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Authors: John Irving

Una mujer difícil (8 page)

BOOK: Una mujer difícil
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Pero ¿en qué sentido era la señora Cole una zombi? Eddie miraba al conductor del camión de almejas, quien se estaba comiendo un bocadillo de frankfurt regado con cerveza. Aunque el chico tenía hambre, pues no había comido nada desde el desayuno, debido a la ligera oscilación lateral del barco y al olor del combustible no le apetecía ingerir ningún alimento o bebida. De vez en cuando, la cubierta se estremecía y todo el barco se balanceaba, y a ello se añadía la circunstancia de que Eddie estaba sentado de cara al viento que acarreaba el humo de la chimenea. Empezó a marearse un poco. Se sintió mejor al deambular por la cubierta, y la mejoría fue definitiva cuando encontró un cubo de basura y aprovechó la ocasión para arrojar allí el sobre que le había dado su padre con los nombres y direcciones de todos los exonianos que vivían en los Hamptons.

Entonces Eddie hizo algo que le llevó a sentirse sólo un poco avergonzado de sí mismo. Se dirigió al conductor del camión de almejas, que estaba sentado, haciendo una digestión penosa, y con un aplomo notable le pidió excusas por el comportamiento de su padre. El camionero reprimió un eructo.

—No te lo tomes a pecho, chico —le dijo el hombre—. Todos tenemos padres.

—Claro —replicó Eddie.

—Además, lo más probable es que esté preocupado por ti —filosofó el camionero—. Como no soy ayudante de escritor, eso no me parece nada fácil. No acabo de entender qué es lo que tienes que hacer.

—Yo tampoco —le confesó Eddie.

—¿Quieres cerveza? —le ofreció el camionero, pero Eddie rehusó cortésmente. Ahora que se sentía mejor, no quería volver a marearse.

Para Eddie no había ninguna mujer ni muchacha que llamara la atención en la cubierta superior, pero al parecer el camionero no compartía su opinión, pues se puso a pasear por el barco mirando a todas las mujeres y muchachas sin excepción. Dos chicas que habían subido al transbordador en coche no paraban de hablar de sus cosas, y a pesar de que sólo tenían uno o dos años más que Eddie, o quizá su misma edad, era evidente que le consideraban demasiado joven para ellas. Eddie las miró una sola vez.

Una pareja europea se acercó a Eddie para pedirle en un inglés con fuerte acento extranjero que les hiciera una foto en la popa. Le dijeron que estaban en luna de miel. Eddie les complació encantado, y sólo después se le ocurrió pensar que, como la mujer era europea, tal vez no tendría los sobacos depilados. Pero llevaba una chaqueta de manga larga. El muchacho tampoco había podido discernir si llevaba sostén.

Regresó al lado de la pesada bolsa de lona y la maleta más pequeña. Ésta sólo contenía las camisas de vestir, las corbatas y la chaqueta «para todo uso». Pesaba muy poco, pero su madre le había dicho que de esa manera las prendas «buenas», como ella las llamaba, llegarían a su destino sin arrugas. (Su madre le había hecho la maleta.) En la bolsa de lona estaba todo lo demás, las prendas que él quería llevar, sus cuadernos de notas y algunos libros que el señor Bennett, que era con mucho su profesor de inglés preferido, le había recomendado.

Eddie no había incluido en su equipaje las obras completas de Ted Cole. Las había leído y, por lo tanto, ¿qué necesidad tenía de cargar con ellas? Las únicas excepciones eran el ejemplar de
El ratón que se arrastra entre las paredes
que poseía la familia O'Hare (el padre de Eddie había insistido en que le pidiera al señor Cole que se lo firmara) y el título que, entre los libros infantiles de Ted, era su favorito. Al igual que Ruth, Eddie tenía una obra favorita que no era la del famoso ratón. La preferida de Eddie se titulaba
La puerta en el suelo
, un texto que le asustaba de veras. No había examinado con suficiente atención la fecha de publicación para darse cuenta de que
La puerta en el suelo
era el primer libro que Ted Cole había publicado tras la muerte de sus hijos. Sólo él sabía hasta qué punto le había resultado penoso escribir ese libro, y desde luego reflejaba un poco el horror que Ted vivía en aquellos días.

Si el editor de Ted no se hubiera compadecido de él por lo que les había sucedido a sus hijos, es posible que hubiera rechazado el libro. La postura negativa de los críticos fue casi unánime, pero el libro se vendió tan bien como los demás libros de Ted, cuya popularidad parecía imparable. La misma Dot O'Hare había comentado que leer aquel libro en voz alta a cualquier niño sería un acto de indecencia que bordearía el maltrato, pero a Eddie le encantó
La puerta en el suelo
, relato hasta tal punto reprensible que llegó a convertirse en una especie de obra de culto en los campus universitarios.

Durante la travesía, Eddie echó un vistazo a
El ratón que se arrastra entre las paredes
. Lo había leído tantas veces que no volvió a leer una sola palabra y se limitó a mirar las ilustraciones, las cuales le gustaban más que a la mayoría de los críticos. Lo mejor que éstos decían de ellas era que «realzaban» el texto o que no eran «inoportunas». Los comentarios solían ser negativos, aunque no demasiado. (Por ejemplo: «Aunque las ilustraciones no restan valor al relato, le añaden poca cosa. Uno se queda esperando que la próxima vez sean mejores».) Sin embargo, a Eddie le gustaban.

El monstruo imaginario se arrastraba entre las paredes. Allí estaba, sin patas delanteras ni traseras, impulsándose con los dientes, avanzando sobre su pelaje. Mejor todavía era la ilustración del espeluznante vestido en el armario de mamá, el vestido que cobraba vida e intentaba bajar del colgador. Era un vestido por cuya parte inferior sobresalía un solo pie, descalzo, mientras que de una manga salía, contorsionándose, una mano con su muñeca. Lo más turbador de todo era que el contorno de un solo seno parecía hinchar el vestido, como si una mujer (o sólo algunos de sus miembros) se estuviera formando en el interior del vestido.

No había el dibujo consolador de un ratón auténtico entre las paredes. La última ilustración mostraba al más pequeño de los dos chicos despierto en la cama y asustado por el ruido que se aproximaba. El chico golpea la pared con la manita, para que el ratón se escabulla, pero el animal no sólo no lo hace sino que es desproporcionadamente enorme, no sólo mayor que los dos chicos juntos, sino mayor que la cabecera de la cama, mayor que la cama entera, incluida la cabecera.

En cuanto al libro de Ted Cole que Eddie prefería, lo sacó de la bolsa de lona y volvió a leerlo antes de que el transbordador atracara. El relato
La puerta en el suelo
nunca sería uno de los favoritos de Ruth. Su padre no se lo había contado, y habrían de transcurrir unos años antes de que la niña fuese lo bastante mayor para leerlo por sí misma. Y entonces lo detestaría.

Había una ilustración sin ningún disimulo, pero efectuada con buen gusto, de un bebé aún no nacido en el útero de su madre. El relato empezaba así:

»Érase un niño que no sabía si deseaba nacer. Su mamá tampoco sabía si deseaba que naciera.

»El motivo era que vivían en una choza, en el bosque de una isla situada en medio de un lago, y no había nadie más a su alrededor. Y, en el suelo de la choza, había una puerta.

»Al niño le asustaba lo que había bajo la puerta en el suelo, y a su mamá también le asustaba. Una vez, mucho tiempo atrás, otros niños habían visitado la choza, en Navidad, pero esos niños abrieron la puerta del suelo, desaparecieron en la cavidad que había debajo de la choza y todos sus regalos desaparecieron con ellos.

»En cierta ocasión, la mamá intentó buscar a los niños, pero cuando abrió la puerta que había en el suelo, oyó un ruido tan espantoso que el cabello se le volvió completamente blanco, como el de un fantasma. Y notó un olor tan terrible que la piel se le arrugó como la de una uva pasa. Tuvo que transcurrir un año entero antes de que la piel de la mamá volviera a estar suave y las canas desaparecieran. Y, al abrir la puerta del suelo, la mamá también había visto cosas horribles que no quería volver a ver jamás, como, por ejemplo, una serpiente capaz de volverse tan pequeña como para poder deslizarse por la ranura entre la puerta y el suelo, incluso cuando la puerta estaba cerrada, y después volverse de nuevo tan grande que podría llevar la choza sobre el lomo, como si la serpiente fuese un caracol gigante y la choza su concha. (Esa ilustración le había provocado una pesadilla a Eddie O'Hare, ¡no cuando era niño, sino a los dieciséis años!).

»Las demás cosas que había debajo de esa puerta eran tan horribles que uno sólo podía imaginarlas. (Había también una ilustración indescriptible de aquellas cosas horribles.)

»Y por eso la mamá se preguntaba si quería tener un hijito en una cabaña que estaba en el bosque de una isla en medio de un lago, y sin nadie más a su alrededor, pero especialmente por todo lo que podría haber bajo la puerta del suelo. Entonces se dijo: "¿Por qué no? ¡Le diré que no abra la puerta que hay en el suelo!"

»Bueno, decir eso es fácil para una mamá, pero ¿y el pequeño? Éste todavía no sabía si quería nacer en un mundo donde había una puerta en el suelo y nadie más alrededor. No obstante, también había ciertas cosas hermosas en el bosque, en la isla y en el lago. (Aquí había una ilustración de un búho y de los patos que nadaban hacia la orilla de la isla, y en las aguas tranquilas del lago un par de somorgujos se hacían carantoñas.)

»"¿Por qué no aventurarse?", pensó el niño. Y entonces nació y fue muy feliz. Su mamá también volvía a ser feliz, aunque decía a su pequeño por lo menos una vez al día: "¡No se te ocurra abrir nunca, jamás de los jamases, la puerta en el suelo!". Pero él, naturalmente, sólo era un chiquillo. Si tú fueses ese niño, ¿no querrías abrir aquella puerta en el suelo?

Y ése, se dijo Eddie O'Hare, era el fin del relato, sin darse cuenta de que, en el relato auténtico, el niño era una niñita. Se llamaba Ruth y su mamá no era feliz. Había en el suelo otra clase de puerta de la que Eddie no tenía noticia todavía.

El transbordador dejó atrás Plum Gut. Ahora Orient Point estaba claramente a la vista.

Eddie contempló las fotos de Ted Cole en las sobrecubiertas de sus libros. La foto del autor en
La puerta en el suelo
era más reciente que la de
El ratón que se arrastra entre las paredes
. En las dos el señor Cole le pareció a Eddie un hombre apuesto, y el muchacho de dieciséis años se dijo que, a la avanzada edad de cuarenta y cinco, un hombre aún podía conmover los corazones y las mentes de las señoras. Sin duda un hombre como aquél destacaría entre cualquier multitud en Orient Point. Eddie no sabía que debería haber esperado encontrarse con Marion.

Una vez el transbordador atracó en el muelle, desde la atalaya de la cubierta Eddie examinó a las personas allí reunidas, un grupo en absoluto impresionante. No había ningún hombre identificable por las elegantes fotos de las sobrecubiertas. «¡Se ha olvidado de mí!», pensó Eddie, y por alguna razón la ausencia le hizo pensar con rencor en su padre: ¡para eso servía ser exoniense!

Sin embargo, desde cubierta, Eddie vio a una guapa mujer que saludaba agitando el brazo a alguno de los pasajeros que estaban a bordo, y supuso que el destinatario de su saludo debía de ser un hombre. La mujer era tan espléndida que a Eddie le costaba seguir buscando a Ted. Su mirada volvía constantemente a ella: con aquella agitación del brazo, era como si la mujer estuviera conjurando una tormenta. (Por el rabillo del ojo Eddie vio que un conductor se desviaba de la rampa al desembarcar y que el vehículo quedaba detenido en la arena pedregosa de la playa.)

Eddie fue uno de los últimos en desembarcar; llevaba la pesada bolsa de lona en una mano y la maleta más pequeña y ligera en la otra. Le asombraba ver que una mujer de belleza tan extraordinaria siguiera exactamente donde estaba cuando reparó en ella, y continuaba agitando el brazo. Se encontraba delante de él, y parecía saludarle. Eddie temió tropezar con ella. Estaba lo bastante cerca como para poder tocarla, percibía su olor, un olor exquisito, y de repente ella le tendió la mano y le tomó la maleta más pequeña y ligera.

—Hola, Eddie —le dijo.

Si él se moría un poco cada vez que su padre hablaba con desconocidos, ahora supo lo que significaba realmente morir: se había quedado sin aliento, no podía hablar.

—Creía que no ibas a verme nunca —le dijo la hermosa mujer. Desde aquel instante, él no dejaría de verla jamás, la vería sin cesar en su mente, la vería cuando cerrase los ojos e intentara dormir. La mujer siempre estaría allí.

—¿La señora Cole? —logró susurrar.

—Llámame Marion —dijo ella.

Eddie no pudo pronunciar su nombre. Cargado con la pesada bolsa, caminó tras ella en dirección al coche. ¿Qué más daba que llevara sujetador? De todos modos, él había reparado en sus pechos. Y el fino suéter de manga larga le impedía comprobar si se depilaba las axilas. ¿Qué importaba eso? El áspero vello de los sobacos de la señora Havelock, que tanto le había atraído, por no mencionar sus tetas caídas, habían retrocedido al pasado lejano. Sólo se sentía un tanto azorado porque una persona tan corriente como la señora Havelock hubiera estimulado su deseo.

Cuando llegaron al coche, un Mercedes-Benz que tenía el color rojo polvoriento de un tomate sin lavar, Marion le ofreció las llaves.

—Sabes conducir, ¿verdad? —le dijo. Eddie aún no podía hablar—. Conozco a los chicos de tu edad y sé que os gusta conducir siempre que tenéis oportunidad, ¿no es cierto?

—Sí, señora.

—Marion —repitió ella.

—Esperaba al señor Cole —le explicó Eddie.

—Llámale Ted.

Ésas no eran las reglas de Exeter. En la escuela, y por extensión en su familia, puesto que la atmósfera de la escuela le había rodeado desde su infancia, era preciso tratar a todo el mundo de «señor» y «señora». Allí lo correcto era decir el señor Fulano y la señora Mengano. Aquí le pedían que dijera simplemente Ted y Marion. Era otro mundo, desde luego.

Cuando se acomodó en el asiento del conductor, comprobó que el acelerador, el freno y el embrague se encontraban a la distancia perfecta, lo cual corroboraba que Marion y él tenían la misma estatura. Sin embargo, la emoción de este descubrimiento quedó moderada de inmediato por la conciencia de su gran erección: el pene, ostensiblemente enhiesto, rozaba la parte inferior del volante. Y entonces el conductor del camión de almejas pasó lentamente por su lado y, naturalmente, también se fijó en Marion.

—¡Buen trabajo si lo consigues, muchacho! —le gritó.

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