Authors: John Irving
En cuanto a proteger a los niños de la pornografía, era una responsabilidad individual; proteger a los niños de todo lo inadecuado para ellos («incluida cualquier novela de Ruth Cole», había dicho ella en varias entrevistas) era cuestión de sentido común, no de censura.
En el fondo, Ruth detestaba discutir con los hombres, porque eso le recordaba el pasado, las discusiones que había tenido con su padre. Si dejaba que su padre se saliera con la suya, él tenía una manera pueril de recordarle que le había asistido la razón. Pero si Ruth ganaba claramente, Ted no lo admitía o se mostraba petulante.
—Siempre pides rúcula —le dijo Allan, refiriéndose a esa clase de lechuga que ahora está tan de moda en los restaurantes de Estados Unidos, pero que hasta hacía poco tiempo nadie conocía.
—La rúcula me gusta, y no la encuentras en todas partes —replicó Ruth.
Al oírles, Eddie tenía la impresión de que llevaban años casados. Deseaba hablarle a Ruth sobre Marion, pero tendría que esperar. Cuando pidió excusas para levantarse de la mesa (diciendo que iba al lavabo, aunque no lo necesitaba), confiaba en que Ruth aprovechara la oportunidad para visitar el lavabo de señoras. Por lo menos podrían intercambiar unas palabras a solas, aunque fuese en un pasillo. Pero Ruth se quedó en la mesa.
—Por Dios —dijo Allan, cuando Eddie estaba ausente—. ¿Por qué ha tenido que ser O'Hare el presentador?
—Me pareció que era el adecuado —mintió Ruth.
Karl les explicó que él y Melissa pedían con frecuencia a Eddie O'Hare que hiciese de presentador, porque era de confianza, dijo Karl, y Melissa añadió que jamás se negaba a presentar a nadie.
Ruth sonrió al escuchar lo que decían de Eddie, pero Allan no parecía estar de acuerdo.
—¿De confianza, decís? ¡Pero si llegó tarde! ¡Parecía que le hubiera atropellado un autobús!
Karl y Melissa convinieron en que había alargado algo más de la cuenta su presentación, pero era la primera vez, que ellos supieran, que hacía semejante cosa.
—¿Por qué quisiste que te presentara? —preguntó Allan a Ruth—. Me dijiste que te gustaba la idea.
De hecho, de Ruth había partido la idea de proponer a Eddie como su presentador.
¿Quién dijo que no existe mejor compañía para una revelación especialmente personal que la compañía de personas que apenas se conocen? (Lo había escrito Ruth, en
El mismo orfanato
.)
—Bueno… —No se le ocultaba a Ruth que, en este caso, Karl y Melissa eran los que «apenas se conocen»—. Eddie O'Hare fue el amante de mi madre —anunció—. Ocurrió cuando él tenía dieciséis años y ella treinta y nueve. No le había visto desde que yo tenía cuatro años, pero siempre he querido volver a verle. Como podéis imaginar.
Aguardó. Nadie dijo una sola palabra. Ruth sabía lo dolido que iba a sentirse Allan porque no se lo había dicho antes, y porque cuando por fin se lo decía, era delante de Karl y Melissa.
—¿Puedo preguntarte —empezó a decir Allan, con no poca formalidad, tratándose de él— si la mujer mayor que aparece en todas las novelas de O'Hare es tu madre?
—No, según mi padre no lo es —replicó Ruth—, pero creo que Eddie quería de veras a mi madre, y que su amor por ella, una mujer mucho mayor que él, está presente en todas sus novelas.
—Comprendo —dijo Allan. Ya había tomado con los dedos unas hojas de rúcula de su plato de ensalada.
Para ser un caballero, como sin duda lo era, además de neoyorquino a carta cabal, un hombre mundano, los modales de Allan en la mesa eran atroces. Metía la mano en el plato de cualquiera (tampoco tenía pelos en la lengua a la hora de mostrar su desagrado por la comida que le habían servido después de comérsela) y siempre se le quedaban restos de comida entre los dientes.
Ruth le miró, esperando ver un trozo de aquellas grandes hojas de rúcula entre sus caninos demasiado largos. También tenía largas la nariz y la barbilla, pero transmitían una discreta elegancia, contrarrestada por la frente ancha y plana y el cabello castaño oscuro muy corto. A los cincuenta y cuatro años, Allan Albright no mostraba señales de calvicie ni tampoco tenía una sola hebra gris.
Era casi guapo, de no ser por los largos dientes que le daban un aspecto lobuno. Y aunque era esbelto y estaba en buena forma, comía con evidente placer. Ruth le evaluaba y veía con preocupación que de vez en cuando se excediese en la bebida. Ahora, al parecer, siempre le estaba evaluando, y con demasiada frecuencia su valoración era negativa. Pensaba que debía acostarse con él y decidir de una vez lo que habría entre ellos. Entonces Ruth recordó que Hannah Grant le había dado plantón. Se había propuesto utilizar a Hannah como una excusa para no acostarse con Allan, es decir, que Hannah sería esta vez la excusa de Ruth. Le diría a Allan que ella y Hannah eran tan buenas amigas que siempre se pasaban la noche en vela, hablando por los codos.
Cuando la editorial de Ruth no le pagaba el alojamiento en Nueva York, solía quedarse en el piso de Hannah, del que incluso tenía un juego de llaves.
Ahora, en ausencia de Hannah, Allan le sugeriría que le acompañara a su piso, o le pediría que le enseñara su suite en el hotel Stanhope, costeada por Random House. Allan había sido muy paciente ante la renuencia de Ruth a acostarse con él. Incluso había interpretado que esa reticencia se debía a que ella se tomaba muy en serio su afecto, cosa que era cierta. No se le había ocurrido pensar que la desgana de Ruth obedecía al temor de que tal vez le desagradara acostarse con él, un profundo desagrado que se relacionaba con su hábito de picotear en los platos ajenos y el apresuramiento con que comía.
Lo de menos para ella era su vieja reputación de mujeriego. Allan le había dicho con franqueza que «la mujer ideal» que, al parecer, era Ruth, había cambiado todo eso, y ella no tenía ningún motivo para no creerle. Tampoco le importaba su edad. Estaba en mejor forma que muchos hombres más jóvenes, no aparentaba cincuenta y cuatro años y, en el aspecto intelectual, era estimulante. Cierta vez se habían pasado en vela toda una noche (hacía poco, mientras que las largas veladas de Ruth y Hannah tuvieron lugar mucho tiempo atrás) leyéndose mutuamente sus pasajes favoritos de Graham Greene.
El primer regalo que Allan le hizo a Ruth fue el primer volumen de la biografía de Graham Greene escrita por Norman Sherry. Ruth la empezó a leer con lentitud deliberada, saboreándola, y, al mismo tiempo, temerosa de enterarse de cosas sobre Greene que no le gustarían. Le inquietaba leer biografías de los autores que más le interesaban y prefería desconocer los detalles poco gratos sobre ellos. Hasta entonces Sherry había tratado a Greene en su biografía con el respeto que, según Ruth, el escritor británico merecía. Pero la impaciencia de Allan por la lentitud con que ella leía la biografía superaba a la que le producía su reticencia sexual. (Allan había observado que, a este paso, Norman Sherry publicaría el segundo volumen de
La vida de Graham Greene
antes de que Ruth hubiera terminado de leer el primero.)
Ahora que Hannah estaba ausente, Ruth pensó que podría utilizar a Eddie O'Hare como excusa para no acostarse con Allan aquella noche. Antes de que Eddie regresase del lavabo, le dijo a su editor:
—Después de la cena… espero que no os importe… quisiera tener a Eddie para mí sola —Karl y Melissa esperaron a que Allan reaccionara, pero Ruth se apresuró a añadir—: No puedo imaginar qué vio en él mi madre, excepto que, a los dieciséis años, sin duda debía de ser un chico guapísimo.
—O'Hare sigue siendo un «chico guapísimo» —gruñó Allan.
«¡Santo cielo! —pensó Ruth—. ¡No me digas que va a volverse celoso!»
—Es posible que el interés de mi madre por él fuese mucho menor que el de Eddie por ella —siguió diciendo—. Ni mi padre puede leer las novelas de Eddie sin comentar que debía de haber adorado a mi madre.
—Hasta la saciedad —dijo Allan Albright, quien no podía leer un libro de Eddie O'Hare sin hacer comentarios de esa clase.
—Por favor, Allan, no estés celoso —le pidió Ruth en el mismo tono de voz con que leía al público, con aquella inexpresividad inimitable que todos conocían bien.
Allan pareció dolido, y Ruth se detestó a sí misma. En una sola noche había mandado a la mierda a una abuela junto con sus nietos, y ahora hería al único hombre de su vida con el que había considerado la posibilidad de casarse.
—En fin —dijo Ruth a sus acompañantes—, la oportunidad de estar a solas con Eddie O'Hare me resulta emocionante. «¡Pobres Karl y Melissa!», se dijo. Pero estaban acostumbrados al talante de los escritores y sin duda habían tenido que soportar conductas más inapropiadas que la suya.
—Es evidente que tu madre no abandonó a tu padre por O'Hare —comentó Allan, en un tono más mesurado que de costumbre.
Intentaba comportarse, demostrando así que era un buen hombre. Ruth se daba cuenta de que su manera de actuar provocaba en él un temor a su mal genio, y volvió a detestarse por ello.
—En eso creo que tienes razón —replicó Ruth, con idéntica cautela—. Pero cualquier mujer habría tenido una causa justa para abandonar a mi padre.
—También te abandonó a ti —observó Allan. (Por supuesto, habían hablado mucho de ello.)
—Eso también es cierto, y es precisamente lo que deseo comentar con Eddie. Mi padre me contó su versión de lo ocurrido, pero él no quiere a mi madre. Quiero que me cuente su versión alguien que la ha querido.
—¿Crees que O'Hare todavía quiere a tu madre? —inquirió Allan.
—Has leído sus libros, ¿no? —respondió Ruth.
—Hasta la saciedad —repitió Allan.
Ruth se dijo que era un esnob terrible, pero a ella le gustaban los esnobs.
Entonces Eddie regresó a la mesa.
—Estábamos hablando de ti, O'Hare —le dijo Allan con desenvoltura. El otro parecía nervioso.
—Les he hablado de ti y de mi madre —explicó Ruth.
Eddie procuró mantener el semblante sereno, aunque la lana húmeda de su chaqueta se le adhería como una mortaja. A la luz de las velas vio el hexágono amarillo que brillaba en el iris del ojo derecho de Ruth. Cuando la llama oscilaba, o cuando ella volvía la cara hacia la luz, el ojo cambiaba de color, pasaba de castaño a ámbar, igual que el mismo hexágono amarillo podía hacer que el ojo derecho de Marion pasara del azul al verde.
—Amo a tu madre —empezó a decir Eddie, sin azorarse.
Sólo tenía que pensar en Marion y enseguida recuperaba la calma, que había perdido en la pista de squash, donde Jimmy le había ganado tres juegos. Y, en efecto, pareció que Eddie recuperaba la calma, algo impensable hasta ese momento.
Allan se quedó perplejo cuando Eddie pidió al camarero ketchup y una servilleta de papel. No era aquél uno de esos restaurantes donde sirven ketchup ni había a mano ninguna servilleta de papel, pero Allan se encargó de solucionarlo. Ésa era una de sus cualidades agradables. Fue a la Segunda Avenida y localizó enseguida un local más barato. Al cabo de cinco minutos estaba de regreso con media docena de servilletas de papel y una botella de ketchup, de cuyo contenido sólo quedaba la cuarta parte.
—Espero que te baste —le dijo a Eddie. Había pagado cinco dólares por la botella de ketchup casi vacía.
—Para mi objetivo, es como si estuviera llena —replicó Eddie.
—Gracias, Allan —terció Ruth, en tono afectuoso.
Él, galante, le envió un beso con un soplo.
Eddie vertió ketchup en su plato de la mantequilla. El camarero le observaba con una seria expresión de desagrado.
—Moja el dedo en el ketchup —le pidió a Ruth.
—¿Mi dedo? —se extrañó ella.
—Por favor. Sólo quiero ver hasta qué punto te acuerdas.
—Hasta qué punto me acuerdo… —dijo Ruth.
Hundió el dedo en el charquito de ketchup, arrugando la nariz, como una niña.
—Ahora toca la servilleta.
Eddie deslizó la servilleta de papel hacia ella. Ruth titubeó, pero él le tomó la mano y le apretó con suavidad el dedo índice sobre el papel.
Ruth se lamió el resto del ketchup que había quedado en el dedo, mientras Eddie colocaba la servilleta exactamente donde quería, detrás del vaso de agua de Ruth, de manera que el cristal ampliaba las huellas dactilares. Y allí estaba, como lo estaría siempre: la línea perfectamente vertical en el dedo índice derecho. Vista a través del vaso de agua, su tamaño casi duplicaba al de la cicatriz real.
—¿Te acuerdas? —le preguntó Eddie.
Las lágrimas empañaron el hexágono de Ruth. No podía hablar.
—Nadie tendrá jamás unas huellas dactilares como las tuyas —prosiguió Eddie, como se lo dijera el día que su madre se marchó.
—¿Y mi cicatriz siempre estará ahí? —le preguntó Ruth, tal como se lo preguntó treinta y dos años atrás, cuando tenía cuatro.
—La cicatriz será siempre parte de ti —le aseguró Eddie, como se lo asegurara entonces.
—Sí —susurró Ruth—. Lo recuerdo. Lo recuerdo casi todo —le dijo mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Más tarde, a solas en su suite del Stanhope, Ruth recordó que Eddie le había sostenido la mano mientras ella lloraba, así como la estupenda comprensión mostrada por Allan. Sin decir palabra, algo poco frecuente en él, rogó a Karl y a Melissa que le acompañaran y los tres se acomodaron en otra mesa del restaurante. Le pidió con insistencia al maitre que fuese una mesa alejada, desde donde no pudieran oír a Ruth ni a Eddie. Ruth no supo cuándo sus amigos abandonaron el local. Finalmente, mientras ella y Eddie debatían la incómoda cuestión de cuál de los dos pagaría la cuenta (Ruth se había tomado una botella entera de vino y Eddie no había probado un solo sorbo), el camarero interrumpió la discusión diciéndoles que Allan ya lo había pagado todo.
Ahora, en la habitación del hotel, Ruth pensó en telefonear a Allan para darle las gracias, pero probablemente estaría dormido. Era casi la una de la madrugada, y charlar con Eddie y escuchar sus palabras, le había estimulado tanto que no quería llevarse una decepción, como podría suceder si hablaba con Allan.
La sensibilidad de su editor la había impresionado, pero el tema de su madre, que Eddie abordó enseguida, pesaba demasiado en su mente. Aunque no necesitaba más bebida, Ruth abrió uno de esos botellines de coñac letal que siempre acechan en los minibares. Se tendió en la cama y, mientras saboreaba el fuerte licor, se preguntó qué iba a anotar en su diario, pues era mucho lo que quería decir.
Ante todo, Eddie le aseguró que su madre le había amado. (¡Podría escribir todo un libro al respecto!) El padre de Ruth había tratado de convencerla de ello durante treinta y dos años nada menos, pero no lo había logrado, debido al cinismo que evidenciaba cuando se hablaba de Marion.