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Authors: John Irving

Una mujer difícil (67 page)

BOOK: Una mujer difícil
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—¿Sabes? —le dijo Ruth—. He soñado que todas estarían aquí, todas sus antiguas amantes.

En realidad, otra de aquellas amantes había asistido al acto, pero Ruth no sabía quién era. La mujer, rolliza, con exceso de peso, cincuentona, se presentó a Ruth antes del funeral en la escuela. Su expresión era contrita.

—Usted no me conoce, pero yo conocí a su padre. En realidad, mi madre y yo le conocíamos. Mi madre también se suicidó, y puede imaginarse cuánto lo siento… Sé cómo debe sentirse usted.

—Y usted se llama… —le dijo Ruth mientras le estrechaba la mano.

—De soltera me apellidaba Mountsier —respondió la mujer en un tono humilde—. Pero usted no puede conocerme…

La mujer se marchó sin decirle nada más.

—Gloria…, creo que ha dicho que se llamaba así —le dijo luego Ruth a Eddie, pero éste no sabía quién era.

(Se llamaba Glorie, desde luego, y era la angustiada hija de la difunta señora Mountsier. Pero se había escabullido.)

Después del funeral, Allan insistió en que Eddie y Hannah se reunieran con él y con Ruth en la casa de Sagaponack para tomar una copa. Había empezado a llover, y por fin Conchita, tras liberar a Eduardo del edificio escolar, lo había llevado a su casa en Sag Harbor. Por una vez (o quizá de nuevo) en la casa de Sagaponack había algo para beber más fuerte que la cerveza y el vino. Ted había comprado un excelente whisky de malta escocés.

—A lo mejor papá compró la botella pensando en esta ocasión —comentó Ruth.

Se sentaron ante la mesa del comedor, donde cierta vez, en un relato, una pequeña llamada Ruthie se había sentado con su papá, mientras el hombre topo aguardaba oculto detrás de una lámpara de pie.

Eddie O'Hare no había estado en la casa desde el verano de 1958, y Hannah desde que se acostó con el padre de Ruth. La escritora pensó en ello, pero se abstuvo de hacer comentario alguno y, aunque le ardía la garganta, no lloró.

Allan quería mostrarle a Eddie lo que pensaba hacer en la pista de squash del granero. Puesto que Ruth había abandonado el deporte, Allan planeaba convertir la pista en un despacho, que tanto podía ser para él como para Ruth. Así uno de ellos podría trabajar en la casa, en el antiguo cuarto de trabajo de Ted, y el otro en el granero.

Ruth se sentía decepcionada por la imposibilidad de estar a solas con Eddie, pues notaba que podía pasarse el día entero hablando con él acerca de su madre. (Eddie le había traído las otras dos novelas de Alice Somerset.) Pero Eddie y Allan fueron al granero y Ruth se quedó con Hannah.

—Ya sabes lo que voy a preguntarte, cariño —dijo Hannah a su amiga. Ruth lo sabía, desde luego.

—Pregúntame lo que quieras, Hannah.

—¿Aún no has hecho el amor? Quiero decir con Allan.

—Sí, lo he hecho —replicó Ruth.

Dejó que el buen whisky le calentara la boca, la garganta, el estómago. Se preguntaba cuándo dejaría de añorar a su padre, o si alguna vez dejaría de añorarle.

—¿Y qué? —insistió Hannah.

—Allan tiene la polla más grande que he visto jamás —dijo Ruth.

—No creía que te gustaran las vergas grandes, ¿o me dijo eso otra persona?

—No es excesivamente grande. Tiene el tamaño adecuado para mí, eso es todo.

—¿Así que todo va bien? ¿Y vais a casaros y tratar de tener un hijo? ¿De hacer las cosas como Dios manda?

—Sí, todo va bien —respondió Ruth—. Y haremos las cosas como Dios manda.

—Pero ¿qué ha ocurrido?

—¿Qué quieres decir, Hannah?

—Quiero decir que estás tan tranquila… Tiene que haber ocurrido algo.

—Pues ya ves. Mi mejor amiga se ha tirado a mi padre, luego mi padre se ha suicidado y he descubierto que mi madre es una especie de oficial de la literatura, como un obrero después de haber terminado el aprendizaje. ¿A eso te referías?

—Bueno, mujer, bueno, me tengo merecida esa respuesta —dijo Hannah—. Pero dime qué te ha ocurrido, porque te veo diferente. Tiene que haberte pasado algo.

—Tuve el último novio que me salió rana, si te refieres a eso —replicó Ruth.

—Muy bien, no me lo digas si no quieres. Algo te ha ocurrido, pero no me importa. Puedes mantenerlo en secreto.

Ruth sirvió a su amiga un poco más del whisky de malta escocés.

—Un licor estupendo, ¿no te parece? —preguntó a su amiga.

—Qué rara eres —le dijo Hannah.

Estas palabras evocaron en Ruth otra escena. Era lo mismo que Rooie le dijo a Ruth la primera vez que ésta se negó a permanecer en el ropero, entre los zapatos.

—No ha ocurrido nada, Hannah —mintió Ruth—. La gente llega a un punto en que desea un cambio, una nueva vida. De eso se trata, sencillamente.

—No sé qué decirte… —respondió Hannah—. Tal vez sea así, pero si una desea un cambio en su vida es porque le ha ocurrido algo.

El primer matrimonio de Ruth

Allan Albright y Ruth Cole se casaron el fin de semana de Acción de Gracias, que pasaron en la casa que Ruth tenía en Vermont. Hannah, junto con uno de sus novios detestables, pasó allí todo el fin de semana, lo mismo que Eddie O'Hare, quien fue el encargado de entregar la novia al novio. (Hannah fue la dama de honor de Ruth.) Con la ayuda de Minty, Eddie había localizado aquel pasaje de George Eliot sobre el matrimonio, pues Ruth quería que Hannah lo leyera durante la ceremonia. Por supuesto, Minty no se resistió a pronunciar un discursito sobre su éxito en la localización del pasaje.

—Mira, Edward —informó Minty a su hijo—, un pasaje de esta clase, que es una recapitulación, tanto en su contenido como en su tono, ha de ser el párrafo inicial de un capítulo o, más probablemente, un pasaje final. Y como sugiere una finalidad más profunda, es más lógico que se encuentre hacia el final de un libro que cerca del principio.

—Comprendo —dijo Eddie—. ¿De qué libro es la cita?

—El dejo de ironía lo revela —respondió Minty—. Eso y su carácter agridulce. Es como una pastoral, pero no sólo eso.

—¿De qué novela se trata, papá? —preguntó Eddie a su padre.

—Hombre, Edward, es
Adam Bede
—informó a su hijo el viejo profesor de inglés—. Y es muy apropiado para la boda de tu amiga, que se celebra en noviembre, el mismo mes en que Adam Bede se casó con Dinah… «una mañana en que el suelo estaba cubierto de escarcha, cuando noviembre se despedía» —citó Minty de memoria—. Eso es de la primera frase del último capítulo, sin contar el epílogo —añadió el profesor.

Eddie se sentía exhausto, pero había identificado el pasaje, como le pidió Ruth que hiciera.

En la boda de Ruth, Hannah leyó el texto de George Eliot sin demasiada convicción, pero esas palabras estaban llenas de vida para Ruth.

—«¿Existe algo más admirable para dos almas que la sensación de unirse para siempre, de fortalecerse mutuamente en toda dura tarea, de apoyarse la una en la otra en los momentos de aflicción, de auxiliarse en el sufrimiento, de entregarse como un solo ser a los silenciosos e inefables recuerdos en el momento de la última partida?»

Ruth se preguntó si, en efecto, existía algo más admirable. Pensó que tan sólo empezaba a amar a Allan, pero creía que ya le amaba más de lo que nunca había amado a nadie, excepto a su padre.

La ceremonia civil, presidida por un juez de paz de la localidad, tuvo lugar en la librería predilecta de Ruth en Manchester, estado de Vermont. Los libreros, un matrimonio con el que Ruth tenía una antigua amistad, fueron tan amables de cerrar su establecimiento durante un par de horas en uno de los fines de semana más comerciales del año. Después de la boda, la tienda abrió sus puertas como de costumbre, pero el número de compradores de libros que esperaban a que les atendiesen era inferior al esperado y entre ellos había algunos curiosos. Cuando la nueva señora Albright (un apellido por el que nunca llamarían a Ruth Cole) salió de la tienda cogida del brazo de Allan, desvió la mirada de los espectadores.

—Si hay periodistas, me encargaré de ellos —le susurró Hannah a Ruth.

Eddie miraba a su alrededor, en busca de Marion.

—¿Está aquí? ¿La has visto? —le preguntó Ruth, pero Eddie se limitó a sacudir la cabeza.

Ruth también buscaba a otra persona. Esperaba a medias que la ex esposa de Allan se presentara, aunque él se había burlado de sus temores. Las discusiones por la custodia de los hijos entre Allan y su ex mujer habían sido muy ásperas, pero el divorcio fue el resultado de una decisión conjunta. Según él, su ex esposa no tendía por naturaleza al hostigamiento.

Aquel fin de semana, tan ajetreado por la celebración del Día de Acción de Gracias, tuvieron que estacionar el coche a cierta distancia de la librería. Al pasar ante una pizzería y una tienda de velas decorativas, Ruth se percató de que los seguían. A pesar de que el novio granuja de Hannah tenía pinta de guardaespaldas, alguien seguía a los novios y su pequeño séquito. Allan tomó a Ruth del brazo y apretaron el paso por la acera. Ya estaban cerca del aparcamiento. Hannah volvía la cabeza una y otra vez para mirar a la anciana que los seguía, pero la mujer no era una persona que se dejara amedrentar con la mirada.

—No es periodista —dijo Hannah.

—A la mierda con ella, sólo es una vieja —comentó el novio granuja de Hannah.

—Yo me ocuparé de esto —se ofreció Eddie O'Hare. Pero la mujer era inmune a los encantos de Eddie.

—No quiero hablar con usted, sino con ella —le dijo la anciana, señalando a Ruth.

—Oiga, señora, hoy es el día más importante de su vida —intervino Hannah—. Lárguese de una vez.

Allan y Ruth se detuvieron y miraron a la mujer, la cual estaba sin aliento por haberse apresurado tras ellos.

—No es mi ex mujer —susurró Allan, pero Ruth sabía eso con tanta certeza como sabía que la anciana no era su madre.

—Quería verle la cara —le dijo la mujer a Ruth.

A su manera, la vieja dama tenía un aspecto tan anodino como el asesino de Rooie. No era más que otra anciana que había dejado de cuidar su aspecto. Y al pensar tal cosa, incluso antes de que la mujer hablara de nuevo, Ruth supo de repente quién era. ¿Quién sino una viuda por el resto de su vida tendería a abandonarse de aquel modo?

—Bueno, ahora ya me ha visto la cara. ¿Qué más quiere? —le dijo Ruth.

—Quiero volver a verle la cara cuando también usted se quede viuda —dijo la anciana, enojada—. No deseo otra cosa.

—Oiga, señora, cuando ella se quede viuda usted habrá muerto —le espetó Hannah—. Por su aspecto se diría que ya está agonizando.

Hannah tomó el brazo de Ruth que le sujetaba Allan y, separándola de él, la encaminó hacia el coche.

—Vamos, cariño… ¡Es el día de tu boda!

Allan dirigió una mirada breve y furibunda a la mujer, y después siguió a Ruth y Hannah. El novio granuja de Hannah, aunque parecía un hombre duro, en realidad era temeroso e ineficaz. Caminaba arrastrando los pies y miraba a Eddie.

Y Eddie O'Hare, quien nunca había conocido a una mujer mayor que se resistiera a su encanto, pensó que podía utilizarlo de nuevo con la viuda airada, la cual miraba fijamente a Ruth como si quisiera grabar la escena en su memoria.

—¿No le parece que las bodas son sagradas, o que deberían serlo? —le preguntó Eddie—. ¿No figuran entre esos días que recordaremos durante toda la vida?

—¡Sí, ya lo creo! —replicó la anciana viuda con vehemencia—. Sin duda recordará este día. Cuando su marido muera, lo recordará más de lo que quisiera. ¡No pasa una sola hora sin que recuerde el día de mi boda!

—Comprendo —dijo Eddie—. ¿Me permite que la acompañe a su coche?

—No, gracias, joven —replicó la viuda.

Derrotado por la intransigencia de la mujer, Eddie dio media vuelta y se apresuró a reunirse con el grupo. Todos ellos apretaban el paso, tal vez debido al desapacible tiempo de noviembre.

Celebraron el acontecimiento con una cena. Asistieron los libreros y Kevin Merton, el administrador de Ruth, con su esposa. Allan y Ruth no habían previsto irse de luna de miel. En cuanto a los nuevos planes de la pareja, Ruth le había dicho a Hannah que probablemente pasarían más tiempo en la casa de Sagaponack que en Vermont. Finalmente tendrían que elegir entre Long Island y Nueva Inglaterra, y Ruth opinaba que este último estado sería el mejor lugar para vivir cuando tuvieran un hijo. (Cuando el niño alcanzara la edad escolar, ella querría que estuvieran en Vermont.)

—¿Y cuándo sabrás si vais a tener un hijo? —le preguntó Hannah a Ruth.

—Lo sabré si me quedo embarazada o no —replicó Ruth.

—¿Pero lo estáis intentando?

—Empezaremos a intentarlo después de Año Nuevo.

—¡Tan pronto! —exclamó Hannah—. Desde luego, no perdéis el tiempo.

—Tengo treinta y seis años, Hannah. Ya he perdido suficiente tiempo.

El fax de la casa de Vermont estuvo en funcionamiento durante todo el día de la boda, y Ruth abandonaba la mesa una y otra vez para echar un vistazo a los mensajes, que en general eran felicitaciones de sus editores extranjeros. Uno de los mensajes, muy cariñoso, era de Maarten y Sylvia, desde Amsterdam. (¡WIM ESTARÁ DESOLADO!, había escrito Sylvia.)

Ruth había pedido a Maarten que la mantuviera informada de cualquier novedad en el caso de la prostituta asesinada. La policía no hablaba del caso.

En un fax anterior que Ruth había enviado a Maarten le preguntaba si aquella pobre prostituta tenía hijos. Pero en los diarios tampoco se decía nada acerca de una hija de la mujer asesinada.

Ruth había tomado un avión y sobrevolado el océano, y ahora lo sucedido en Amsterdam prácticamente se había esfumado. Sólo en la oscuridad, cuando yacía despierta, Ruth notaba el roce de un vestido colgado o el olor a cuero del top guardado en el ropero de Rooie.

—Cuando estés embarazada me lo dirás, ¿de acuerdo? —le pidió Hannah a Ruth mientras fregaban los platos—. No mantendrás eso en secreto, ¿eh?

—Yo no tengo secretos, Hannah —mintió Ruth.

—Eres el mayor secreto que conozco —le dijo Hannah—. Me entero de lo que te ocurre de la misma manera que el resto del mundo. Tendré que esperar hasta que lea tu próximo libro.

—Pero no escribo sobre mí, Hannah —le recordó Ruth.

—Eso es lo que tú dices.

—Cuando esté embarazada, te lo diré, naturalmente —dijo Ruth, cambiando de tema—. Serás la primera en saberlo, después de Allan.

Aquella noche, al acostarse, Ruth no se sintió del todo en paz consigo misma. Y, además, estaba rendida de cansancio.

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