Una muerte sin nombre (22 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Una muerte sin nombre
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Me dormí dándole vueltas a todo aquello y tuve un sueño perturbador. Una figura con una larga túnica negra y un rostro como un globo blanco me lanzaba una insípida sonrisa desde un espejo antiguo. Cada vez que pasaba ante el espejo, la figura me miraba con su sonrisa gélida. El rostro estaba vivo y muerto a la vez y parecía no tener sexo. A la una de la madrugada, desperté bruscamente. Agucé el oído, pendiente de si captaba ruidos extraños en la oscuridad. Me levanté, bajé la escalera y oí roncar a Marino.

Le llamé en voz baja. El ritmo de los ronquidos no se perturbó.

—¿Marino? —susurré, acercándome más.

Se incorporó de pronto y lo oí buscar el arma a tientas.

—¡Por el amor de Dios, no vaya a disparar!

—¿Eh? —Miró a su alrededor y yo escudriñé sus facciones pálidas a la luz mortecina del fuego. Marino reconoció dónde estaba y dejó la pistola en la mesa—. No vuelva a acercarse de esa manera.

—¿De qué manera?

—Tan furtivamente.

Me senté a su lado en el sofá. Reflexioné que sólo llevaba puesto el camisón y que Marino no me había visto nunca así, pero no le di importancia.

—¿Algo va mal? —preguntó.

—No hay apenas nada que ande bien, me temo —respondí con una risilla pesarosa.

Su mirada empezó a vagar y percibí la batalla que libraba en su interior. Siempre había sabido que Marino tenía un interés por mí que yo no podía corresponder. Aquella noche la situación era más difícil porque no podía refugiarme tras los muros de las batas de laboratorio, el instrumental, los trajes sastre y los títulos. Llevaba un camisón de amplio escote, de suave franela del color de la arena. Era medianoche y Marino estaba durmiendo en mi casa.

—No puedo pegar ojo —añadí.

—Pues yo dormía como un tronco. —Tumbado boca arriba, colocó las manos detrás de la cabeza y me observó.

—La semana que viene debo presentarme para formar parte de un jurado. —Marino no hizo el menor comentario—. Y en los próximos días he de declarar en varios casos ante los tribunales. Y tengo un despacho de que ocuparme. No puedo hacer la maleta y marcharme de la ciudad como si tal cosa.

—Lo de las declaraciones no es problema —respondió él—. Nos ocuparemos de que no tenga que presentarse.

—No quiero que hagan tal cosa.

—Y respecto al jurado, la van a impugnar de todos modos —continuó—. Ningún abogado defensor la admitirá en su juicio.

No dije nada.

—Puede marcharse de permiso. De los casos de los tribunales se encargará otro. Quizá le gustaría evadirse un par de semanas. A esquiar. A algún lugar del Oeste.

Cuanto más hablaba él, más trastornada me sentía.

—Tendrá que usar un nombre supuesto —continuó—. Y deberá disponer de protección. No puede marcharse a una estación de esquí sin protección.

—Mire —repliqué—, nadie me va a asignar un agente del FBI o del Servicio Secreto, si es eso lo que está pensando. Los derechos sólo se exaltan cuando ya han sido violados. A la mayoría de la gente no se le asigna agentes o guardias hasta que ya ha sido agredida o asesinada.

—Puede contratar a alguien que también podría hacer de chofer, pero no debe utilizar su coche. —Se interrumpió unos instantes, pensativo, con la mirada fija en el techo—. ¿Cuánto hace que lo tiene?

—Ni dos meses.

—¿Es de McGeorge, verdad? —Se refería al concesionario Mercedes de la ciudad.

—Sí.

—Se lo llevaré y veré si le prestan temporalmente algo menos llamativo que ese enorme «nazi móvil» negro que tiene en el garaje.

Furiosa, me levanté del sofá y me acerqué al fuego.

—¿Y a qué más debería renunciar? —mascullé con tono agrio, mientras contemplaba las llamas que envolvían los troncos artificiales. Marino no respondió y me lancé a una diatriba.

»No dejaré que Gault me convierta en otra Jane. Es como si ese cerdo me estuviera preparando para hacerme lo mismo que a ella. Intenta quitarme todo lo que tengo. Incluso el nombre. Dice usted que debería usar uno falso. Y que debería ser menos conspicua. O menos característica. No podría vivir en ninguna parte, ni conducir, ni decirle a nadie dónde localizarme.

»Los hoteles y la seguridad privada son muy caros, así que, tarde o temprano, se acabarían mis ahorros. Soy la forense jefe de Virginia y ya me podría considerar sin empleo. El gobernador me despediría. Poco a poco, perdería todo lo que tengo y todo lo que he sido. Por culpa de él.

Marino siguió sin responder, y entonces me di cuenta de que se había dormido. Una lágrima me resbaló por la mejilla mientras le tapaba hasta la barbilla con la ropa de cama. Luego volví a mi habitación.

12

A
parqué detrás del edificio a las siete y cuarto y me quedé un rato en el coche contemplando el asfalto cuarteado, el estuco deslustrado y la valla de tela metálica medio hundida que rodeaba el aparcamiento.

Detrás de mí quedaban las vías del tren y el paso elevado de la I—95 y, más allá, los límites exteriores de un centro urbano degradado y azotado por el crimen. Allí no había árboles ni plantas, y muy poca hierba. En mi nombramiento para aquel cargo no se había previsto en absoluto que gozara de una buena panorámica, pero en el momento presente no me importaba. Echaba de menos mis oficinas y a mi equipo, y todo lo que abarcaba mi vista resultaba reconfortante.

Ya en el depósito, me detuve en el despacho para comprobar los casos del día. Había que estudiar un suicidio, junto con el caso de una anciana de ochenta años que había fallecido en casa a causa de un carcinoma de pecho sin tratar. Una familia entera había muerto la tarde anterior al ser arrollado su coche por un tren; cuando leí los nombres, se me encogió el corazón. Decidí ocuparme de los preliminares mientras esperaba a mis ayudantes y abrí la sala frigorífica y las puertas que conducían al recinto de autopsias.

Las tres mesas estaban bruñidas y relucientes y el suelo de baldosas, limpísimo. Mis ojos recorrieron las casillas abarrotadas de formularios, los instrumentos y tubos de ensayo pulcramente ordenados en los carritos, y los estantes de acero donde se guardaban el equipo de filmación y la película. En el vestuario comprobé los paños y las almidonadas batas de laboratorio mientras me colocaba una de ellas y un delantal de plástico; después, salí al pasillo y me acerqué a un carretón que contenía mascarillas quirúrgicas, fundas para los zapatos y protecciones faciales.

Me puse los guantes y continué la inspección al tiempo que entraba en el frigorífico para sacar el primer caso. Los cuerpos esperaban en bolsas negras sobre las camillas; el aire estaba adecuadamente enfriado a un grado centígrado y convenientemente desodorizado, habida cuenta de que teníamos la cámara al completo. Leí las etiquetas atadas al dedo gordo de cada pie hasta que encontré la que buscaba y saqué la camilla.

Tardaría más de una hora en presentarse alguien más y disfruté del silencio. Ni siquiera tuve necesidad de cerrar las puertas de la sala de autopsias, porque era demasiado pronto para que el ascensor del otro lado del pasillo estuviera ya lleno de científicos forenses que subían a las plantas superiores. No encontré la documentación del caso de suicidio y busqué otra vez en el despacho. El informe había ido a parar a la cesta que no debía. Los datos garabateados en él se equivocaban de dos días y gran parte del formulario estaba por rellenar. La única información adicional que ofrecía era el nombre del difunto y el dato de que el cuerpo había sido entregado a las tres de la madrugada por la Funeraria Sauls, lo cual me cogió de nuevas.

Mi despacho utilizaba tres servicios de recogida para el traslado y entrega de los cadáveres. Estas tres funerarias locales estaban de guardia las veinticuatro horas del día, de modo que en esa zona central de Virginia cualquier caso destinado al forense pasaba por una de las tres empresas. Por eso me resultaba sorprendente que el cuerpo del suicida hubiera sido entregado por una funeraria con la que no teníamos contrato, y el hecho de que el conductor no hubiera firmado la entrega. Me encendí de irritación. Sólo había estado ausente unos días y el sistema ya se desmoronaba. Acudí al teléfono y llamé al guardia de seguridad de noche, cuyo turno no terminaba hasta media hora más tarde. ..

—Soy la doctora Scarpetta —dije cuando contestó.

—Sí, señora.

—¿Con quién hablo, por favor?

—Evans.

—Señor Evans, esta madrugada, a las tres, han traído un presunto suicida.

—Sí, señora. Yo admití el cuerpo.

—¿Quién hizo el transporte?

Tras una pausa, el hombre respondió:

—Hum..., creo que fue Sauls.

—Aquí no trabajamos con Sauls.

Evans enmudeció.

—Creo que será mejor que venga —le dije.

—¿Al depósito?

Noté que titubeaba.

—Es donde estoy.

Calló otra vez. Percibí su fuerte resistencia. Muchos de los que trabajaban en el edificio no tragaban el depósito de cadáveres. No querían ni acercarse, y aún no había contratado a un solo guardia de seguridad que se atreviera a asomar la cabeza en el interior de la cámara frigorífica. Ni los guardias ni los empleados de la limpieza trabajaban mucho tiempo para mí.

Mientras esperaba a aquel intrépido guardia, Evans, descorrí la cremallera de la bolsa negra, nueva a juzgar por su aspecto. La víctima tenía la cabeza cubierta con una bolsa de basura negra, atada en torno al cuello con un cordón de zapato. Vestía un pijama empapado en sangre y llevaba una gruesa pulsera de oro y un reloj Rolex. Del bolsillo superior del pijama asomaba lo que parecía un sobre rosa.

Di un paso atrás y me fallaron las rodillas.

Corrí hasta las puertas, las cerré de golpe y encajé los pestillos. Enseguida, busqué el revólver en el bolso. La barra de labios y el cepillo para los cabellos cayeron al suelo. Mientras marcaba un número en el teléfono con manos temblorosas, pensé en el vestuario, en otros lugares donde podía esconderse alguien. Según la ropa que llevara, incluso podía esconderse en la cámara frigorífica, me dije frenética, y recordé las numerosas camillas y las bolsas negras con los cuerpos colocadas sobre aquéllas. Marqué el número del buscapersonas de Marino y, mientras esperaba su llamada, eché una nueva carrera hasta la gran puerta de acero y cerré con un chasquido el candado del tirador.

El teléfono sonó a los cinco minutos, en el momento en que Evans llamaba titubeante a las puertas de la sala de autopsias.

—¡Espere! —le grité—. ¡Quédese ahí!

Descolgué el teléfono.

—Soy yo —dijo Marino al otro lado de la línea.

—Venga aquí ahora mismo. —Me esforcé por que la voz no me temblara mientras asía con fuerza la empuñadura del revólver.

—¿Qué sucede? —preguntó él, alarmado.

—¡Dése prisa!

Colgué y marqué el 911. Después hablé con Evans a través de la puerta.

—La policía viene hacia aquí —le dije, casi a gritos.

—¿La policía? —preguntó elevando el tono.

—Tenemos un problema terrible aquí dentro. —Mi corazón no se calmaba—. Vaya usted arriba y espere en la sala de conferencias, ¿está claro?

—Sí, señora. Voy para allí enseguida.

Un mostrador de fórmica bordeaba la mitad de la longitud de la pared y me encaramé encima, colocada de tal modo que quedaba cerca del teléfono y tenía a la vista todas las puertas. Empuñé la Smith & Wesson del 38 y deseé tener allí mi Browning o el Benelli de la furgoneta de Marino. Contemplé la bolsa negra de la camilla como si pudiera moverse. Sonó el teléfono y di un respingo. Descolgué el auricular.

—Depósito —dije con voz temblorosa.

Silencio.

—¿Diga? —pregunté en tono más enérgico.

No respondió nadie.

Colgué y salté del mostrador. Me invadió una cólera que pronto se transformó en rabia y ésta disipó mi miedo como el sol dispersa la niebla. Abrí las dobles puertas que conducían al pasillo y entré otra vez en el despacho del depósito.

En la pared, sobre el teléfono, alguien había arrancado la lista de números telefónicos internos dejando solamente cuatro tiras de cinta adhesivas y unas esquinas de papel rotas. En aquella lista estaba el número del depósito y el de la línea directa de mi despacho de arriba.

—¡Maldito sea! —exclamé para mí—. ¡Maldito, maldito, maldito sea!

Oí sonar el zumbador de la entrada de ambulancias mientras me preguntaba qué más habría tocado o se habría llevado. Salí y pulsé un botón de la pared al tiempo que pensaba en mi despacho del piso de arriba. El portalón se abrió con un chirrido. Al otro lado estaba Marino, de uniforme, con dos patrulleros y un detective. Todos entraron apresuradamente en la sala de autopsias con las fundas de las pistolas desabrochadas. Fui tras ellos y dejé el revólver en el mostrador, convencida de no necesitarlo ya.

—¿Qué demonio sucede? —Marino contempló con expresión de desconcierto el cuerpo que yacía dentro de la bolsa abierta. Los otros agentes avanzaron, miraron en derredor y no parecieron ver nada anormal. Después me miraron a mí y se fijaron en el revólver que acababa de soltar.

—Doctora Scarpetta, ¿cuál es el problema? —preguntó el detective, a quien no conocía.

Expliqué lo de la funeraria y el traslado del cuerpo y me escucharon con cara absolutamente inexpresiva.

—Y el cuerpo ingresó con lo que parece una nota en el bolsillo. ¿Qué investigador de la policía permitiría tal cosa? Por cierto, ¿qué departamento de policía se encarga de esto? Aquí no consta ninguno —continué. Después agregué que el muerto venía con la cabeza cubierta por una bolsa de basura atada al cuello con un cordón de zapato.

—¿Qué dice la nota? —preguntó el detective, que llevaba un abrigo oscuro con cinturón, botas vaqueras y un Rolex de oro, sin duda falso.

—No la he tocado. Me pareció mejor esperar a que llegaran ustedes.

—Será mejor que echemos un vistazo —dijo el hombre.

Con las manos enguantadas, saqué el sobre del bolsillo de la chaqueta del pijama, tocando el papel lo menos posible. Me sobresaltó ver mi nombre y mi dirección particular pulcramente escritos con tinta de estilográfica. El sobre también llevaba sello. Lo trasladé al mostrador, lo abrí con cuidado empleando un escalpelo y desdoblé una única hoja de aquel papel de carta que ya me resultaba escalofriantemente familiar. La nota decía:

¡JO! ¡JO! ¡JO!

CAIN

—¿Quién es CAIN? —preguntó un agente mientras yo desataba el cordón y quitaba la bolsa de plástico que envolvía la cabeza del cadáver.

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