Authors: John Irving
—Allan me lleva dieciocho años, papá —reconoció Ruth—. Pero es como tú, está muy sano.
—Me tiene sin cuidado lo sano que esté —replicó Ted—. Si tiene dieciocho años más que tú, se morirá mucho antes, Ruthie. ¿Y si te deja con un niño al que criar? Completamente sola.
La espectral posibilidad de tener que criar ella sola a un hijo la obsesionaba. Sabía lo afortunados que habían sido ella y su padre. Conchita Gómez había criado prácticamente a Ruth, pero Eduardo y Conchita tenían la edad de su padre, con la única diferencia de que aquellos la aparentaban. Si Ruth no tenía pronto un hijo, Conchita sería demasiado mayor para ayudarla a criarlo. Y en cualquier caso, ¿cómo la ayudaría Conchita a criar un bebé? El matrimonio Gómez todavía trabajaba para su padre.
Como de costumbre, cuando abordaba el tema del matrimonio y de los hijos, Ruth había empezado la casa por el tejado. Había abordado la cuestión del hijo antes de resolver la de si iba a casarse o con quién lo haría. Y Ruth no tenía a nadie con quien poder hablar de ello, excepto a Allan. Su mejor amiga no quería tener hijos. Hannah era Hannah; y su padre era…, en fin, su padre. Ahora, incluso más que en su infancia, Ruth deseaba hablar con su madre.
«¡Que se vaya a hacer puñetas!», pensó. Mucho tiempo atrás había decidido que no buscaría a su madre. Era Marion quien la había abandonado, y a ella le correspondía volver o quedarse para siempre donde estuviera.
«¿Qué clase de hombre no tiene amigos?», se preguntó Ruth. En una ocasión acusó de ello directamente a su padre.
—¡Claro que tengo amigos! —protestó Ted.
—¡Dime los nombres de dos, dime aunque sólo sea el de uno! —le desafió Ruth.
Él le sorprendió nombrando a cuatro, nombres desconocidos para ella. Le había mencionado audazmente la lista de sus adversarios actuales en el squash. Los nombres cambiaban cada año, porque los adversarios de Ted invariablemente se hacían demasiado viejos para seguir su ritmo. Sus adversarios del momento tenían la edad de Eddie o eran más jóvenes. Ruth conocía al más joven de todos.
Su padre tenía la piscina que siempre había querido y la ducha al aire libre, muy similares a las que describió a Eduardo y a Eddie en el verano de 1958, la mañana siguiente a la partida de Marion. Había dos duchas en una sola casilla de madera, una al lado de la otra, «al estilo de un vestuario», decía Ted.
Ruth había crecido viendo hombres desnudos, entre ellos su padre, que salían corriendo de la ducha y se lanzaban a la piscina. A pesar de su inexperiencia sexual, Ruth había visto una gran cantidad de penes. Era tal vez esa imagen, la de hombres desconocidos que se duchaban y bañaban desnudos con su padre, lo que le había impulsado a preguntarle a Hannah si «más grande» era necesariamente «mejor».
El verano anterior Ruth conoció al jugador de squash más joven entre los que contendían con su padre por aquel entonces, un abogado cercano a la cuarentena, llamado Scott. Ella había salido para colgar la toalla de baño y el bañador en el tendedero cerca de la piscina, y allí estaban su padre y su joven contrincante, desnudos después de haber jugado al squash y de ducharse.
—Éste es Scott, Ruthie. Mi hija, Ruth…
Nada más verla, Scott se arrojó a la piscina.
—Es abogado —añadió su padre, mientras Scott seguía bajo el agua.
Entonces, aquel Scott de apellido desconocido emergió en el extremo más alejado de la piscina y se quedó allí, donde el agua no cubría. Era pelirrojo y tenía un físico parecido al de su padre. Ruth pensó que tenía la minga de tamaño mediano.
—Encantado de conocerte, Ruth —le dijo el joven abogado. Su cabello era corto y rizado, y tenía pecas.
—El gusto es mío, Scott —replicó Ruth, y volvió al interior de casa.
Su padre, todavía de pie al borde de la piscina, le dijo a Scott:
—No me decido a meterme. ¿Está fría? Ayer estaba muy fría.
—Está bastante fría —oyó Ruth que respondía Scott—, pero una vez dentro, te acostumbras enseguida.
¡Y aquellos adversarios de su padre en el juego del squash pasaban por los únicos amigos de Ted! Ni siquiera eran buenos jugadores, pues a su padre no le gustaba perder. Normalmente, sus contrarios eran buenos atletas que sólo recientemente se habían iniciado en el juego. En los meses de invierno Ted encontraba a muchos tenistas que deseaban hacer ejercicio. Les gustaban los deportes de raqueta, pero los golpes de squash no son como los de tenis, el squash se juega con la muñeca. En verano, cuando los tenistas volvían a sus pistas, descubrían que su juego se había deteriorado: no se puede jugar al tenis con la muñeca. Entonces Ted podría tener un converso al squash en sus manos.
El padre de Ruth elegía a sus adversarios de squash tan egoístamente y con tantos cálculos como elegía a sus amantes. Tal vez fuese cierto que aquellos jugadores eran sus únicos amigos masculinos. ¿Le invitaban a comer en sus casas? ¿Intentaba conquistar a sus mujeres? ¿Seguía alguna norma? A Ruth le habría gustado saberlo.
Ruth se encontraba en el lado sur de la Calle 41, entre Lexington y la Tercera Avenida, esperando el pequeño autobús que la llevaría a los Hamptons. Cuando llegara a Bridgehampton, telefonearía a su padre para que fuese a recogerla.
Ya había intentado comunicarse con él, pero o su padre estaba ausente, o no respondía al teléfono y había desconectado el contestador automático. Ruth tenía mucho equipaje, todas las prendas de vestir que necesitaría en Europa, y se decía que debería haber llamado a Eduardo o a Conchita Gómez, los cuales, si no estaban haciendo algún trabajo en el domicilio de su padre o un recado para él, siempre se hallaban en su casa. Así pues, las nimiedades del viaje decidido a última hora asediaban a Ruth cuando el adversario más joven de su padre en el juego de squash se le acercó por la acera de la Calle 41.
—Es usted Ruth Cole, ¿verdad? —le preguntó Scott Comosellamara—. ¿Se dirige a casa?
Ruth estaba acostumbrada a que la reconocieran. Al principio le tomó por uno de sus lectores, pero entonces reparó en las pecas juveniles y el cabello corto y rizado. No conocía a muchos pelirrojos. Además, el hombre llevaba un delgado portafolio y una bolsa de deporte, y por la abertura que dejaba la cremallera abierta a medias sobresalían los mangos de dos raquetas de squash.
—Ah, es el nadador —dijo Ruth, y curiosamente le agradó ver que el hombre se ruborizaba.
Era un cálido y soleado día del veranillo de San Martín. Scott Comosellamara se había quitado la chaqueta, asegurándola a la correa en bandolera de la bolsa deportiva. También se había aflojado el nudo de la corbata y arremangado la camisa blanca por encima de los codos. Ruth reparó en el mayor tamaño y musculatura del brazo izquierdo, mientras le tendía la mano derecha.
—Soy Scott, Scott Saunders —le recordó, estrechándole la mano.
—Es usted zurdo, ¿verdad? —inquirió Ruth.
Su padre era zurdo, y a Ruth no le gustaba jugar con oponentes que usaban la mano izquierda. Su mejor servicio era hacia la parte izquierda de la pista, y un zurdo podía devolver ese servicio directamente.
—¿Ha traído su raqueta? —le preguntó Scott Saunders, tras admitir que, en efecto, era zurdo. Había reparado en el equipaje de Ruth.
—Traigo tres raquetas —replicó Ruth—. Están ahí metidas.
—¿Va a quedarse algún tiempo con su padre? —le preguntó el abogado.
—Sólo un par de noches. Luego viajaré a Europa.
—Ah —dijo Scott—. ¿Negocios?
—Sí…, traducciones.
Ya sabía que iban a sentarse juntos en el autobús. Tal vez él tuviera un coche aparcado en Bridgehampton, y podría llevarla a ella, junto con su equipaje, a Sagaponack. Quizá su esposa iría a recibirle y no les importaría llevarla con ellos. Recordó que en la piscina su alianza matrimonial reflejaba el sol del atardecer mientras movía los pies en el agua. Pero cuando estuvieron sentados el uno al lado del otro en el autobús, observó que él no llevaba el anillo. Entre las reglas de Ruth sobre las relaciones con hombres, una de las inviolables era ésta: nada de hombres casados.
Se oía el estrépito de un avión, pues el autobús pasaba ante el aeropuerto de La Guardia, cuando Ruth dijo a su acompañante:
—A ver si lo adivino. Mi padre le ha convertido. Usted jugaba al tenis y se ha pasado al squash. Y con su cutis…, es muy blanco, la piel se le debe de quemar con facilidad…, en fin, el squash es mejor para su piel. Le mantiene fuera del sol.
El hombre tenía una sonrisa maliciosa, taimada, que indicaba su sospecha de que casi todo podía conducir a un litigio. Scott Saunders no era un hombre simpático. Ruth estaba bastante segura de ello.
—La verdad es que me pasé del tenis al squash cuando me divorcié —le explicó—. Como parte del acuerdo, mi ex mujer se quedó con el carné de socios del club deportivo. Eso significaba mucho para ella —añadió generosamente—. Y además mis hijos aprendían allí a nadar.
—¿Qué edades tienen sus hijos? —le preguntó ella, cortésmente.
Hannah le dijo mucho tiempo atrás que ésa era la primera pregunta que una debía hacerle a un divorciado. «Hablar de sus hijos hace que los divorciados se sientan buenos padres —le dijo Hannah—. Y si vas a relacionarte con él, necesitas saber si vas a habértelas con un crío de tres años o con un adolescente…, es muy distinto.»
Mientras el autobús avanzaba hacia el este, Ruth ya se había olvidado de las edades que tenían los hijos de Scott Saunders. Le interesaba más comparar el juego de squash de éste con el de su padre.
—Bueno, él suele ganar —admitió el abogado—. Después de ganar los tres o cuatro primeros juegos, normalmente me deja ganar uno o dos.
—¿Juegan tanto? —inquirió Ruth—. ¿Cinco o seis juegos?
—Jugamos durante una hora por lo menos, a menudo hora y media —respondió Scott—. La verdad es que no contamos el número de juegos.
Ruth llegó a la conclusión de que Scott no duraría hora y media con ella. Sin duda el viejo iba a menos.
—Supongo que le gusta correr —se limitó a decirle.
—Estoy en bastante buena forma —respondió Scott Saunders.
Sí, parecía en muy buena forma, pero Ruth dejó pasar su observación. Miró a través de la ventanilla, sabiendo que él aprovechaba aquel momento para evaluarle los pechos. (Veía su reflejo en el cristal de la ventanilla.)
—Según su padre, es usted muy buena jugadora, más que la mayoría de los hombres —añadió el abogado—, pero dice que él seguirá siendo mejor que usted durante unos pocos años más.
—Está equivocado —replicó Ruth—. No es mejor que yo, sólo lo bastante listo para no jugar en una pista de tamaño reglamentario. Y conoce bien su granero…, nunca juega conmigo en otra parte.
—Probablemente hay algo psicológico en su ventaja —dijo el abogado.
—Le ganaré —afirmó Ruth—. Entonces quizá deje de jugar.
—Podríamos jugar usted y yo alguna vez —le sugirió Scott Saunders—. Mis hijos sólo están conmigo los fines de semana. Hoy es martes…
—¿No trabaja los martes? —le preguntó ella.
Volvió a ver aquella expresión taimada en su sonrisa, como un secreto de cuya existencia le creía enterada, pero que quizá nunca le revelaría.
—Estoy disfrutando de un permiso por divorcio. Me tomo todo el tiempo libre que puedo fuera del bufete.
—¿De veras lo llaman «permiso por divorcio»? —inquirió Ruth.
—Por lo menos yo lo llamo así —respondió el abogado—. Pero la verdad es que, por lo que respecta al bufete, soy bastante independiente.
Dijo esto último a la manera en que había dicho que estaba en bastante buena forma. Podría significar que acababan de despedirle, o que era un abogado criminalista con innumerables éxitos.
Ruth supo que volvía a estar embarcada en una aventura. Se dijo que siempre le atraían los hombres que no le convenían porque estaba claro que la relación duraría poco.
—Quizá podríamos enfrentarnos los tres en un torneo —le sugirió Scott—. Usted juega contra su padre, después su padre juega contra mí, luego yo contra usted…
—No me gusta esa clase de torneos —replicó Ruth—. Sólo juego con un contrincante, durante largo tiempo. Unas dos horas —añadió, mirando por la ventanilla a propósito, para que él le contemplara los senos cuanto quisiera.
—Dos horas… —repitió él.
—Sólo bromeaba —le dijo Ruth. Se volvió a mirarle, sonriente.
—Bueno… Tal vez podríamos jugar mañana, solos los dos.
—Primero quiero derrotar a mi padre.
Sabía que Allan Albright era la siguiente persona con la que debería acostarse, pero le irritaba la necesidad de recordar a Allan y lo que debería hacer. En cualquier caso, Scott Saunders era un hombre más de su gusto.
El abogado pelirrojo había aparcado su coche cerca del campo de la Pequeña Liga en Bridgehampton. Los dos cargaron con el equipaje de Ruth y recorrieron doscientos metros hasta el vehículo. Scott conducía con las ventanillas abiertas. Viraron para entrar en el Parsonage Lane de Sagaponack, avanzando hacia el este; la sombra alargada del coche iba delante de ellos. Hacia el sur, la luz sesgada prestaba un color de jade a los patatales. El océano, que resaltaba contra el azul desvaído del cielo, era tan brillante y de un azul tan profundo como el del zafiro.
La tan valorada zona de los Hamptons estaba llena de corrupción, pero no le faltaban elementos positivos: allí, el final de un día a comienzos del otoño podía ser deslumbrante. Ruth se permitió pensar que aquel lugar estaba redimido, aunque sólo fuese en aquella época del año y aquella hora del atardecer en que todo se perdonaba. Su padre habría terminado de jugar al squash y, con su adversario derrotado, quizá se estaría duchando o nadaría desnudo en la piscina.
La alta barrera de aligustres en forma de herradura que Eduardo plantara en el otoño de 1958 impedía por completo que llegara a la piscina la luz del atardecer. Los setos eran tan densos que sólo podían penetrar a su través los rayos de sol más tenues. Aquellos pequeños diamantes de luz moteaban el agua oscura de la piscina como una fosforescencia, o como monedas de oro que flotaran en la superficie en vez de hundirse. El borde de la plataforma de madera que rodeaba la piscina sobresalía por encima del agua. Para quien se bañaba, el chapoteo del agua era como el de un lago al golpear el embarcadero.
Cuando llegaron a la casa, Scott ayudó a Ruth a llevar las maletas hasta el vestíbulo. El Volvo azul marino, que era el único coche de su padre, estaba en el sendero de acceso, pero Ted no respondió a la llamada de Ruth.