Se quedó atónito al ver a su madre sentada allí. Y lo que era peor, la mujer estaba llorando.
—¡Sólo fui a nadar un poco! -se justificó Hugh.
La puerta se cerró a sus espaldas y comprendió que el director no había entrado tras él.
Entonces empezó a percatarse de que aquello no tenía nada que ver con el hecho de que hubiese quebrantado la reclusión para ir a bañarse, de que hubiera perdido sus ropas y de que le encontraran medio desnudo.
Tuvo la espantosa impresión de que era algo mucho peor.
—¿Qué ocurre, mamá? -preguntó-o ¿A qué has venido?
—¡Oh, Hugh -sollozó la mujer-, tu padre ha muerto!
Para Maisie Robinson, el sábado era el mejor día de la semana.
El sábado, su padre cobraba. Por la noche cenarían carne y pan recién cocido.
Estaba sentada en el quicio de la puerta, con su hermano Danny, a la espera de que llegara su padre del trabajo. Danny había cumplido los trece, era dos años mayor que Maisie, y a la niña le parecía un chico maravilloso, aunque no siempre se portaba bien con ella.
La casa era una más de la hilera de viviendas húmedas y sin ventilación de la zona portuaria de una pequeña ciudad de la costa nordeste de Inglaterra. Pertenecía a la señora MacNeil, viuda. La casera ocupaba el cuarto frontal de la planta baja. Los Robinson vivían en la habitación de atrás. En el primer piso habitaba otra familia. Cuando se acercaba la hora de que el padre llegara a casa, la señora MacNeil salía al portal, y esperaba allí para cobrar el alquiler.
Maisie tenía hambre. El día anterior, la chiquilla pidió al carnicero unos huesos, el padre compró un nabo y con eso se prepararon un estofado, la última comida que habían ingerido. ¡Pero hoy era sábado!
Procuró no pensar en la cena, porque pensar en ella agravaba el dolor de su estómago. Apartó de la imaginación todo lo referente a comida y le anunció a Danny:
—Papá soltó esta mañana una palabrota.
—¿Qué dijo?
—Dijo que la señora MacNeil es una
paskudniak
.
Danny emitió una risita. El término significaba «asquerosa de mierda». Al cabo de un año de estancia en el nuevo país, los dos chicos hablaban inglés fluidamente, pero no habían olvidado el
yiddish
, el idioma judío.
Su verdadero apellido no era Robinson, sino Rabinowicz. La señora MacNeil los detestaba desde que se enteró de que eran judíos. Nunca había conocido a un hebreo y cuando les alquiló el cuarto pensaba que eran franceses. En aquella ciudad no había ningún otro judío. Los Robinson nunca tuvieron intención de ir allí: pagaron por unos pasajes para un lugar llamado Manchester, donde residían muchos judíos, pero el capitán del buque les dijo que aquel puerto era Manchester y los hizo desembarcar: los engañó. Al descubrir que se encontraban en una ciudad que no era la de su destino, el padre dijo que ahorrarían el dinero que hiciese falta para trasladarse a Manchester; pero entonces la madre cayó enferma. Aún estaba enferma y continuaban todavía allí.
El padre trabajaba en el puerto, en un almacén de varios pisos con un rótulo encima de la puerta cuyas grandes letras anunciaban: «Tobias Pilaster y Cía.». Maisie se preguntaba a menudo quién podría ser el tal Cía. Las funciones del padre de Maisie, empleado de la firma, consistían en llevar la cuenta de los barriles de tintes que entraban y salían del edificio. Era un hombre minucioso, al que se le daba muy bien tomar notas y preparar listas. La madre era todo lo contrario. Siempre había sido la intrépida de la familia. Fue ella quien se empeñó en ir a Inglaterra. A la madre le encantaba organizar fiestas, emprender salidas, trabar nuevas amistades, vestirse de punta en blanco y participar en toda clase de juegos. Maisie pensaba que por eso papá la quería tanto: porque ella era algo que él jamás podría ser.
Pero la madre ya no tenía ánimos para nada. Se pasaba el día acostada en el viejo camastro, dormitando y despertándose alternativamente, con el sudor rielando en su pálido semblante, y el aliento caliente y oloroso. El médico dijo que necesitaba fortalecerse, a base de buenas dosis diarias de huevos frescos, leche y carne de vaca; el padre le pagó la visita con el dinero que tenían para cenar aquella noche. Ahora, sin embargo, a Maisie le atormentaba la conciencia cada vez que comía algo, convencida de que el alimento que tomaba podía salvar la vida de su madre.
Maisie y Danny habían aprendido a robar. Los días de mercado iban al centro de la ciudad y hurtaban patatas y manzanas en los puestos de la plaza. Los vendedores tenían vista de lince, pero de vez en cuando pasaba algo que los distraía momentáneamente -una discusión acerca del cambio, unos perros que se peleaban, un borracho-, lo que los chicos aprovechaban para arramblar con lo que podían. A veces la suerte les proporcionaba el encuentro con un niño rico de su misma edad; entonces le acometían sin pérdida de tiempo y le saqueaban. A menudo, aquellos chicos llevaban una naranja en la mano o una bolsa de dulces, e incluso unos peniques en los bolsillos. A Maisie le asustaba la idea de que la sorprendiesen, puesto que sabía que su madre iba a sentirse muy avergonzada, pero también tenía mucha hambre.
Alzó la cabeza y vio un grupo de hombres que se acercaban por la calle. Se preguntó quiénes serían. Aún era un poco temprano para que los trabajadores de los muelles volvieran a casa. Los hombres hablaban en tono furibundo, al tiempo que movían los brazos y agitaban los puños. Cuando se acercaron, Maisie reconoció al señor Ross, que vivía en el piso de arriba y trabajaba en Pilaster, como el padre de la niña. ¿Por qué no estaba trabajando? ¿Acaso los habían despedido? El hombre parecía lo bastante encolerizado como para eso. Su rostro sudoroso estaba como la grana y no cesaba de hablar de tipejos majaderos, sanguijuelas repugnantes y mentirosos hijos de mala madre. Al llegar a la altura de la casa, el señor Ross se separó de pronto del grupo y se precipitó hacia el interior del edificio; Maisie y Danny tuvieron que apartarse rápidamente para esquivar sus botas claveteadas.
Cuando Maisie levantó de nuevo la mirada, vio a su padre, un hombre delgado, de negra barba y suaves ojos castaños que seguía a los demás a cierta distancia, con la cabeza baja; parecía tan alicaído y desesperado que Maisie tuvo que esforzarse para contener las lágrimas.
—¿Qué ha ocurrido, papá? -preguntó-. ¿Por qué vuelves tan pronto a casa?
—Vamos dentro -dijo el hombre, en un tono tan bajo que Maisie apenas logró oírle.
Los dos niños siguieron a su padre al interior de la casa.
El hombre se arrodilló junto al camastro y besó a su mujer en los labios. La madre se despertó y le sonrió. Él no le devolvió la sonrisa.
—La firma ha quebrado -dijo el padre en
yiddish
-. Toby Pilaster está arruinado.
Maisie no sabía a ciencia cierta lo que aquellas palabras significaban, pero el tono de su padre hacía que sonaran a calamidad. Lanzó una mirada hacia Danny: el niño se encogió de hombros. Tampoco lo entendía.
—Pero ¿cómo ha sido eso? -preguntó la madre.
—Ha habido una quiebra financiera -explicó el padre- ayer se fue a la ruina un importante banco de Londres.
La madre enarcó las cejas, mientras intentaba concentrarse. -Pero no estamos en Londres -observó-. ¿Qué es Londres para nosotros?
—No conozco los detalles.
—¿Te has quedado sin trabajo?
—Sin trabajo y sin sueldo -respondió, evidentemente enojado-.
—Pero hoy te habrán pagado. El padre agachó la cabeza.
—No, no nos han pagado.
Maisie volvió a mirar a Danny. Aquello sí lo entendían.
No tener dinero representaba quedarse sin comer. Danny puso cara de susto. Maisie deseó estallar en lágrimas.
—Han de pagarte -susurró la madre-. Has trabajado toda la semana, han de pagarte.
—No tienen dinero -explicó el padre-. Eso es lo que significa la bancarrota, quiere decir que debes dinero a la gente y no puedes pagarles.
—Pero el señor Pilaster es un buen hombre, siempre lo has dicho.
—Toby Pilaster ha muerto. Se ahorcó anoche, en su oficina de Londres. Tenía un hijo de la edad de Danny.
—¿Y cómo vamos a dar de comer a nuestros hijos?
—No lo sé -confesó el padre, y ante la consternación de Maisie, se echó a llorar-. Lo siento, Sarah -articuló, mientras las lágrimas se deslizaban entre los pelos de su barba-. Te he traído a este horrible lugar, donde no hay un solo judío y nadie nos ayuda. No puedo pagar al médico, no puedo comprar medicinas, no puedo alimentar a nuestros hijos. Te he fallado. Lo siento, lo siento.
El hombre se inclinó hacia adelante y hundió su rostro húmedo en el pecho de la madre. Ella le acarició el pelo con mano temblorosa.
Maisie estaba aterrada. Su padre nunca había llorado. Le pareció que era el fin de cualquier esperanza. Quizá todos morirían.
Danny se levantó, miró a Maisie y meneó la cabeza indicando la puerta. La niña se puso en pie y ambos salieron del cuarto andando de puntillas. Maisie se sentó en el escalón del portal y empezó a llorar.
—¿Qué vamos a hacer? -preguntó.
—Tendremos que irnos de casa -dijo Danny.
Las palabras de su hermano quebrantaron el ánimo de Maisie.
—No podemos.
—Hemos de irnos. No hay comida. Si nos quedamos aquí, moriremos.
A Maisie no le importaba morir, pero otro pensamiento nació en su cabeza: la madre seguramente se dejaría morir de hambre para dar de comer a sus hijos. Si se quedaban, la mujer moriría. Tenían que marcharse para salvarla.
—Tienes razón -le dijo a Danny-. Si nos vamos, es posible que papá consiga comida suficiente para mamá. Hemos de irnos, por el bien de ella.
Al oír sus propias palabras la inundó una oleada de pánico por lo que le estaba pasando a su familia. Era incluso peor que el día en que abandonaron Viskis, mientras las casas de la aldea aún ardían a sus espaldas, para subir a un gélido tren, cargados con los dos sacos de lona en los que llevaban todas sus pertenencias; entonces, Maisie sabía que su padre iba a velar por ella, sucediera lo que sucediese. Ahora, sin embargo, tendría que cuidar de sí misma.
—¿Adónde vamos a ir? -susurró.
—Yo me voy a América.
—¡A América! ¿Cómo?
—En el puerto hay un barco que zarpará por la mañana rumbo a Bastan… esta noche treparé por una maroma y me esconderé en uno de los botes de la cubierta.
—¡De polizón! -en la voz de Maisie se mezclaban el miedo y la admiración.
—Exacto.
Al mirar a su hermano, la niña se dio cuenta por primera vez de que en el labio superior del chico asomaba la sombra de un bigote. Se estaba haciendo un hombre y dentro de poco su rostro tendría barba cerrada, como la del padre.
—¿Cuánto se tarda en llegar a América? -preguntó Maisie. El chico vaciló, puso cara de asombro y dijo:
—No lo sé.
La niña comprendió que ella no entraba en los planes de su hermano y eso la inundó de miedo y desdicha.
—No vamos a irnos juntos, pues -silabeó con tristeza.
La expresión de Danny era de culpabilidad, pero no contradijo a Maisie.
—Te diré lo que debes hacer -aleccionó-. Ve a Newcastle. A pie, puedes plantarte allí en cuatro días. Es una ciudad enorme, mayor que Gdansk… en esa población nadie se fijará en ti. Córtate el pelo, roba un par de pantalones y hazte pasar por chico. Te vas a alguno de los grandes establos y ayudas con las caballerías… los caballos siempre se te han dado bien. Si caes en gracia, no te faltarán propinas y quizá al cabo de cierto tiempo hayas encontrado un buen empleo.
A Maisie le resultaba imposible imaginarse completamente sola.
—Preferiría irme contigo -manifestó.
—No puedes. Ya me va a resultar bastante difícil esconderme en el barco y robar comida y todo eso. No podría cuidarme de ti.
—No tendrías que cuidar de mí. Soy tan silenciosa como un ratón.
—Me preocuparías.
—¿Y no te preocupará el haberme dejado sola, abandonada a mi suerte?
—¡Entiéndelo, cada uno ha de cuidar de sí mismo! -replicó Danny enojado.
Maisie comprendió que su hermano estaba decidido. Ella nunca había logrado hacerle cambiar de idea cuando el chico tomaba una determinación. Con el alma rebosante de aprensiones, Maisie preguntó:
—¿Cuándo tendremos que ponernos en marcha? ¿Por la mañana temprano?
Danny negó con la cabeza.
—Ahora. He de subir a bordo en cuanto oscurezca.
—¿Estás realmente decidido?
—Sí.
Como si pretendiera demostrarlo, Danny se levantó.
Maisie hizo lo propio. -¿Tenemos que llevarnos algo?
—¿Qué?
La niña se encogió de hombros. No tenía prendas de repuesto, ni recuerdos, ni pertenencias de ninguna clase. Tampoco había comida ni dinero que pudieran llevarse.
—Quiero dar a mamá un beso de despedida -dijo.
—No lo hagas -se opuso Danny con voz áspera-. Si vas a besarla, te quedarás aquí.
Eso era verdad. Si veía a su madre en aquel momento, se vendría abajo y se lo contaría todo. Tragó saliva.
—Está bien -dijo, mientras se esforzaba por contener las lágrimas-o Estoy lista.
Se alejaron, caminando uno al lado del otro.
Al llegar al extremo de la calle, Maisie deseó volver la cabeza y mirar hacia la casa por última vez; pero temió que, de hacerlo, su determinación se debilitaría; así que siguió caminando, sin mirar atrás.
The Times:
CARÁCTER DEL COLEGIAL INGLÉS
El juez de instrucción interino de Ashton, don H. S. Washbrough, celebró ayer una audiencia en el Hotel Station, de Windfield, en relación con el cadáver de Peter James St. John Middleton, escolar de trece años. Según se testificó ante el tribunal, el chico estaba bailándose en la alberca de una cantera abandonada, cerca del Colegio Windfield, cuando dos muchachos algo mayores que él observaron que al parecer se hallaba en dificultades. Uno de los chicos mayores, Miguel Miranda, natural de Córdoba, declaró que su compañero, Edward Pilaster, de quince años de edad, se quitó las prendas exteriores y se zambulló en el estanque, a fin de intentar salvar al muchacho, pero su esfuerzo fue inútil. El director de Windfield, el doctor Herbert Poleson, manifestó que la cantera era terreno vedado para los alumnos, pero que a él le constaba que no siempre se obedecía la regla. El jurado pronunció un veredicto de muerte accidental por ahogamiento. El juez de instrucción interino resaltó la valentía de Edward Pilaster al arriesgar su vida para salvar la de su amigo y dijo que el carácter del colegial inglés, educado en instituciones como el Colegio Windfield, era algo de lo que podíamos sentirnos justamente orgullosos.