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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (18 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—Evidentemente.

—Por ahí todavía hay gente que desconfía de Lucy por lo sucedido el pasado otoño.

Con mirada firme, Wesley replicó:

—No puedo hacer nada respecto a eso, Kay. Tu sobrina tendrá que demostrar su inocencia. No podemos hacerlo por ella. Ni siquiera tú.

—No intento hacer nada por ella —proclamé con vehemencia—. Lo único que pido es ecuanimidad. No se puede achacar a Lucy que CAIN tenga un virus. No lo ha introducido ella. Está intentando precisamente neutralizarlo y, con franqueza, si ella no puede, no creo que nadie sea capaz. Todo el sistema estará corrompido.

Wesley levantó su taza pero lo pensó mejor y volvió a dejarla.

—Y no creo —continué— que la hayáis colocado en la planta de seguridad porque alguien sospeche que es ella quien ha saboteado el CAIN. Si de verdad pensaras eso, la habrías despedido. Lo último que harías sería mantenerla aquí.

—No necesariamente —objetó Wesley.

Pero no consiguió engañarme, de modo que insistí:

—Dime la verdad.

Le vi pensar rápidamente, improvisar una respuesta.

—Trasladar a Lucy a la planta de seguridad ha sido cosa tuya, ¿no? —continué—. No ha sido Burgess. Ni ha sido por ese papel que acabas de enseñarme. Eso es una excusa.

—No. Para cierta gente, no lo es —dijo entonces—. Por ahí, alguien ha levantado una bandera roja y me ha pedido que me deshiciera de Lucy. Le he dicho que, ahora, no. Primero la someteremos a vigilancia.

—¿Me estás diciendo que crees que la propia Lucy es el virus? —No daba crédito a mis oídos.

—No. —Wesley se inclinó hacia delante en su silla—. Creo que el virus es Gault. Y quiero que Lucy nos ayude a seguir su rastro.

Le miré como si acabara de sacar una pistola y disparar al aire.

—¡No! —exclamé con vehemencia.

—Kay, escúchame...

—Rotundamente, no. Déjala fuera de este asunto. ¡Lucy no es agente del FBI, maldita sea!

—No te pongas así...

Pero no le permití continuar.

—¡Es una universitaria, maldita sea! No tiene nada que hacer en... —se me quebró la voz—. La conozco. Intentará comunicarse con él. ¿No lo ves? —Lo miré con ferocidad—. ¡Tú no la conoces!

—Me parece que sí.

—No permitiré que la utilices así.

—Deja que te explique...

—Deberías cancelar CAIN —declaré.

—No puedo hacer eso. Quizá sea el único rastro que deje Gault. —Hizo una pausa y continué mirándole con furia—. Hay vidas en juego. Gault no ha terminado de matar.

—¡Por eso, precisamente, no quiero que Lucy piense siquiera en él!

Wesley calló. Volvió la vista hacia la puerta cerrada y me miró de nuevo.

—El ya la conoce —murmuró.

—No sabe casi nada de ella.

—Ignoramos cuánto sabe pero, cuando menos, es probable que conozca su fisonomía.

—¿Cómo...? —articulé, incapaz de pensar.

—De cuando te robaron la tarjeta oro de American Express —me explicó Wesley—. ¿No te lo ha contado Lucy?

—¿Contarme qué?

—Las cosas que guardaba en el escritorio...

Cuando Wesley vio que no sabía de qué me hablaba, calló bruscamente. Deduje que se le había escapado mencionar un asunto del cual no quería hablar.

—¿Qué cosas? —pregunté.

—Verás... Lucy guardaba una carta en su mesa de trabajo... una carta tuya. La que llevaba dentro la tarjeta de crédito.

—Eso ya lo sé.

—Bien —continuó Wesley—. Pues dentro del sobre había también una foto: tú y Lucy, juntas en Miami. Al parecer, estáis sentadas en el patio trasero de la casa de tu madre.

Cerré los ojos un instante y respiré profundamente mientras él proseguía, inflexible:

—Gault también sabe que Lucy es tu punto más vulnerable. Yo tampoco quiero que se fije en ella, pero lo que intento hacerte ver es que, probablemente, ya lo ha hecho. Ha irrumpido en un mundo donde ella es dios. Se ha apoderado de CAIN.

—Entonces, por eso la has trasladado —musité.

Wesley me contempló mientras se esforzaba en encontrar un modo de ayudarme. Vi el infierno que se ocultaba tras su frialdad y su reserva y percibí su dolor terrible. Benton tenía hijos.

—La has trasladado a la planta de seguridad, conmigo —insistí—. Temes que Gault pueda venir tras ella.

Continuó en silencio.

—Quiero que vuelva a la universidad, a Charlottesville. Quiero que regrese allí mañana —exigí con una ferocidad que no sentía.

Lo que quería de verdad era que Lucy no conociera en absoluto mi mundo, pero eso ya no sería posible nunca más.

—No puede ser —se limitó a responder Wesley—. Y tampoco puede quedarse contigo en Richmond. Para serte franco, en este momento no puede quedarse en ningún sitio salvo aquí. Es donde estará más segura.

—¡No puede quedarse aquí el resto de su vida! —protesté.

—Hasta que lo capturemos...

—¡Quizá no lo atrapemos nunca, Benton!

—Entonces —respondió él con una mirada cansada—, puede que las dos terminéis en nuestro programa de protección de testigos.

—No renunciaré a mi identidad. A mi vida. ¿Qué diferencia hay entre eso y estar muerta?

—Hay mucha diferencia —dijo Benton con voz pausada, y supe que estaba viendo cuerpos molidos a golpes, decapitados y con heridas de bala.

—¿Qué hago con la tarjeta de crédito robada? —pregunté, aturdida, poniéndome ya en pie.

—Cancélala —me aconsejó—. Esperaba que podríamos usar fondos de bienes decomisados y de batidas antidroga, pero no podemos hacerlo... —Se interrumpió, y yo moví la cabeza con incredulidad—. No es decisión mía. Ya conoces los problemas de presupuesto. Tú también los tienes.

—¡Señor! —exclamé—. Creía que querías seguir a Gault.

—No es probable que la tarjeta nos indique dónde está; sólo nos dirá dónde ha estado.

—¡No puedo creerlo!

—Échales la culpa a los políticos.

—¡No quiero saber nada de problemas de presupuesto o de políticos! —exclamé.

—Kay, últimamente el FBI apenas alcanza a pagar la munición para las prácticas de tiro. Y ya conoces los problemas de personal. Yo mismo, en estos momentos, estoy trabajando en ciento treinta y nueve casos. El mes pasado se jubilaron dos de mis mejores agentes. Ahora, la unidad ha quedado reducida a nueve. ¡Nueve! Eso significa que un total de diez de nosotros debe intentar cubrir todo Estados Unidos, más los casos que nos envíen del extranjero. ¡Pero si la única razón de que contemos contigo es que no te pagamos!

—No hago esto por dinero.

—Cancela la tarjeta —insistió Wesley, agotado—. Yo lo haría de inmediato.

Me quedé mirándole largo rato y salí.

10

C
uando regresé a la habitación, Lucy ya había terminado de correr y se había duchado. La cena se servía en la cafetería, pero ella estaba en Gestión de Ingeniería, trabajando.

—Esta noche vuelvo a Richmond —le dije por teléfono.

—Pensaba que te quedarías a pasar la noche —respondió, y detecté en su voz cierta decepción.

—Marino viene a buscarme.

—¿Cuándo?

—Está en camino. Podríamos cenar juntas antes de que me marche.

—Bien. Me gustaría que viniera Jan.

—De acuerdo —acepté—. Pero deberíamos contar también con Marino. Ya viene hacia aquí.

Lucy permaneció callada.

—¿Por qué no hacemos primero un recorrido, tú y yo solas? —sugerí.

—¿Por las instalaciones?

—Sí. Estoy autorizada, siempre que me ayudes a cruzar todos esos sensores, puertas cerradas, máquinas de rayos X y misiles termo dirigidos.

—Muy bien, tendré que comprobar la autorización. Aunque la fiscal general aborrece que la llame a casa.

—Voy enseguida.

La Sede de Investigaciones de Ingeniería constaba de tres edificios de hormigón y cristal rodeados de árboles y no se podía acceder al aparcamiento sin detenerse ante una garita instalada a no más de veinte metros de la ubicada a la entrada de la Academia. Las instalaciones albergaban la sección más secreta del FBI y sus empleados tenían que dejar que unas escotillas biométricas comprobaran sus huellas dactilares antes de que las puertas de plexiglás les franquearan el paso. Lucy estaba esperándome ante ellas. Eran casi las ocho de la tarde.

—Hola —me dijo.

—He visto una decena de coches, por lo menos, en el aparcamiento —comenté—. ¿Es habitual que se trabaje hasta tan tarde?

—Aquí la gente entra y sale a todas horas. Aunque la mayor parte del tiempo no veo a nadie.

Avanzamos por una extensión enorme de alfombras y paredes beige y pasamos ante puertas cerradas que conducían a unos laboratorios en los que científicos e ingenieros trabajaban en proyectos de los cuales no podían hablar. Yo sólo tenía una vaga idea de lo que se cocía allí, aparte del trabajo de Lucy con CAIN, pero sabía que la misión de aquellas instalaciones era prestar apoyo tecnológico a cualquier trabajo que pudiera ejecutar un agente especial, desde el seguimiento de sospechosos a filmar o a descender en rappel de un helicóptero, o a utilizar un robot en una redada. Que Gault hubiera entrado allí era lo mismo que si vagara libremente por la NASA o por una central nuclear: impensable.

—Benton me ha hablado de la fotografía que tenías en tu mesa de trabajo —dije a Lucy mientras tomábamos un ascensor.

Mi sobrina pulsó el botón de la segunda planta.

—Gault ya conoce tu aspecto, si es eso lo que te preocupa —respondió—. Ya te ha visto dos veces, por lo menos.

—Me desagrada la perspectiva de que ahora también te conozca a ti —subrayé.

—Das por descontado que él tiene esa foto —dijo ella.

Entramos en una conejera gris de cubículos llenos de instrumentos diversos, especialmente impresoras, y pilas de papel. La unidad central de CAIN se hallaba tras los cristales en un espacio con aire acondicionado, repleto de monitores, módems y kilómetros de cable ocultos bajo el suelo.

—Tengo que comprobar una cosa —murmuró Lucy, y mostró su huella dactilar ante el visor del sistema de segundad que abría la puerta del recinto.

La seguí a la atmósfera helada del interior, cargada con la electricidad estática de un tráfico invisible que circulaba a velocidades increíbles. Las luces de los módems emitían su parpadeo rojo y verde y una pantalla de vídeo de dieciocho pulgadas anunciaba CAIN en unas letras brillantes con tantas crestas y verticilos como la imprenta dactilar de la persona que accedía a la sala.

—La foto estaba en el sobre con la tarjeta de American Express que, al parecer, tiene ahora Gault —dije a mi sobrina—. Por pura lógica, ha de tener ambas cosas, ¿no crees?

—Puede que estén en otras manos. —Lucy contempló atentamente los módems; luego, volvió la mirada a la pantalla y tomó unas notas—. Depende de quién registró mi mesa, realmente.

En todo momento habíamos dado por sentado que Carrie estaba sola cuando entró clandestinamente y cogió lo que quería, fuera lo que fuese. Pero ahora ya no estaba yo tan segura.

—Puede que Carrie no estuviera sola —apunté.

Lucy no respondió. Añadí:

—De hecho, no creo que Gault pudiera resistirse a la tentación de entrar. Yo diría que estuvo aquí con ella.

—Sería correr un riesgo terrible cuando a uno lo buscan por asesinato.

—Lucy, ya es un riesgo terrible el mero hecho de colarse aquí.

Ella continuó tomando notas mientras los colores de CAIN giraban en la pantalla y las luces se encendían y apagaban alternativamente. CAIN era un calamar de la era espacial cuyos tentáculos ponían en conexión a las fuerzas del orden del país y del extranjero; su cabeza era una caja vertical de color beige con varios botones y ranuras. Entre el ronroneo del aire acondicionado, casi me pregunté si la máquina sabría de qué estábamos hablando.

—¿Qué otra cosa pudo haber desaparecido de tu despacho? —pregunté a continuación—. ¿Has echado en falta algo más?

Lucy estudiaba, ausente, el centelleo de la luz de un módem. Con la misma expresión perpleja levantó la vista hacia mí y declaró:

—Tiene que entrar a través de uno de estos módems.

Tomó asiento ante un teclado, pulsó la barra espaciadora y el protector de pantalla de CAIN se desvaneció. Lucy se registró y empezó a teclear mandos de UNIX que no tenían el menor sentido para mí. A continuación desplegó el menú de Administración de Sistema y entró en el registro de accesos.

—He entrado aquí continuamente para comprobar el tráfico de los módems —comentó mientras escudriñaba la pantalla—. A menos que esa persona se encuentre físicamente en este edificio y conectada al sistema, tiene que acceder por módem.

—No hay otro medio —asentí.

—Bueno... —Respiró profundamente y continuó—: En teoría se podría utilizar un receptor para recoger la actividad del teclado mediante la radiación de Van Eck. No hace mucho, algunos agentes soviéticos se dedicaban a ello.

—Pero con eso no entrarías de verdad en el sistema —apunté.

—No, aunque sí podrías conseguir contraseñas y otras informaciones que te darían acceso si tuvieras el número al cual llamar.

—¿Se cambiaron esas contraseñas después de lo sucedido?

—Desde luego. He cambiado todo lo que se me ha ocurrido y, de hecho, los números de acceso se han vuelto a cambiar más adelante. Además, tenemos módems para confirmación de llamadas. Tú llamas a CAIN y él te vuelve a llamar para confirmar que estás autorizada. —Lucy parecía desanimada y enfadada.

—Si añades un virus a un programa —planteé en un intento de ser útil—, ¿no cambia eso las dimensiones del archivo? ¿No puede ser ése un modo de descubrir dónde está el virus?

—Tienes razón, eso cambia el tamaño del archivo —respondió—, pero el problema es que el programa UNIX utilizado para explorar archivos y localizar algo así, que se llama
checksum
, no es seguro desde el punto de vista criptográfico. Pienso que quien ha hecho esto ha incluido un
checksum
compensador que haga desaparecer los bytes del programa virus.

—¿Así pues, el virus es invisible?

Lucy asintió con aire distraído y supe que pensaba en Carrie. A continuación, tecleó un mandato para ver qué cuerpos de seguridad había conectados en aquel momento. Estaba Nueva York, y también Charlotte y Richmond. Lucy me indicó los módems correspondientes. Las luces titilaban en los frontales de los aparatos conforme recogían los datos trasmitidos por la línea telefónica.

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