Authors: John Irving
Aquel viernes, en la tienda de marcos de Southampton, Eddie O'Hare comprendió una de esas cosas que le cambian a uno la vida: si el ayudante de escritor se había convertido en escritor, era Marion quien le había dado la voz. Si cuando había estado entre sus brazos, en su cama, dentro de ella, sintió por primera vez que era casi un hombre, perderla era lo que le proporcionaba algo que decir. La idea de vivir sin Marion era lo que le daba a Eddie O'Hare la autoridad para escribir.
«¿Tiene usted en su mente una imagen de Marion Cole?» —escribió Eddie—. «Quiero decir si, mentalmente, puede ver con exactitud su aspecto.» Eddie mostró estas dos frases a Penny Pierce.
—Sí, claro…, es muy guapa —dijo la dueña.
Eddie asintió. Entonces siguió escribiendo: «Muy bien. Aunque soy el ayudante del señor Cole, este verano me he acostado con la señora Cole. Calculo que Marion y yo hemos hecho el amor unas sesenta veces».
—¿Sesenta? —dijo la señora Pierce.
Había salido de detrás del mostrador a fin de poder leer por encima del hombro de Eddie lo que éste escribía.
«Lo hemos hecho durante seis, casi siete semanas, y normalmente lo hacíamos dos veces al día…, a menudo más de dos veces. Pero hubo una época en la que tuvo una infección y no pudimos hacerlo, y si tiene usted en cuenta la regla…»
—Comprendo… Así pues, unas sesenta veces —dijo Penny Pierce—. Continúa.
«Bien —escribió Eddie—. Mientras Marion y yo hemos sido amantes, el señor Cole, Ted de nombre, ha tenido una querida. La verdad es que era su modelo. ¿Conoce a la señora Vaughn?».
—¿Los Vaughn de Gin Lane? Tienen una magnífica… colección —dijo la dueña de la tienda de marcos. (¡Ese encargo, el de enmarcar los cuadros de los Vaughn, sí que le habría gustado!).
«Exacto, ésa es la señora Vaughn —escribió Eddie—. Tiene un hijo, un niño pequeño.»
—Sí, sí, ¡lo sé! —dijo la señora Pierce—. Sigue, por favor.
«De acuerdo. Esta mañana, Ted, es decir, el señor Cole, ha roto con la señora Vaughn. Imagino que el final de su relación no ha sido muy agradable. La señora Vaughn parecía habérselo tomado muy a pecho. Y, entretanto, Marion está haciendo las maletas…, se marcha. Ted no sabe que se marcha, pero ésa es la verdad. Y Ruth…, ésta es Ruth. Tiene cuatro años.»
—Sí, sí —asintió Penny Pierce.
«Ruth tampoco sabe que su madre se marcha —escribió Eddie—. Tanto Ruth como su padre volverán a su casa en Sagaponack y comprobarán que Marion se ha ido. Y también todas las fotografías, todas esas fotos que usted enmarcó, todas excepto la que usted tiene aquí, en la tienda.»
—Sí, sí… Dios mío, ¿qué dices? —dijo la señora Pierce.
Ruth la miró con el ceño fruncido y la mujer sonrió a la niña.
Eddie siguió escribiendo:
«Marion se lleva las fotos. Cuando Ruth vuelva a casa, la madre y las fotos habrán desaparecido. Sus hermanos muertos y su madre se habrán marchado. Y lo bueno de esas fotos es que cada una de ellas cuenta una historia. Hay cientos de historias, y Ruth se las sabe todas de memoria»
—¿Qué quieres que haga? —exclamó la señora Pierce.
—Sólo la fotografía de la madre de Ruth —replicó Eddie—. Está en una habitación de hotel, en París…
—Sí, conozco la foto —dijo Penny Pierce—. ¡Claro que puedes llevártela!
—Pues eso es todo —concluyó Eddie, y escribió: «He pensado que probablemente esta noche la niña necesitará algo que poner al lado de su cama. No habrá ninguna otra foto, ninguna de esas imágenes a las que se ha acostumbrado. He pensado que si tuviera una de su madre, en especial…»
—Pero no es una buena foto de los chicos —le interrumpió la señora Pierce—, sólo se ven los pies…
—Sí, lo sé. A Ruth le gustan sobre todo los pies.
—¿Están listos los pies? —inquirió la niña.
—Sí que lo están, cielo —le dijo solícita Penny Pierce.
—¿Quiere ver mis puntos? —preguntó la niña a la dueña de la tienda—. ¿Y… mi costra?
—El sobre está en el coche, Ruth, en la guantera —le explicó Eddie.
—Ah —dijo Ruth—. ¿Qué es la guantera?
—Iré a comprobar si la fotografía está preparada —anunció Penny Pierce—. Casi está lista, estoy segura.
La mujer recogió nerviosamente las hojas que estaban encima del mostrador, aunque Eddie seguía con la pluma en la mano. Antes de que se alejara, el muchacho la tomó del brazo.
—Perdone —le dijo, dándole la pluma—. Esto es suyo, pero ¿sería tan amable de darme lo que he escrito?
—¡Sí, claro! —respondió la dueña, y le entregó los papeles, incluso las hojas en blanco.
—¿Qué has hecho? —le preguntó Ruth a Eddie.
—Le he contado un cuento a la señora —le explicó el muchacho.
—Cuéntamelo —le pidió la niña.
—En el coche te contaré otro cuento —le prometió Eddie—. Después de que nos dé la foto de tu mamá.
—¡Y los pies! —insistió la pequeña.
—Sí, los pies también.
—¿Qué cuento vas a contarme? —le preguntó Ruth.
—No lo sé —admitió el muchacho.
Tendría que inventarse uno, pero, sorprendentemente, eso no le preocupaba lo más mínimo. Algo se le ocurriría, estaba seguro. Tampoco le preocupaba ya lo que tendría que decirle a Ted. Le diría todo lo que Marion le había pedido que le dijera… y cualquier otra cosa que le pasara por la cabeza. Creía poder hacerlo, tenía la autoridad necesaria para ello.
Penny Pierce también lo sabía. Cuando salió de la trastienda, llevaba consigo algo más que la foto enmarcada. Aunque la señora Pierce no se había cambiado de ropa, de alguna manera había sufrido una transformación, tenía un aire distinto… No era tan sólo un aroma fresco (un nuevo perfume), sino un cambio de actitud que la hacía casi atractiva. Para Eddie, estaba casi seductora. Hasta entonces no había reparado en ella como mujer.
Se había soltado el cabello, que antes llevaba recogido, y también había introducido ciertos cambios en su maquillaje. A Eddie no le resultó difícil descubrir qué era exactamente lo que la señora Pierce se había hecho. Tenía los ojos más oscuros y perfilados. El rojo de labios también era más oscuro, y su rostro, si no más juvenil, tenía más color. Se había desabrochado la chaqueta del traje y subido un poco las mangas, y los dos botones superiores de la blusa también estaban desabrochados. (Antes sólo lo había estado el botón de arriba.)
Al agacharse para mostrar a Ruth la fotografía, la señora Pierce reveló un espacio entre los senos que Eddie nunca habría imaginado. Al levantarse, le susurró al muchacho:
—No voy a cobrarte nada por este trabajo, naturalmente.
Eddie asintió, sonriente, pero Penny Pierce no había terminado con él. Le indicó una hoja de papel. Tenía una pregunta que hacerle, por escrito, porque era una pregunta que la señora Pierce nunca habría formulado de viva voz delante de la niña. «¿También te abandona a ti la señora Cole?», había escrito Penny Pierce.
—Sí —le dijo Eddie. La mujer le dio un pequeño apretón consolador en la muñeca.
—Lo siento —susurró.
Eddie no supo qué decirle.
—¿Se ha ido toda la sangre? —preguntó Ruth.
Para la pequeña era un milagro que la fotografía estuviera tan completamente restaurada. Como resultado del accidente, ella misma tenía una cicatriz.
—Sí, querida… ¡Está como nueva! —le dijo la señora Pierce—. Oye, muchacho —añadió la dueña, mientras Eddie tomaba a Ruth de la mano—, si alguna vez te interesa un trabajo…
Puesto que Eddie tenía la fotografía en una mano y sujetaba la mano de Ruth con la otra, no le quedaba ninguna mano libre para tomar la tarjeta de visita que le tendía Penny Pierce. Ésta, con un movimiento que le recordó a Eddie la ocasión en que Marion le puso el billete de diez dólares en el bolsillo posterior derecho, insertó diestramente la tarjeta en el bolsillo delantero izquierdo de los tejanos del muchacho.
—Tal vez el próximo verano, o el otro… Siempre necesito ayuda en verano —le dijo la dueña.
Una vez más, Eddie no supo qué decir y, una vez más, asintió sonriente. La tienda de marcos era un sitio elegante. La sala de exhibición estaba decorada con gusto y contenía ejemplos de marcos a medida. La sección de posters, siempre concurrida en verano, presentaba una colección de carteles de películas de los años treinta: Greta Garbo en el papel de Ana Karenina, Margaret Sullavan como la mujer que muere y se convierte en un fantasma al final de
Los tres camaradas
… Los anuncios de licores y vino también constituían un tema popular en los posters: había una mujer de aspecto peligroso que tomaba un Campari con sifón, y un hombre tan apuesto como Ted Cole, un cóctel con la cantidad y la marca correctas de vermú.
Cinzano, estuvo a punto de decir Eddie en voz alta. Trataba de imaginar cómo sería trabajar allí. Tardaría más de año y medio en comprender que Penny Pierce le había ofrecido algo más que un trabajo. Su recién descubierta «autoridad» era tan nueva para él que el muchacho aún no había aquilatado la extensión de su poder.
Entretanto, en la librería, Ted Cole realizaba primores caligráficos ante la mesa donde estampaba sus autógrafos. Su escritura era perfecta. Su firma lenta y como tallada con escoplo era hermosa de veras. Tratándose de un autor cuyos libros eran tan breves y que escribía tan poco, su autógrafo constituía un acto de amor. (Marion le dijo cierta vez a Eddie que la firma de Ted era «un acto de egolatría».) Para los libreros que a menudo se quejaban de que las firmas de los autores eran embrollados garabatos, tan indescifrables como las recetas de los médicos, Ted Cole era el rey de los firmantes de autógrafos. No había nada precipitado en su firma, ni siquiera cuando firmaba cheques. La letra cursiva parecía más bastardilla de imprenta que escritura manual.
Ted se quejó de las plumas al librero. Mendelssohn tuvo que ir de un lado a otro de la tienda en busca de la pluma perfecta. Tenía que ser una estilográfica, con la plumilla adecuada, y la tinta necesariamente negra o con la tonalidad roja apropiada. («Más parecida a la sangre que a un coche de bomberos», explicó Ted al librero.) En cuanto al azul, para el escritor era una abominación en cualquiera de sus tonalidades.
Así pues, Eddie O'Hare tuvo suerte. Mientras Eddie tomaba a Ruth de la mano y se encaminaba con ella al Chevy, Ted se tomó su tiempo. Sabía que cada buscador de autógrafos que se acercara a la mesa donde él estaba firmando era una posibilidad de ir en coche a casa, pero Ted era quisquilloso y no quería ser el pasajero de cualquier persona.
Por ejemplo, Mendelssohn le presentó a una mujer que vivía en Wainscott. La señora Hickenlooper le dijo que estaría encantada de llevarle a su casa en Sagaponack, pues no se desviaría mucho de su camino. Pero tenía que hacer algunas compras más en Southampton. Tardaría poco más de una hora, y después pasaría a recogerle por la librería. Ted le dijo que no se molestara y que estaba seguro de que antes de una hora alguien más se ofrecería a llevarle.
—Si no es ninguna molestia, de veras —replicó la señora Hickenlooper.
«¡Para mí sí que lo es!», pensó Ted, y se despidió afablemente de la mujer, la cual se marchó con un ejemplar de
El ratón que se arrastra entre las paredes
cuidadosamente dedicado a sus cinco hijos. A juicio de Ted, la señora Hickenlooper debería haber adquirido cinco libros, pero cumplió con su deber firmando el único ejemplar y encajando los cinco nombres de la progenie de los Hickenlooper en una sola y atestada página.
—Todos mis hijos han crecido —le dijo la señora—, pero usted les encantaba cuando eran pequeños.
Ted se limitó a sonreír. La señora Hickenlooper rondaba la cincuentena y tenía las caderas de una mula. Poseía un aire de solidez campesina. Era jardinera, o lo parecía. Llevaba una ancha falda de dril y tenía las rodillas enrojecidas y manchadas de tierra. «¡No puedes arrancar bien los hierbajos sin arrodillarte!», Ted había acertado a oír que la señora le decía a otro hombre en el local. Al parecer era un colega jardinero, y los dos compraban libros de jardinería.
Ted era desconsiderado al menospreciar a los jardineros. Al fin y al cabo, debía la vida al jardinero de la señora Vaughn, pues si aquel hombre valeroso no le hubiera aconsejado que echara a correr, tal vez Ted no habría podido evitar que el Lincoln negro le arrollara. Sin embargo, la señora Hickenlooper no era la conductora que Ted Cole buscaba para que le llevara casa.
Entonces reparó en una candidata más prometedora. Una joven de aspecto reservado, que debía de tener por lo menos la edad legal para conducir, titubeaba antes de acercarse a la mesa donde el autor firmaba sus libros. Estaba observando al famoso escritor e ilustrador con esa combinación característica de timidez y vivacidad que Ted atribuía a las muchachas a punto de acceder a unas cualidades más femeninas. Dentro de unos pocos años, el titubeo que ahora mostraba se habría transformado en cálculo e incluso en astucia. Y lo que ahora era juguetón, incluso atrevido, no tardaría en estar mejor refrenado. La chica tendría como mínimo diecisiete años, pero no había cumplido los veinte, y se mostraba al mismo tiempo vivaracha y desmañada, insegura de sí misma, pero también deseosa de ponerse a prueba. Era un poco torpe, pero no le faltaba audacia. Ted pensaba que probablemente era virgen. Por lo menos era muy inexperta, de eso estaba seguro.
—Hola —le dijo Ted.
La guapa joven que era casi una mujer se sorprendió tanto ante la inesperada atención que le dedicaba Ted que no pudo abrir la boca. Su semblante adquirió una intensa tonalidad roja, a medio camino entre el rojo de la sangre y el de un coche de bomberos. Su amiga, una chica muchísimo menos atractiva, con un aspecto engañosamente estúpido, se deshizo en bufidos y risitas. Ted no había observado que la joven bonita estaba en compañía de una amiga fea. Cuando uno se encuentra con una joven interesante sexualmente vulnerable, siempre tiene que enfrentarse a una compañera estúpida y poco atractiva.
Pero la presencia de la amiga no arredró a Ted, e incluso la consideró un reto intrigante. Si su presencia señalaba la imposibilidad de ir a la cama aquel mismo día, la seducción potencial de la joven guapa no era menos tentadora para él. Como Marion le dijera a Eddie, no era tanto el acto sexual en sí mismo como la perspectiva de realizarlo lo que excitaba a Ted. El impulso de hacerlo no era tan intenso como la espera ilusionada.
—Hola —respondió por fin la joven guapa.
Su fea amiga, que tenía forma de pera, no pudo contenerse y azoró a su compañera al decir: