Una fortuna peligrosa (4 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
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Micky Miranda se sintió cautivado por la madre de Edward.

Augusta Pilaster era una dama alta y escultural de treinta y tantos años. Tenía cabellera y cejas negras, semblante soberbio, de pómulos altos, fina y recta nariz y enérgico mentón. No era exactamente guapa y ni mucho menos podía considerársela una preciosidad, pero, de cualquier modo, aquel rostro altivo resultaba fascinante. Asistió a la audiencia ataviada con abrigo y sombrero negros, lo que añadía más dramatismo a su persona. Sin embargo, lo verdaderamente hechicero para Micky era la inequívoca sensación de que aquellas ropas tan solemnes cubrían un cuerpo voluptuoso, y que sus modales arrogantes e imperiosos ocultaban una naturaleza apasionada. El chico apenas podía apartar sus ojos de ella.

Junto a Augusta Pilaster se sentaba su esposo, Joseph, el padre de Edward, un hombre feo de agrio semblante y de unos cuarenta años. El corte de su nariz, grande y afilada, era idéntico al de la de Edward, lo mismo que el color de su pelo. Aunque la cabellera rubia de Joseph Pilaster se encontraba en franca retirada, el hombre se dejaba crecer los aladares y unas espesas patillas que avanzaban por su rostro, como si quisiera compensar así la calvicie. Micky se preguntó qué pudo inducir a una mujer tan espléndida a casarse con él. Era rico… tal vez la explicación residiera en ese detalle.

Regresaban al colegio en un coche de caballos alquilado en el Hotel Station: el señor y la señora Pilaster, Edward y Micky, y el doctor Poleson, director del colegio. A Micky le hizo gracia comprobar que Augusta Pilaster también había dejado turbado al director. El viejo Pole le preguntó si la había fatigado el interrogatorio, quiso saber si iba cómoda en el carruaje, pidió al cochero que redujese la marcha y, al llegar al punto de destino, saltó del coche a toda prisa para gozar de la emoción de darle la mano y ayudarla a apearse. Su cara de perro dogo nunca había denotado tanta animación.

La audiencia no podía haber ido mejor. Micky decoró su rostro con la más abierta y sincera expresión mientras refería la historia que Edward y él habían tramado, aunque la procesión del miedo iba por dentro. Los ingleses experimentaban una enorme beatería hacia la verdad y si le pillaban en una mentira se encontraría en serios aprietos. Pero el tribunal se sintió tan encantado por la gesta heroica del valeroso estudiante, que a nadie se le ocurrió ponerla en tela de juicio. Edward estaba nervioso y prestó su testimonio entre tartamudeos, pero el juez de instrucción le excusó, sugirió que estaba muy trastornado por no haber sido capaz de salvar la vida a Peter y animó al chico diciéndole que no debía reprocharse nada ni culparse por nada.

No se citó en la audiencia a ninguno de los otros muchachos. Debido a la muerte de su padre, se llevaron a Hugh del colegio el mismo día en que se produjo el ahogamiento. A Tonio no le pidieron que prestara declaración, porque nadie sabía que presenció la muerte de su compañero:

Micky le metió el miedo en el cuerpo, obligándole a guardar silencio. El otro testigo, el muchacho anónimo que nadaba en el extremo de la alberca, no se presentó.

Los padres de Peter Middleton estaban demasiado afectados por el dolor para asistir al interrogatorio. Enviaron a su abogado, un viejo de ojos soñolientos cuyo único objetivo era que todo aquel asunto se desarrollara con la mínima conmoción posible. El hermano mayor de Peter, David, sí estuvo en la sala, y se mostró muy excitado cuando el jurista de la familia declinó formular preguntas a Micky o a Edward. Pero, con gran alivio por parte de Micky, el viejo desdeñó con un movimiento de sus brazos las protestas que le susurraba David. Micky agradeció tal indolencia. Estaba preparado para el interrogatorio del abogado, pero cabía la posibilidad de que Edward se desmoronase si le sometían a un duro interrogatorio.

En el polvoriento salón del director, la señora Pilaster abrazó a Edward y le besó la herida que la piedra arrojada por Tonio le había producido en la frente.

—¡Pobre chiquillo! -exclamó.

Ni Micky ni Edward habían dicho a nadie que Tonio alcanzó a Edward con una pedrada, porque entonces hubieran tenido que explicar por qué lo hizo. La versión de los dos muchachos fue que Edward se golpeó en la cabeza al zambullirse para rescatar a Peter. Micky se encargó de asustar a Tonio, obligándole a permanecer callado.

Mientras tomaban el té, Micky observó una nueva faceta de Edward. La madre, sentada en el sofá junto al chico, le acariciaba constantemente y le llamaba Teddy. En vez de sentirse violento, como le hubiera ocurrido a la mayoría de los adolescentes, a Edward le gustaba, y correspondía dedicando a su madre una sucesión de atractivas sonrisitas que para Micky eran algo nuevo. «Está chocha por su hijo», pensó Micky, «y a él le encanta».

Al cabo de un momento de charla intrascendente, la señora Pilaster se puso en pie de pronto, con una brusquedad que desconcertó a los hombres, los cuales se levantaron con torpes movimientos.

—Estoy segura de que desea usted fumar, doctor Poleson -dijo la mujer. Sin esperar respuesta, prosiguió-: El señor Pilaster le acompañará a dar una vuelta por el jardín y se fumará también un cigarro. Teddy, querido, ve con tu padre. Creo que me vendrán bien unos minutos en la quietud de la capilla. Quizá Micky quiera indicarme el camino.

—No faltaría más, no faltaría más, no faltaría más -farfulló el director del colegio, aceptando, en su ansiedad, la serie de órdenes dadas por la señora-. Ya has oído, Miranda.

Micky estaba impresionado. ¡Con qué facilidad sometía a todos a sus mandatos! El chico mantuvo abierta la puerta y, cuando la mujer salió, fue tras ella.

En el vestíbulo, preguntó cortésmente:

—¿Quiere usted una sombrilla, señora Pilaster? Cae un sol de justicia.

—No, gracias.

Salieron. En el exterior, un buen número de jóvenes merodeaban por las proximidades de la casa del director. Micky comprendió que se había corrido la voz acerca de lo fabulosa que era la madre de Pilaster y se habían llegado hasta allí para echarle una mirada. Muy complacido por la circunstancia de ser su escolta, Micky condujo a la señora Pilaster a través de una serie de patios hasta la capilla del colegio.

—Vamos adentro. Quiero hablar contigo.

Empezó a sentirse nervioso. Se difuminaba a toda marcha la satisfacción de acompañar por el recinto del colegio a una imponente señora madura. Se preguntó por qué querría entrevistarle a solas.

La capilla estaba desierta. La mujer se acomodó en uno de los bancos de atrás y le invitó a sentarse junto a ella.

—Ahora, cuéntame la verdad -dijo. Le miraba directamente a los ojos.

Augusta percibió el centelleo de sorpresa y temor que surcó de repente la expresión del chico y comprendió que no se había equivocado.

Sin embargo, Micky se recuperó al instante. -Ya le he dicho la verdad -repuso.

—No me la has dicho -negó la mujer con la cabeza.

El muchacho sonrió.

La sonrisa cogió por sorpresa a la señora Pilaster. Le había pillado; sabía que el chico estaba a la defensiva. Sin embargo, era capaz de sonreírle. Pocos hombres podían resistir la potencia de su voluntad, pero aquel muchacho, pese a su juventud, era excepcional.

—¿Cuántos años tienes? -le preguntó.

—Dieciséis.

Le examinó con atención. Era insultantemente guapo, con su ondulado pelo castaño oscuro y su piel tersa, aunque se apreciaba ya un conato de decadencia en sus párpados gruesos y sus labios carnosos. Le recordaba un poco al conde de Strang, tan elegante y bien parecido… rechazó tal pensamiento con una punzada de culpabilidad.

—Peter Middleton no estaba en ninguna clase de apuro cuando llegaste a la alberca -dijo la señora Pilaster-. Nadaba feliz y contento.

—¿En qué se basa para afirmar tal cosa? -repuso Micky fríamente.

La mujer adivinó que el chico estaba asustado, pero mantenía la compostura. Era un muchacho maduro de verdad. A la mujer no le seducía lo más mínimo enseñar una carta más de su mano, pero lo hizo.

—Olvidas que Hugh Pilaster estaba allí -dijo-. Es sobrino mío. Su padre se suicidó la semana pasada, como probablemente ya sabes, y ése es el motivo por el que Hugh no se encuentra aquí. Pero habló con su madre, que es mi cuñada.

—¿Qué le dijo?

Augusta frunció el entrecejo.

—Que Edward arrojó al agua la ropa de Peter -manifestó la señora Pilaster de mala gana. Ciertamente, no entendía por qué iba a hacer Teddy una cosa así.

—¿Y qué más dijo?

Augusta sonrió. El muchacho estaba tomando el control de la conversación. Se suponía que era ella quien interrogaba, pero lo cierto es que era él quien la estaba interrogando.

—Sólo me contó lo que realmente sucedió. Micky asintió con la cabeza.

—Muy bien.

Cuando el chico dijo eso, Augusta se sintió aliviada, pero también inquieta. Deseaba conocer la verdad, pero temía lo que eso pudiera significar. Pobre Teddy: cuando era un niño de pecho estuvo a dos dedos de la muerte, porque la leche de Augusta tenía ciertas deficiencias y casi se consumió del todo antes de que los médicos descubriesen la naturaleza del problema y propusieran la contratación de una nodriza. Desde entonces, no había dejado de ser un niño vulnerable, que precisaba la atención especial de su madre. De haber impuesto Augusta su criterio, Teddy no estaría en el internado, pero el padre se mostró intransigente en cuanto a eso… la mujer volvió a proyectar su atención sobre Micky.

—Pero Edward no pretendió causar ningún daño -empezó Micky-. Sólo estaba bromeando. Tiró al agua la ropa de los chicos en plan de broma.

Augusta asintió. Aquello le parecía normal: niños haciéndose gamberradas unos a otros. El pobre Teddy ya había sufrido bastantes peleas de ésas.

—Entonces, Hugh empujó a Edward y lo echó al agua.

—Al pequeño Hugh siempre le ha gustado la gresca -dijo Augusta-. Salió a su desventurado padre. «Y probablemente acabará tan mal como él», pensó.

—Los demás chicos reían a carcajadas y Edward hundió la cabeza de Peter bajo el agua, para darle un escarmiento. Hugh salió huyendo. y entonces Tonio arrojó una piedra a Edward.

—Pero podía haberle dejado inconsciente -se horrorizó la señora Pilaster-, ¡Y se hubiera podido ahogar!

—Pero no fue así, y Edward salió en persecución de Tonio. Yo los estaba mirando: nadie se fijó en Peter Middleton. Tonio acabó por despistar a Edward. Y entonces nos dimos cuenta de que Peter se había quedado inmóvil. La verdad es que no sabíamos qué había podido ocurrirle: tal vez las inmersiones de Edward le habían dejado exhausto, agotado o sin resuello para salir de la charca. De cualquier modo, flotaba boca abajo. Lo sacamos del agua en seguida, pero ya estaba muerto.

Augusta pensó que difícilmente podía ser culpa de Edward. Los niños siempre eran crueles unos con otros. Con todo, se sentía profundamente agradecida porque aquella historia no había salido a relucir en el interrogatorio. Gracias a Dios, Micky había encubierto a Edward.

—¿Y los otros chicos? -preguntó-. Sin duda conocen lo que pasó.

—Fue una suerte que Hugh se marchara del colegio aquel mismo día.

—¿Qué me dices del otro…? De Tony, ¿no le llamaste así?

—Antonio Silva. Tonio para abreviar. No hay que preocuparse de él. Somos compatriotas. Hará lo que yo le diga.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Sabe que, si me mete en algún lío, su familia lo pagará caro en nuestro país.

Había algo escalofriante en el tono de voz con que el joven pronunció tales palabras y Augusta se estremeció.

—¿Quiere que vaya a buscarle un chal? -se brindó Micky, atento.

Augusta negó con la cabeza.

—¿Ningún otro chico vio lo que sucedía? Micky frunció el ceño.

—Cuando llegamos, había otro nadando en el extremo de la alberca. -¿Quién era?

Micky sacudió la cabeza.

—No le vi la cara y no sabía que conocerle fuese a resultar importante.

—¿Vio lo que sucedía?

—Lo ignoro. No tengo ni idea del momento en que se marchó.

—Pero ya no estaba cuando sacasteis el cadáver del agua.

—No.

—Me gustaría saber quién era -dijo Augusta preocupada.

—Puede que ni siquiera sea alumno del colegio -señaló Micky-. Podría ser de la ciudad. De todas formas, por la razón que sea, no se presentó para testificar, así que supongo que no representa ningún peligro para nosotros.

Ningún peligro para nosotros. Le sorprendió a Augusta la idea de verse complicada con aquel chico en algo deshonesto, posiblemente ilegal. No le gustaba la situación. Había caído en ella sin percatarse y ahora estaba atrapada. Miró a Micky con dureza.

—¿Qué es lo que quieres?

Por primera vez, le pilló desprevenido. Perplejo, el muchacho preguntó:

—¿Qué quiere decir?

—Has encubierto a mi hijo. Hoy has cometido perjurio.

—Augusta comprobó que su franqueza desequilibraba a Micky, lo cual la complació: volvía a empuñar las riendas-. No creo que te arriesgues de ese modo impulsado por la bondad de tu corazón. Me parece que quieres algo a cambio. ¿Por qué no me dices de qué se trata?

Observó que la mirada del chico descendía hasta sus pechos, y durante unos perturbadores segundos, pensó que iba a hacerle una proposición indecente.

—Quiero pasar un verano con ustedes -aclaró luego Micky.

La mujer no se esperaba una cosa así.

—¿Por qué?

—Mi casa se encuentra a mes y medio de viaje. Tengo que quedarme en el colegio durante las vacaciones. Me fastidia enormemente… es solitario y aburrido. Me gustaría que me invitasen a pasar el verano con Edward.

De pronto, volvía a ser un colegial. Augusta había pensado que iba a pedirle dinero, o acaso un empleo en el Banco Pilaster. Pero se trataba de una demanda insignificante, casi infantil. Sin embargo, saltaba a la vista que no era insignificante para él. «Al fin y al cabo», se dijo Augusta, «sólo tiene dieciséis años».

—Pasarás las vacaciones con nosotros y te trataremos bien -accedió la mujer.

No le desagradaba la idea. En ciertos aspectos, era un jovencito tirando a terrible, pero sus modales no podían ser más correctos y tenía buena presencia: no resultaría ninguna prueba de fuego acogerlo como invitado. y podía ejercer una influencia beneficiosa sobre Edward. Si Teddy tenía algún defecto era el de carecer de objetivos.

Micky era su antítesis. Tal vez pudiera imbuir a Teddy algo de su fuerza de voluntad.

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