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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (15 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—En otras palabras, podría ser cualquier sitio —dijo Marino.

—Casi —asentí—. No puedo decir nada de esa figura del fondo.

La comandante examinó la fotografía:

—¿Un hombre, tal vez?

—Podría ser una mujer —apunté.

—Sí, creo que es una mujer —corroboró Maier—. Una mujer delgada como un palillo.

—Entonces, quizá sea Jane —indicó Marino—. Le gustaban las gorras de béisbol y la persona de la foto lleva puesto algo que lo parece.

—Agradecería copias de todas las fotografías, incluida ésta —dije a la comandante Penn.

—Se las haré llegar lo antes posible.

Continuamos la indagación sobre aquella mujer, que parecía estar con nosotros en la sala. Percibí su personalidad en sus míseras posesiones y me convencí de que nos había dejado pistas. Al parecer, utilizaba camisetas masculinas de tirantes en lugar de sujetador y encontramos tres pares de leotardos de mujer y varios pañuelos grandes de cabeza, de vivos colores.

Todas sus pertenencias estaban sucias y raídas, pero había cierto asomo de orden en los pulcros remiendos de los desgarrones y en el cuidado con que tenía guardados agujas, hilos y botones sobrantes en una cajita de plástico. Lo único que aparecía hecho un ovillo o del revés eran los vaqueros negros y la sudadera descolorida, y sospechamos que se debía a que éstas eran las prendas que llevaba cuando Gault la había obligado a desnudarse en la oscuridad.

Avanzada la mañana, habíamos inspeccionado cada objeto sin que hubiéramos progresado un milímetro en la identificación de la mujer a la que habíamos empezado a llamar Jane. Sólo nos cabía imaginar que Gault se hubiera deshecho de cualquier señal de identificación que la víctima llevara encima; eso, o Benny se había quedado con el poco dinero que tenía la mujer y había hecho desaparecer, con el resto del contenido, la bolsa en la que lo guardaba. Yo no llegaba a establecer en qué momento Gault habría dejado la mochila sobre la manta de Benny... si era eso, realmente, lo que había hecho.

—¿En cuáles de estos objetos vamos a buscar huellas? —preguntó Maier.

—Dejando aparte los que ya hemos recogido —apunté—, el silbato tiene una superficie espléndida para recoger huellas. También se podrían buscar indicios en la mochila. Sobre todo el interior de la tapa, que es de piel.

—El problema sigue siendo ella —comentó Marino—. Aquí no hay nada que vaya a decirnos quién era.

—Voy a confesarles algo —intervino Maier—. No creo que identificar a Jane nos ayude a capturar al tipo que la mató.

Le miré y vi cómo se desvanecía su interés por ella. La chispa de sus ojos se apagó como yo había observado en tantas ocasiones cuando la víctima de una muerte violenta resultaba no ser nadie. El caso de Jane había consumido todo el tiempo que se le iba a dedicar. Irónicamente, aún se le habría dedicado menos de no haber sido un notorio asesino el autor de su muerte.

—¿Cree que Gault le disparó en el parque y luego se dirigió al túnel donde se ha encontrado la mochila de la difunta? —pregunté a Maier.

—Es posible. Sólo tendría que bajar Cherry Hill y tomar el metro en las calles Ochenta y seis u Ochenta y siete, que lo llevaría directamente al Bowery.

—Puestos en eso, también podría haber tomado un taxi —intervino la comandante Penn—. Lo que no haría, seguramente, es ir a pie. Está muy lejos.

—¿Y si la mochila se hubiera quedado en la escena del crimen, justo al lado de la fuente? —apuntó Marino a continuación—. ¿Es posible que Benny la encontrara allí?

—¿Por qué habría de rondar por Cherry Hill a esa hora? Recuerde que hacía un tiempo de perros.

Se abrió una puerta y varios auxiliares entraron con una camilla en la que transportaban el cuerpo de Davila.

—No sé por qué —reconoció Maier. Se volvió a la comandante y le preguntó si la mujer llevaba la mochila en el museo.

—Creo que se menciona que llevaba una bolsa de algún tipo colgada del hombro.

—Podría ser la mochila.

—Es posible.

—¿Benny vende drogas? —quise saber.

—Si uno es comprador, tarde o temprano tiene que ponerse a vender —fue el comentario del detective Maier.

—Podría haber una relación entre Davila y la mujer —apunté. La comandante me miró con interés—. No deberíamos descartar esa posibilidad —continué—. A primera vista parece improbable. Pero Gault y Davila coincidieron en el túnel. ¿Por qué?

Maier desvió la mirada.

—Pura casualidad.

Marino no hizo ningún comentario. Había trasladado su atención hacia la mesa de autopsias número cinco, donde dos forenses fotografiaban desde diferentes ángulos al agente muerto. Un auxiliar, usando una toalla mojada, limpiaba la sangre del rostro de Davila con unos gestos que habrían resultado bruscos de haberlos podido sentir el difunto. Marino no era consciente de que alguien lo mirara y, por un instante, dejó entrever su vulnerabilidad. Vi los estragos de los años de trabajo y del peso que oprimía sus hombros.

—Y Benny también estaba en ese mismo túnel —continué—. Ese vagabundo tuvo que coger la mochila de la escena del crimen, o alguien se la dio. Eso, o la mochila cayó del cielo sobre sus mantas, como insiste en afirmar.

—Con franqueza, no creo que apareciera sin más entre sus cosas —declaró Maier.

—¿Por qué? —le preguntó la comandante.

—¿Por qué Gault habría de llevarla encima desde Cherry Hill? ¿Por qué no dejarla en cualquier rincón y seguir su camino sin más? —fue su réplica.

—Tal vez había algo dentro... —intervine.

—¿Como qué? —dijo Marino.

—No sé, algo que podía ayudar a identificar a la mujer. Tal vez no quería que identificaran a su víctima y necesitaba una oportunidad para inspeccionar sus efectos.

—Podría ser —asintió la comandante—. Desde luego, no hemos encontrado entre sus pertenencias nada que permita identificarla con facilidad.

—Pero parece que a Gault, en anteriores ocasiones, no le ha importado que identificáramos a sus víctimas. ¿Por qué habría de preocuparle ahora? ¿Por qué tendría que preocuparse por esa mujer sin techo y con una lesión cerebral?

La comandante no dio muestras de haberme oído y nadie más respondió. Los forenses habían empezado a desnudar a Davila, que se resistía a colaborar y mantenía los brazos rígidamente cruzados sobre el torso, como un jugador de rugby que se protegiera de los golpes. Los médicos las estaban pasando moradas para quitarle el suéter cuando sonó un buscapersonas. Sin pensarlo, todos nos llevamos la mano a la cintura, pero los pitidos no cesaron y nuestras miradas se concentraron en la mesa sobre la que yacía el cadáver.

—El mío no es —dijo uno de los médicos.

—¡Maldita sea, es el suyo! —añadió su colega.

Un escalofrío me recorrió de arriba abajo mientras el segundo médico extraía el buscapersonas del cinturón de Davila. Todos enmudecimos, incapaces de apartar la vista de la mesa cinco y de la comandante Penn, que se hizo cargo de la situación porque el muerto era uno de sus agentes y alguien intentaba ponerse en contacto con él. El doctor le entregó el aparato y Frances lo levantó para ver la pantalla. Se puso colorada y la vi tragar saliva con esfuerzo.

—Es un código —dijo.

Ni ella ni el doctor habían caído en la cuenta de que no debían tocar el aparato. No se habían percatado de que podía resultar importante.

—¿Un código? —repitió Maier con expresión perpleja.

—Un código policial —la tensa voz de la comandante sonó irritada—. Diez raya siete.

Diez raya siete significaba «Final de servicio».

—Mierda —masculló Maier.

Marino dio involuntariamente un paso, como si se dispusiera a emprender una persecución a pie. Pero no había nadie a la vista tras quien salir corriendo.

—Gault —murmuró, incrédulo. Alzó la voz y continuó—: ¡El hijo de puta debe de haber anotado el número del busca después de esparcir los sesos de Davila por toda la red del metro! ¿Entienden qué significa eso? —Nos miró, fuera de sí—. ¡Significa que nos está observando! ¡Sabe que estamos aquí y lo que hacemos!

Maier miró a su alrededor.

—No sabemos quién envía el mensaje —apuntó el forense, completamente desconcertado.

Pero yo lo sabía. No tenía la menor duda.

—Aunque sea Gault, no es preciso que haya visto lo que hacemos esta mañana para imaginar en qué estaríamos ocupados —razonó Maier—. Habrá deducido que el cuerpo estaría aquí, que nosotros estaríamos aquí.

Una cosa, pensé para mí, sabía Gault con seguridad: que yo iba a estar allí. Respecto a los demás, no tenía que saber necesariamente que me acompañarían en aquel momento.

—Está en alguna parte desde donde puede utilizar un teléfono...

Marino echó una ojeada de preocupación a su alrededor. Era incapaz de quedarse quieto.

—Transmita lo sucedido —ordenó la comandante Penn a Maier—. Mande aviso a todas las unidades. Envíe un teletipo, también.

Maier se quitó los guantes, los dejó caer en un cubo de desperdicios con gesto colérico y salió de la sala precipitadamente.

—Ponga el aparato en una bolsa de guardar pruebas —indiqué—. Habrá que buscar posibles huellas. Ya sé que lo hemos tocado, pero merece la pena probarlo. Por eso Davila tenía abierta la cremallera de la chaqueta.

—¿Eh? —Marino me miró con desconcierto.

—El agente tenía desabrochada la chaqueta y no había
razón
para ello.

—Sí que había una. Gault buscaba el arma.

—Para cogerla no era preciso tocar la cremallera —repliqué—. En el lateral de la chaqueta, donde está la pistolera, hay una abertura. No; creo que Gault abrió la chaqueta para coger el busca. Y se anotó el número.

Los forenses volvieron a concentrarse en el cuerpo. Procedieron a quitarle las botas y los calcetines y descubrieron, en una funda atada a un tobillo, una Walther del 38 que Davila no debería haber llevado y que no había tenido ocasión de utilizar. También le despojaron del chaleco de kevlar, de una camiseta de la policía azul marino y de un crucifijo de plata colgado de una larga cadena. En el hombro derecho tenía un pequeño tatuaje de una rosa en torno a una cruz. En el billetero llevaba un dólar.

9

S
alí de Nueva York aquella tarde en un puente aéreo de USAir y llegué a Washington Nacional a las tres. Lucy no pudo acudir al aeropuerto a buscarme porque no había vuelto a conducir desde el accidente, y yo no tenía ninguna razón para pensar que Wesley pudiera estar esperándome.

Súbitamente, fuera ya del aeropuerto y acarreando con esfuerzo la maleta y el bolso, sentí lástima de mí misma. Estaba cansada y notaba sucia la ropa que llevaba; estaba absolutamente abrumada y, al mismo tiempo, me avergonzaba reconocerlo. Pensé incluso que sería incapaz de tomar un taxi.

Por fin llegué a Quantico en un trasto desvencijado pintado de azul y con los cristales teñidos de un tono púrpura. La ventana trasera de mi lado no bajaba y al taxista vietnamita le fue totalmente imposible comunicar quién era yo al centinela de la entrada de la Academia del FBI.

—Señora doctora —insistía el hombre. Le notaba apabullado por las medidas de seguridad, las púas pinchaneumáticos y el bosque de antenas que remataba los edificios—. Es
okay.

—No —le dije a su nuca—.
Kay.
Kay Scarpetta. Es mi nombre.

Intenté apearme, pero las puertas estaban cerradas y faltaban los tiradores. El centinela echó mano a la radio.

—Déjeme salir, por favor —dije al taxista, que tenía la mirada fija en la pistola de nueve milímetros que el guardia llevaba al cinto—. He de apearme.

El hombre se volvió con cara de susto.

—¿Aquí fuera?

—No —respondí mientras el centinela salía de la garita.

El taxista abrió aún más los ojos. Yo le expliqué:

—Mire, tengo que bajar aquí, pero sólo un momento. Para comunicarle quién soy al guardia. —Señalé a éste y seguí hablando muy despacio—: Él no lo sabe porque no puede verme a través de la ventanilla y no consigo bajar el cristal.

El taxista asintió repetidamente.

—Tengo que apearme —insistí en tono firme y enfático—. Ábrame la puerta.

El hombre quitó los seguros. Me apeé y entrecerré los ojos bajo el fuerte sol. Mostré mi identificación al centinela, un joven de porte marcial.

—Con esos cristales teñidos no podía verla —explicó—. La próxima vez, bastará con que baje el cristal de la ventanilla.

El vietnamita había empezado a descargar el portaequipajes y a depositar mis cosas en el asfalto. No dejaba de mirar a su alrededor, alarmado por las explosiones de artillería y los disparos que procedían de los campos de tiro del cuerpo de Marines y del FBI.

—¡No, no, no! —Le indiqué por gestos que volviera a poner la maleta en el portaequipajes—. Lléveme allí, por favor —dije señalando el Jefferson, un edificio alto, de ladrillo, situado al otro lado de un aparcamiento.

Era evidente que el tipo no quería llevarme a ninguna parte, pero volví a subir al taxi antes de que pudiera escapar. Oí cerrarse el portaequipajes de un fuerte golpe y el centinela nos permitió el paso. El aire era frío y el cielo tenía un azul luminoso.

En el vestíbulo del edificio Jefferson, una pantalla de vídeo sobre el mostrador de recepción me dio la bienvenida a Quantico y me deseó unas felices y tranquilas fiestas. Una joven pecosa me inscribió y me entregó una tarjeta magnética para abrir las puertas de las instalaciones de la Academia.

—¿Santa Claus se ha portado bien con usted, doctora Scarpetta? —preguntó la muchacha con tono alegre, mientras revolvía un puñado de llaves de habitación.

—Este año debo de haberme portado mal —respondí—. Me ha dejado los calcetines vacíos.

—¡No puede ser! Si usted siempre es encantadora —murmuró—. La hemos puesto en la planta de seguridad, como de costumbre.

—Gracias —dije. No lograba recordar cómo se llamaba la muchacha y tuve la sensación de que ella se daba cuenta.

—¿Cuántas noches estará con nosotros?

—Sólo una. —Pensé que su nombre podía ser Sarah y, por alguna razón, me pareció muy importante recordarlo.

Me entregó dos llaves, una de plástico y otra metálica.

—Es usted Sarah, ¿verdad? —me arriesgué a preguntarle.

—Sally. Me llamo Sally.

Parecía dolida.

—Eso es, Sally —asentí, desconsolada—. Por supuesto. Lo siento. Usted siempre me ha tratado muy bien y se lo agradezco.

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