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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (17 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—He comprado unas cuantas cosas en la cantina.

—Tomaré una Perrier.

Lucy volvió al salón con las bebidas.

—¿No hay programas antivirus? —pregunté.

—Esos programas sólo descubren virus como el Viernes 13, la Ameba Maltesa, el Colocado o el Miguel Ángel. Lo que tenemos aquí es un virus creado específicamente para CAIN. Fue un trabajo hecho desde dentro y no existe programa antivirus para él, a menos que yo me ocupe de crearlo.

—Y no podrás ponerte a ello hasta que hayamos encontrado el virus, ¿no es esto?

Lucy bebió un largo sorbo de su Gatorade.

—¿Crees que habría que cancelar CAIN? —insistí.

Ella se encogió de hombros.

—Voy a ocuparme de Jan —respondió poniéndose en pie—. No puede cruzar las puertas exteriores y dudo de que la oigamos llamar.

Yo también me levanté y llevé el equipaje al dormitorio, decorado sin pretensiones y dotado de un sencillo armario de pino. A diferencia de otras habitaciones, la suite de seguridad tenía cuartos de baño privados. Al otro lado de las ventanas se extendía un panorama de campos nevados que daban paso a bosques inacabables. Lucía un sol tan radiante que parecía un día de primavera y lamenté no tener tiempo de darme un baño. Deseaba quitarme de encima Nueva York.

Lucy llamó a la puerta mientras me cepillaba los dientes.

—¿Tía Kay? Nos vamos...

Me enjuagué la boca rápidamente y volví a la sala de estar. Lucy se había calzado unas Oakley y estaba haciendo estiramientos junto a la puerta. Su amiga se anudaba el cordón de una zapatilla con el pie sobre una silla.

—Buenas tardes, doctora Scarpetta —me saludó Janet, incorporándose rápidamente—. Espero que no le importe encontrarme aquí. No querría molestarla.

Pese a mis esfuerzos por tranquilizarla, la muchacha siempre actuaba como un cabo sorprendido por la súbita presencia del general Patton. Era una agente recién ingresada y yo había reparado en ella por primera vez durante mi intervención como conferenciante invitada, el mes anterior. En aquella ocasión, mientras pasaba diapositivas sobre muertes violentas y preservación de la escena del crimen, sus ojos no se habían apartado de mí desde el fondo de la sala. En la penumbra, yo había notado cómo me estudiaba desde su asiento y me había llamado la atención que, durante los descansos, no hablara con nadie y desapareciese escaleras abajo.

Más tarde supe que Lucy y ella eran amigas y tal vez eso y la timidez explicaban su actitud hacia mí. Bien formada gracias a horas de gimnasio, Janet tenía una melena rubia hasta los hombros y unos ojos azules casi violeta. Si todo iba bien, se graduaría en la Academia en menos de dos meses.

—Si alguna vez le apetece correr con nosotras, doctora, será bien recibida.

—Eres muy amable —respondí con una sonrisa—. Y me halaga que pienses que podría hacerlo.

—Por supuesto que podría.

—Seguro que no. —Lucy apuró su Gatorade y dejó el envase vacío sobre el aparador—. Detesta correr. Mientras lo hace sólo tiene pensamientos negativos en la cabeza.

Cuando hubieron salido, regresé al baño, me lavé la cara y me miré en el espejo. Mis cabellos rubios parecían más grises que por la mañana y el corte de pelo se había estropeado un poco. No llevaba maquillaje y mi cara parecía recién salida de la secadora y necesitada de plancha. Lucy y Janet tenían el rostro inmaculado, terso y brillante, como si la naturaleza se complaciera en esculpir y pulir sólo a los jóvenes. Volví a cepillarme los dientes y eso me hizo pensar en Jane.

La unidad de Benton Wesley había cambiado de nombre muchas veces y ahora formaba parte del Equipo de Rescate de Rehenes, pero su ubicación seguía estando a veinte metros bajo la Academia, en un sótano sin ventanas que en un tiempo había sido el refugio antiaéreo de Hoover. Encontré a Wesley en su despacho, hablando por teléfono. Me dirigió una breve mirada mientras pasaba las hojas de un grueso expediente.

Esparcidas delante de él había unas fotografías de un caso reciente que no tenía que ver con Gault. La víctima era un hombre que había recibido ciento veintidós puñaladas. El individuo fue además estrangulado con una soga y su cuerpo había aparecido boca abajo sobre la cama, en una habitación de un motel de Florida.

—Es un crimen con firma —decía Wesley a su interlocutor—. Bueno, está el flagrante exceso de cuchilladas y la inusual configuración de las ataduras. Exacto: una lazada en torno a cada muñeca, al estilo de unas esposas.

Tomé asiento. Wesley llevaba puestas las gafas de leer y noté que se había peinado con los dedos. Parecía cansado. Mis ojos se posaron en los bellos óleos de las paredes y en los libros autografiados de las vitrinas. A menudo acudían a visitarle escritores de novelas y guionistas, pero no se vanagloriaba de relacionarse con celebridades. Creo que lo encontraba embarazoso y de mal gusto. Para mí que, si la decisión dependiera de él completamente, no habría recibido a nadie.

—Sí, fue un método de ataque muy sangriento, por no decir más. Los otros también lo fueron. Hablamos de un caso de dominación, de un ritual impulsado por la rabia.

Observé que tenía sobre la mesa varios manuales del FBI, de tapas azul celeste, que procedían de Gestión de Ingeniería. Uno de ellos era un manual de instrucciones de CAIN en cuya redacción había intervenido Lucy y que estaba marcado en numerosos lugares con papel autoadhesivo. Me pregunté si las marcas serían cosa suya o de Lucy e intuí la respuesta mientras notaba una opresión en el pecho. Me dolía el corazón como cada vez que Lucy tenía problemas.

—Amenazaba su sentido de dominio. —Wesley buscó mi mirada—. Sí, la reacción ha de ser de rabia. Con alguien así, siempre sucede.

Llevaba una corbata negra con rayas de un dorado pálido y, como de costumbre, una camisa blanca y almidonada. Lucía unos gemelos del departamento de Justicia, el anillo de boda y un discreto reloj de oro con una correa de piel negra que Connie le había regalado en el vigésimo quinto aniversario de su matrimonio. Tanto él como su mujer venían de familias adineradas y llevaban una vida de discreta comodidad.

Colgó el teléfono y se quitó las gafas.

—¿Qué sucede? —pregunté, y me enojó comprobar que su presencia me aceleraba el pulso.

Wesley recogió las fotos y las guardó en un sobre.

—Otra víctima en Florida —dijo.

—¿La zona de Orlando, de nuevo?

—Sí. Te haré llegar los informes tan pronto como los tengamos.

Asentí y cambié de tema.

—Supongo que te has enterado de lo sucedido en Nueva York.

—Lo del buscapersonas, ¿no?

Asentí otra vez.

—Me temo que estoy al corriente —dijo Wesley, frunciendo el entrecejo—. Quiere provocarnos, mostrarnos su desprecio. Sigue con sus juegos, sólo que el asunto se pone cada vez más serio.

—Sí, mucho más serio. Pero no deberíamos concentrarnos sólo en él —apunté.

Wesley me escuchó con la mirada fija en mis ojos y las manos unidas sobre el expediente del caso de asesinato que momentos antes comentaba por teléfono.

—Sería muy fácil dejarse obsesionar por Gault hasta el punto de no investigar a fondo ciertos elementos. Por ejemplo, es muy importante identificar a esa mujer de Central Park a la que creemos que mató.

—Yo diría que todo el mundo lo considera importante, Kay.

—Todo el mundo «dice» que lo considera importante —repliqué, al tiempo que empezaba a crecer en mí una cólera sorda—, pero lo que la policía y el FBI quieren de verdad es capturar a Gault, e identificar a esa indigente no es una prioridad. La mujer no es más que otro de esos pobres sin nombre que los presos enterrarán en la fosa común.

—Pero para ti, evidentemente, sí es una prioridad.

—Desde luego.

—¿Por qué?

—Porque creo que todavía tiene algo que decirnos.

—¿Acerca de Gault?

—Sí.

—¿En qué te basas para afirmarlo?

—En mi intuición —respondí—. Y también es una prioridad porque estamos obligados, moral y profesionalmente, a hacer todo lo que podamos por ella. Tiene derecho a ser enterrada con un nombre.

—Por supuesto. Y todos, el departamento de Policía de Nueva York, la policía de Tráfico y el FBI... todos queremos descubrir su identidad.

Pero no di crédito a sus palabras.

—En realidad, a ninguno nos importa —repliqué llanamente—. Ni a la policía, ni a los forenses, ni a esta unidad. Ya sabemos quién la mató y, por lo tanto, nos da igual lo que sea de ella. Así son las cosas cuando una habla de una jurisdicción tan agobiada por la violencia como la de Nueva York.

Wesley desvió la mirada y deslizó sus esbeltos dedos por la estilográfica Mont Blanc.

—Me temo que hay algo de verdad en lo que dices. —Me miró de nuevo—. Pero si no nos ocupamos de eso es porque no podemos, no porque no queramos. Quiero capturar a Gault antes de que vuelva a matar. Eso es lo fundamental.

—Como debe ser. Y no sabemos si esa mujer nos puede ayudar en ello. Tal vez pueda.

Leí la mueca de depresión en su rostro y la noté en su voz fatigada:

—Se diría que su único vínculo con Gault es que coincidieron en el museo. Hemos inspeccionado los efectos personales de la chica y no hay nada que pueda conducirnos a él. Por eso me pregunto qué más podrías averiguar de ella que nos ayude a atraparlo.

—No lo sé —respondí—. Pero cuando en Virginia tengo una víctima sin identificar, no descanso hasta que he hecho todo lo posible por resolver el caso. Esta vez es Nueva York, pero estoy involucrada porque trabajo en tu unidad y me has invitado a participar en la investigación. —Hablé con convicción, como si el caso del horrendo asesinato de Jane estuviera siendo juzgado en aquella sala—. Si no puedo llevar las cosas a mi manera, no continuaré como asesora del FBI ni un minuto más.

Wesley escuchó mi declaración con preocupación y paciencia. Me di cuenta de que sentía casi la misma frustración que yo, pero había una diferencia. Él no había crecido en la pobreza y, en nuestras peores disputas, yo siempre utilizaba tal argumento contra él.

—Si la muerta fuera una persona importante, le preocuparía a todo el mundo —afirmé. Wesley guardó silencio—. Cuando una es pobre —añadí—, no hay justicia. A menos que alguien presione.

Me miró fijamente.

—Pues bien, Benton, en este caso presiono yo —añadí.

—Explícame qué pretendes hacer —dijo él.

—Quiero hacer cuanto sea preciso para descubrir quién era Jane. Y quiero tu apoyo para ello.

Me estudió durante unos momentos. Estaba reflexionando.

—¿Por qué esta víctima? —quiso saber.

—Creo habértelo explicado.

—Ten cuidado. No vaya a ser que tengas motivos personales...

—¿Qué insinúas?

—Lucy...

Noté un escalofrío de irritación.

—Lucy podría haber sufrido una lesión en la cabeza tan grave como la de esa mujer —continuó—. Lucy siempre ha sido una especie de huérfana y no hace tanto estuvo desaparecida, vagando por Nueva Inglaterra, y tuviste que ir a buscarla.

—Me estás acusando de proyectar...

—No te acuso. Exploro esa posibilidad contigo.

—Sólo trato de hacer mi trabajo —repliqué—. Y no tengo el menor deseo de que me psicoanalicen.

—Entiendo. —Titubeó—. Bien, haz lo que debas. Te ayudaré en todo lo que pueda y estoy seguro de que Pete también.

Tras esto, pasamos a tratar el tema, más espinoso, de Lucy y CAIN. Wesley se mostraba reacio a hablar de ello. Se levantó a servir unos cafés al tiempo que sonaba el teléfono del antedespacho y su secretaria tomaba otro mensaje. El aparato no había dejado de sonar desde mi llegada y yo sabía que siempre era así. Su despacho era como el mío. El mundo estaba lleno de desesperados que tenían nuestro número y nadie más a quien llamar.

—Sólo dime qué crees que ha hecho Lucy —dije cuando volvió con los cafés.

—Hablas como su tía —comentó mientras dejaba una taza ante mí.

—No. Ahora hablo como su madre.

—Preferiría que tratáramos el tema como dos profesionales.

—Muy bien —asentí—. Puedes empezar por ponerme al corriente.

—El espionaje que empezó en octubre pasado con el intruso que penetró en Gestión de Ingeniería todavía está en marcha —me confió—. Alguien se ha colado en CAIN.

—Eso ya lo sé.

—Pero ignoramos quién —dijo él.

—Suponemos que fue Gault, ¿no? —respondí.

Wesley levantó su taza y me miró a los ojos.

—Desde luego, no soy un experto en ordenadores. Pero ;' hay algo que debes ver.

Abrió una delgada carpeta y extrajo de ella una hoja de papel. Cuando me la entregó, observé que era una copia impresa de una pantalla de ordenador.

—Es una página del registro de entradas de CAIN en el momento exacto en que se recibió el mensaje más reciente en la terminal del VIC AP de la unidad de Comunicaciones de la policía de Tráfico. ¿Notas algo fuera de lo corriente? —me preguntó.

Pensé en la copia impresa que Lucy me había mostrado, con el malévolo mensaje sobre los «policías muertos». Tuve que mirar un minuto las anotaciones de entradas y salidas, las identificaciones, las fechas y las horas para darme cuenta del problema. Entonces sentí miedo.

La identificación de usuaria de Lucy no era la tradicional. No estaba formada por la inicial del nombre y las siete primeras letras del apellido, sino que utilizaba la clave LUCYTALK y, según el registro, constaba como la súper usuaria cuando CAIN había enviado el mensaje a Nueva York.

—¿La has interrogado sobre esto? —pregunté a Wesley.

—La han interrogado y no le ha dado importancia al tema porque, como observarás en ese papel, Lucy entra y sale del sistema durante todo el día y, en ocasiones, también fuera del horario.

—Pues está preocupada. No sé qué te diría, Benton, pero cree que la han trasladado a la planta de seguridad para poder vigilarla.

—Es cierto, está bajo vigilancia.

—Que estuviera trabajando en el momento en que el mensaje fue enviado a Nueva York no significa que lo enviase ella —insistí.

—Me doy cuenta. En el registro no hay nada que indique que lo envió ella. En verdad, no hay nada que indique que nadie lo enviara.

—¿Quién te ha llamado la atención sobre esto? —pregunté entonces, pues sabía que Wesley no tenía por costumbre estudiar los registros de entradas.

—Burgess.

—Entonces, alguien de Gestión de Ingeniería se lo presentaría a él primero.

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