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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

Una fortuna peligrosa (2 page)

BOOK: Una fortuna peligrosa
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Pero Edward no sugirió tal posibilidad y Micky dejó correr el asunto. Estaba seguro de que el tema saldría a colación de nuevo.

Franquearon una ruinosa cerca y treparon por un montecillo. Al llegar a la cima vieron la alberca. Las escopleadas paredes de la cantera ofrecían una pendiente abrupta, pero los chicos eran ágiles y no les costó mucho descender a gatas por ella. El agua de la honda charca del fondo era de tono verde oscuro y la poblaban ranas, sapos y alguna que otra serpiente de agua.

Micky observó con sorpresa que había allí otros tres chicos. Entornó los párpados para resistir el reflejo del sol sobre la superficie del estanque y miró los cuerpos desnudos. Los tres muchachos estudiaban cuarto de básica en el Windfield.

La pelambrera de color zanahoria pertenecía a Antonio Silva, que no obstante tal tonalidad era compatriota de Micky. El padre de Tonio no poseía tanta extensión de terreno como el de Micky, pero los Silva vivían en la capital y contaban con amigos influyentes. Al igual que Micky, Tonio no podía ir a casa por vacaciones, pero era lo bastante afortunado como para tener amistades en la embajada de Córdoba en Londres, lo que le evitaba permanecer todo el verano en el colegio.

El segundo chico del grupo era Hugh Pilaster, primo de Edward. No se parecían en nada: Hugh tenía el pelo negro y las facciones finas y menudas, que solía matizar con una sonrisa pícara. Edward no podía ver a Hugh, porque el hecho de que éste fuera un estudiante aplicado hacía que Edward pareciese el burro de la familia.

El otro era Peter Middleton, un muchacho más bien tímido que siempre andaba junto al confiado y seguro Hugh. Los cuerpos de los tres adolescentes eran blancos, unos cuerpos de trece años sin vello, con los brazos y las piernas delgadas.

Micky vio entonces a otro chico más. Nadaba por su cuenta en el extremo de la alberca. Era mayor que los otros tres y no parecía ir con ellos. Micky no pudo distinguir su rostro con suficiente claridad como para identificarlo.

Edward sonreía malévolamente. Vislumbraba la oportunidad de hacer una diablura. Se llevó el índice a los labios, recabando silencio, y empezó a descender por el declive de la cantera. Micky le siguió.

Llegaron a la repisa de la ladera, donde los chiquillos habían dejado la ropa. Tonio y Hugh buceaban, tal vez investigando algo, mientras Peter braceaba solo, de un lado a otro. Peter fue el primero en avistar a los recién llegados.

—¡Oh, no! -exclamó.

—Vaya, vaya -comentó Edward-. Así que violando las normas, ¿eh, chavales?

Hugh Pilaster observó en aquel momento la presencia de su primo.

—¡Conque eres tú! -respondió.

—Vale más que volváis, antes de que os pesquen -aconsejó Edward. Cogió del suelo un par de pantalones-. Pero no os presentéis con la ropa mojada, porque en ese caso todo el mundo sabrá dónde estuvisteis.

Arrojó los pantalones al centro de la poza y se echó a reír.

—¡Desgraciado! -chilló Peter, al tiempo que alargaba la mano para coger los pantalones.

Micky sonrió divertido.

Edward tomó una bota y la tiró al agua.

Los bañistas empezaron a dejarse dominar por el pánico.

Edward cogió otro par de pantalones y lo lanzó a la alberca. Era divertido contemplar a las tres víctimas, que gritaban y nadaban a la caza de sus ropas, de modo que Micky estalló en carcajadas.

Mientras Edward seguía arrojando al agua prendas y calzado, Hugh Pilaster salió del estanque. Micky esperaba que emprendiese una huida rápida, pero inesperadamente el chico corrió derecho hacia Edward. Antes de que éste pudiera volver la cabeza, Hugh estaba junto a él y le propinaba un fuerte empujón. Aunque Edward era bastante mayor, se vio cogido por sorpresa y perdió el equilibrio. Vaciló en el borde de la cornisa, para acabar cayendo a la alberca con un ruidoso chapoteo.

Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Hugh cogió entre sus brazos toda la ropa que pudo y trepó como un mono por la cuesta de la cantera. Las risas burlonas de Peter y Tonio surcaron el aire.

Micky persiguió a Hugh un corto trecho, pero comprendió que no iba a poder alcanzar al muchacho, más pequeño y ágil que él. Dio media vuelta para comprobar si Edward estaba bien. No hacía falta que se preocupara. Edward había salido a la superficie. Acababa de agarrar a Peter Middleton, al que hundía la cabeza bajo el agua una y otra vez, como castigo por sus risotadas burlonas.

Tonio se alejó nadando, bien aferrado el lío que formaba su ropa, y llegó al borde del estanque. Entonces volvió la cabeza.

—¡Déjale en paz, simio gigante! -le voceó a Edward. Tonio siempre había sido un chico inquieto y Micky se preguntó qué haría a continuación. Tonio recorrió un tramo de la orilla y se volvió de nuevo, con una piedra en la mano. Micky dirigió un grito de aviso a Edward, pero ya era demasiado tarde. Tonio lanzó la piedra, que con asombrosa puntería alcanzó a Edward en la cabeza. En la frente del muchacho apareció un reluciente rosetón de sangre.

Edward emitió un aullido de dolor, soltó a Peter y atravesó la alberca, en pos de Tonio.

2

Hugh corrió desnudo por entre los árboles, en dirección al colegio, bien sujetas las prendas de ropa que le quedaban y esforzándose en hacer caso omiso del dolor que la aspereza del suelo producía en sus pies descalzos. Al llegar al punto en e! que e! camino se cruzaba con otro, el chico se desvió a la izquierda, recorrió unos metros y luego se zambulló entre los matorrales para ocultarse en su espesura.

Aguardó, y mientras intentaba calmar su ronca y agitada respiración, aguzó el oído. Su primo Edward y el compañero de éste, Micky Miranda, eran las peores bestias del colegio: gandules, innobles y camorristas. Lo único que cabía hacer era apartarse de su camino. Pero estaba seguro de que Edward iría tras él. Edward siempre le había profesado una inquina feroz.

Los padres de ambos se habían distanciado. El de Hugh, Toby, sacó su capital del negocio de la familia y con él fundó su propia empresa de distribución de tintes para la industria textil. Pese a contar sólo trece años, Hugh sabía que el peor crimen que uno podía cometer contra la familia Pilaster era retirar su capital del banco. El padre de Edward, Joseph, jamás se lo perdonó a su hermano Toby.

Hugh se preguntó qué habría sido de sus compañeros.

Antes de que Micky y Edward se presentasen, eran cuatro los que se encontraban en la poza: Tonio, Peter y Hugh, que chapoteaban en un lado de la alberca, y Albert Cammel, un muchacho mayor que ellos, que nadaba solitario en el extremo más alejado del estanque.

En circunstancias normales, Tonio era valiente hasta la temeridad, pero Micky Miranda le aterraba. Procedían de la misma zona geográfica, un país suramericano llamado Córdoba, y Tonio afirmaba que la familia de Micky era poderosa y cruel. En realidad, Hugh no entendía qué significaba eso, pero el efecto era impresionante: Tonio podía mostrarse insolente con los otros, pero siempre trataba a Micky con cortesía, incluso con sumisión.

A Peter le intimidarían sus ocurrencias: se asustaba de su propia sombra. Hugh confió en haber dado esquinazo a los matones.

Albert Cammel, apodado el Joroba, no había ido allí con Hugh y los otros. Dejó su ropa en un sitio distinto y probablemente no tuvo dificultades para escapar.

Hugh también consiguió huir, pero aún no estaba libre de problemas. Había perdido las prendas interiores, los calcetines y las botas. Tendría que introducirse en el colegio con la camisa y los pantalones mojados, a hurtadillas y confiando en que no le viese ningún profesor o algún alumno de los cursos superiores. La idea le arrancó un gruñido. «¿Por qué me tienen que pasar siempre a mí estas cosas?», se preguntó acongojado.

Durante el año y medio transcurrido desde que llegó al Windfield estuvo continuamente metiéndose en apuros y saliendo de ellos como podía. Estudiar no era problema: trabajaba con enérgica dedicación y en todas las pruebas y evaluaciones era el primero de la clase. Pero las rígidas normas le indignaban de manera irracional. Que por la noche le ordenaran ir a la cama a las diez menos cuarto siempre le pareció motivo suficiente para seguir levantado hasta las diez y cuarto. Los lugares prohibidos representaban toda una tentación y se sentía irresistiblemente impulsado a explorar el jardín de la rectoría, el huerto del director, la carbonera o la bodega de la cerveza. Corría cuando su obligación era ir andando, leía cuando se daba por supuesto que estaba durmiendo y hablaba cuando tocaba rezar las oraciones. Y siempre terminaba así, culpable y asustado, preguntándose por qué se abatía sobre él tanto dolor.

Durante varios minutos, el silencio reinó en el bosque, mientras Hugh reflexionaba amargamente sobre su destino y se preguntaba si no acabaría convertido en un marginado de la sociedad, incluso en un delincuente, encerrado en una mazmorra, ahorcado o encadenado y trasladado a Australia.

Al final, llegó a la conclusión de que Edward no le perseguía. Se incorporó y procedió a ponerse los empapados pantalones y la no menos empapada camisa. A sus oídos llegó luego el llanto de alguien.

Con suma cautela, asomó la cabeza y vislumbró la mata de pelo color zanahoria de Tonio. Desnudo, mojado, con la ropa en la mano, entre sollozos, su compañero avanzaba despacio por el camino.

—¿Qué ha pasado? -le preguntó Hugh-. ¿Dónde está Peter?

Tonio se tornó súbitamente violento.

—¡No te lo diré, nunca! -exclamó-. ¡Me matarán!

—Está bien, no me lo digas -repuso Hugh. Como siempre, Tonio mostraba el pánico atroz que le producía Micky: fuera lo que fuese lo sucedido, Tonio no diría una palabra de ello-. Vale más que te vistas -aconsejó Hugh.

Tonio contempló con la mirada vacía el lío de ropa que llevaba en los brazos. Daba la impresión de estar demasiado aturdido para separar las prendas. Hugh se las cogió. Allí estaban las botas, los pantalones y un calcetín, pero no la camisa. Hugh ayudó a Tonio a ponérselas y después echaron a andar hacia el colegio.

Tonio había dejado de llorar, pero aún parecía violentamente estremecido. Hugh alimentó la esperanza de que aquellos gamberros no le hubiesen hecho a Peter algo realmente malo. Pero ahora tenía que pensar en salvar su propio pellejo.

—Si nos las arreglamos para colarnos en el dormitorio, nos pondremos ropa limpia y el par de botas de repuesto -empezó a hacer planes para el futuro inmediato-. Luego, en cuanto levanten la prohibición de salir, podremos ir al pueblo y comprar en la tienda de Baxted, a crédito, ropa nueva.

—Muy bien -asintió Tonio, pero su voz denotaba hastío. Durante el regreso entre los árboles, Hugh volvió a extrañarse de lo trastornado que parecía Tonio. Al fin y al cabo, las bromas pesadas no eran nada nuevo en Windfield. ¿Qué había ocurrido en la alberca después de que Hugh pusiera pies en polvorosa? Sin embargo, Tonio no pronunció una sola palabra más en todo el camino de vuelta.

El colegio era un conjunto de seis edificios que, en otro tiempo, constituyeron el centro de una extensa granja, y el dormitorio de Hugh y Tonio estaba en la antigua vaquería, cerca de la capilla. Para llegar a él, debían franquear una tapia y cruzar la pista de frontón. Treparon por el muro y escudriñaron el terreno. El patio estaba desierto, tal como había confiado Hugh, pero titubeó a pesar de todo. La idea del tiralíneas azotándole el trasero le hizo encogerse. Pero no quedaba ninguna otra alternativa. Era cuestión de entrar en el colegio y ponerse ropa seca.

—¡Terreno despejado! -siseó-. ¡Allá vamos!

Saltaron la tapia los dos a la vez y atravesaron a toda velocidad la explanada, hacia la fresca sombra de la capilla de piedra. Hasta allí, todo a pedir de boca. Se deslizaron hasta la esquina oriental, pegados al muro. A continuación, una corta carrera para cruzar la avenida y entrar en el edificio. Hugh hizo un alto. Nadie a la vista.

—¡Ahora! -dijo.

Los dos chicos atravesaron la calzada a todo correr. Y entonces, cuando llegaban a la puerta, se produjo la catástrofe. Una voz familiar, autoritaria, resonó en el aire:

—¡Pilaster menor! ¿Eres tú? y Hugh supo que el juego había terminado.

Se le cayó el alma a los pies. Se detuvo y dio media vuelta. El señor Offerton había elegido aquel preciso instante para salir de la capilla, y su alta y dispéptica figura, con la toga y el birrete académicos, se erguía a la sombra del porche. Hugh sofocó un gemido. El señor Offerton, al que acababan de robar el dinero, probablemente sería, entre todos los profesores, el menos inclinado a la clemencia.

Ni la caridad bendita iba a salvar a Hugh del tiralíneas.

Los músculos de las posaderas se le contrajeron involuntariamente.

—Ven aquí, Pilaster -conminó el doctor Offerton.

Hugh se le acercó, arrastrando los pies, seguido por Tonio. «¿Por qué me meto en estos follones?», pensó Hugh, desesperado.

—¡Al estudio del director, inmediatamente! -ordenó el doctor Offerton.

—Sí, señor -asintió Hugh atribulado. El asunto empeoraba por momentos. Cuando el director viese cómo iba vestido, seguro que le expulsaba del centro. ¿Y cómo iba a explicárselo a su madre?

—¡Largo! -exigió el maestro con impaciencia.

Ambos chiquillos empezaron a alejarse, pero el doctor Offerton dijo:

—Tú no, Silva.

Hugh y Tonio intercambiaron una rápida mirada, desconcertados. ¿Por qué iban a castigar a Hugh y no a Tonio? Pero no podían discutir las órdenes, de modo que Tonio se fue al dormitorio mientras Hugh se encaminaba a la casa del director.

Sentía ya la mordedura del tiralíneas. No ignoraba que le iba a ser imposible reprimir el llanto, y eso era aún más grave que el dolor, porque se daba cuenta de que, a los trece años, uno era demasiado mayor para llorar.

La casa del director se alzaba en la parte más alejada del recinto del colegio y Hugh anduvo muy despacio, pese a lo cual llegó antes de lo que hubiese querido. Encima, la doncella le abrió la puerta un segundo después de que llamase.

Encontró al doctor Poleson en el vestíbulo. El director era un hombre calvo, con cara de perro dogo, pero por alguna razón no parecía tan clamorosamente furioso como debía de estarlo. En vez de exigir a Hugh que explicase por qué estaba fuera de su cuarto y chorreando agua, se limitó a abrir la puerta de su gabinete e indicar en tono sosegado:

—Por aquí, joven Pilaster.

Sin duda reservaba su cólera para la hora del castigo. Con el corazón martilleándole en el pecho, Hugh entró en el estudio.

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