantes.

—Me gustaría que me hubieses consultado, antes de ofrecerme para esa tarea. -Abrió el armario. En la parte posterior de la puerta, con un marco de madera, colgaba el antiguo cartel salvado del circo, en el que aparecía ella mostrando los muslos, de pie sobre el lomo de un caballo blanco, encima de las palabras «Maisie la maravillosa». La imagen le hizo salir bruscamente de su rabieta y, súbitamente, se sintió avergonzada. Corrió hacia Solly y le echó los brazos al cuello-. ¡Oh, Solly! ¿Cómo puedo ser tan desagradecida?

—Vamos, vamos -murmuró él, al tiempo que le acariciaba los desnudos hombros.

—Has sido muy bueno conmigo y con mi familia y, naturalmente, haré esto por ti, si lo deseas.

—No me gusta obligarte a que hagas algo a la fuerza…

—No, no me obligas. ¿Por qué no iba a ayudarla a lograr lo que he logrado yo? -Miró el mofletudo rostro de su marido, cruzado en ese momento por unas arrugas de inquietud. Maisie le acarició las mejillas-. No te preocupes más. He sido terriblemente egoísta durante un momento, pero ya lo he superado. Ve a ponerte la chaqueta. Estoy lista.

Se alzó de puntillas y le besó en los labios, luego se retiró y se puso los guantes.

Sabía que realmente acababa de cargar con una cruz. La ironía de la situación era amarga. Le pedían que aleccionase a Nora para que desempeñara el papel de señora de Hugh Pilaster: la posición que ella anhelaba ocupar. En el rincón más profundo de su corazón aún deseaba ser la esposa de Hugh, y odiaba a Nora por haber ganado lo que ella había perdido. Toda aquella actitud era vergonzosa y Maisie decidió abandonarla. Debería alegrarse de que Hugh se hubiera casado. De no hacerlo, hubiera sido muy infeliz y, al menos en parte, ella habría tenido la culpa. Ahora no podía dejar de preocuparse por él. Experimentaba una sensación de pérdida, por no decir de pena, pero tenía que mantener esos sentimientos cerrados con llave en un cuarto en el que nadie entrara nunca. Se entregaría enérgicamente a la tarea de conseguir que Nora Pilaster recuperase el favor de la alta sociedad de Londres.

Solly volvió con la chaqueta y se encaminaron juntos a las habitaciones infantiles. Bertie, en camisón, jugaba con un tren de madera. Le encantaba ver a Maisie vestida de gala y se sentía muy desilusionado si, por alguna razón, ella salía una noche sin enseñarle antes cómo iba vestida. El niño contó lo que había pasado en el parque durante la tarde -se había hecho amigo de un perrazo enorme- y Solly se sentó en el suelo y jugó con él a los trenes durante un. rato. Después llegó para Bertie la hora de acostarse, y Maisie y Solly bajaron a la planta baja y subieron al coche.

Iban a una cena, a la que seguiría un baile. Ambas cosas se celebraban a menos de ochocientos metros de su casa de Piccadilly, pero Maisie no podía ir andando por la calle con un vestido tan aparatoso: el dobladillo adornado, los volantes y los zapatos de seda estarían sucios cuando llegaran. Durante el trayecto, la mujer no pudo por menos que sonreír al pensar que, de niña, una vez estuvo andando cuatro días hasta llegar a Newcastle, y ahora era incapaz de recorrer ochocientos metros sin el coche.

Tuvo ocasión de iniciar la campaña en favor de Nora aquella misma velada. Cuando llegaron a su destino y entraron en el salón del marqués de Hatchford, la primera persona a la que vio fue al conde De Tokoly. Le conocía a fondo y siempre coqueteaba con ella, de modo que Maisie se sintió con atribuciones para ir derecha al grano.

—Quiero que perdone a Nora Pilaster por haberle abofeteado -dijo.

—¿Perdonar? -replicó él-. ¡Estoy halagado! Pensar que a mis años todavía pueda conseguir que una joven me dé un cachete en la cara… ¡es un gran cumplido!

Maisie imaginó que el hombre no pensaría lo mismo cuando lo recibió. Sin embargo, se alegró de que el conde De Tokoly hubiese decidido tomar el incidente a la ligera. -Ahora bien -continuó el hombre-, si ella se hubiera negado a tomarme en serio… eso sí que habría sido un insulto. «Eso era lo que Nora debió hacer», se dijo Maisie. -Dígame una cosa -preguntó-, ¿le animó Augusta Pilaster a coquetear con la mujer de su sobrino?

—¡Qué idea más espantosa! -se escandalizó el conde-. ¡La señora de Joseph Pilaster haciendo de celestina! Nada de eso. -¿Le animó a usted alguien?

Miró a Maisie con los párpados entornados.

—Es usted lista, señora Greenbourne; siempre la he respetado por ello. Más lista que Nora Pilaster. Ésa nunca llegará a ser lo que es usted.

—Pero no ha contestado a mi pregunta.

—Le diré la verdad, puesto que la admiro tanto. El embajador de Córdoba, el señor Miranda, me participó que Nora era… cómo le diría… receptiva…

«Así que eso fue… »

—Y Micky Miranda se lo dijo a instancias de Augusta, estoy segura. Esos dos son tan retorcidos y peligrosos como ladrones.

De Tokoly estaba disgustado.

—Espero que no me vaya a utilizar como mero instrumento.

—Ése es el peligro de ser tan previsible -dijo Maisie en tono mordaz.

Al día siguiente, Maisie llevó a Nora a su modista.

Mientras Nora examinaba modelos y telas, Maisie averiguó un poco más respecto al incidente en el baile de la duquesa de Tenbigh.

—Antes de la escena con el conde, ¿te dijo algo Augusta?

—Me advirtió de que no le permitiera tomarse ciertas libertades –respondió Nora.

—De modo que tú ya estabas a punto para enfrentarte a él, por decirlo así.

—Sí.

—Y si Augusta no te hubiese dicho nada, ¿habrías actuado de la misma manera?

Nora pareció meditar la contestación.

—Probablemente no le habría abofeteado… me habría faltado valor. Pero Augusta me hizo pensar que era importante pararle los pies de entrada.

Maisie asintió.

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