Authors: John Irving
«Supongo que debería teñirme también el puñetero vello púbico», imaginaba Eddie que Hannah le diría a la señora de Arthur Bascom.
¿En qué había estado él pensando? Si buscaba la compañía de amigas mayores, sin duda lo hacía en parte porque eran a todas luces más refinadas que las mujeres de la edad de Eddie, por no mencionar las de la edad de Hannah. (Según el criterio de Eddie, ni siquiera Ruth era «refinada».)
—Bueno, dime, ¿en qué has estado pensando? —le preguntó Hannah.
Dentro de media hora, o incluso menos, verían a Ruth y conocerían a su policía.
Eddie se dijo que quizá debería considerar el asunto con más calma. Después de todo, cuando terminara el fin de semana, se enfrentaría al viaje de regreso a Manhattan con ella, y durante esas cuatro horas tendría tiempo suficiente para abordar el tema de la adquisición conjunta de la casa.
—Ahora no recuerdo en qué estaba pensando —respondió—. Ya te lo diré cuando me acuerde.
—Supongo que no se trataba de una de tus arrolladoras y geniales ideas —bromeó Hannah, aunque la ocurrencia de compartir una casa con Hannah le había parecido a Eddie una de las ideas más arrolladoras y geniales que había tenido jamás.
—Claro que también es posible que no me acuerde nunca —añadió Eddie.
—Tal vez estabas pensando en una nueva novela —sugirió Hannah. Con la punta de la lengua volvió a tocarse el vello rubio oscuro encima del labio superior—. Un relato sobre un hombre joven con una mujer mayor…
—Muy divertido —comentó él.
—No te pongas a la defensiva, Eddie —dijo Hannah—. Olvidemos por un momento ese interés tuyo por las mujeres mayores…
—Me parece muy bien.
—Hay otro aspecto de esa tendencia que me interesa —siguió diciendo Hannah—. Me pregunto si las mujeres con que te relacionas, me refiero a las que tienen setenta u ochenta jodidos años, son aún sexualmente activas. Es decir, ¿quieren serlo?
—Algunas de ellas lo son y otras quieren serlo —respondió Eddie con cautela.
—Temía que dirías una cosa así… ¡Eso me fastidia de veras!
—¿Crees que estarás sexualmente activa a los setenta o los ochenta, Hannah? —le preguntó Eddie.
—Ni siquiera quiero pensar en ello —respondió ella—. Volvamos a tus intereses. Cuando estás con una de esas ancianas, la señora de Arthur Bascom, por ejemplo…
—¡No he tenido relaciones sexuales con la señora Bascom! —la interrumpió Eddie.
—Bueno, bueno, todavía no las has tenido. Pero digamos que las tendrás, si no con ella, con otra vieja dama de setenta u ochenta años. Dime, ¿en qué piensas? ¿La miras de veras y te sientes atraído? ¿O piensas en otra cuando estás con ella?
A Eddie le dolían los dedos, pues aferraba el volante con más fuerza de la necesaria. Pensaba en el piso que la señora de Arthur Bascom tenía en el cruce de la Quinta Avenida y la Calle 92. Recordaba todas las fotografías, de cuando era niña, de joven, novia, madre, novia no tan joven (se había casado tres veces) y abuela de aspecto juvenil. Eddie no podía mirar a Maggie Bascom sin representársela mentalmente tal como fue en cada fase de su larga vida.
—Procuro ver a la mujer total —le dijo a su acompañante—. Por supuesto, reconozco que es vieja, pero están las fotografías, o el equivalente de las fotos en tu imaginación de una vida ajena, quiero decir una vida completa. Puedo imaginármela cuando era mucho más joven que yo, porque siempre hay gestos y expresiones arraigados, intemporales. Una anciana no siempre se ve a sí misma como una anciana, y lo mismo me ocurre a mí. Procuro ver la totalidad de su vida. Hay algo muy conmovedor en la totalidad de la vida de una persona.
Dejó de hablar, no sólo porque se sentía azorado sino también porque Hannah estaba llorando.
—Nunca me verá nadie de esa manera —dijo ella.
Era uno de esos momentos en que Eddie debería haber mentido, pero no podía hablar. Nadie vería a Hannah de esa manera. Eddie intentó imaginarla a los sesenta, por no decir a los setenta u ochenta, cuando su vulgar sexualidad fuera sustituida por…, en fin, ¿por qué? ¡La sexualidad de Hannah siempre sería vulgar!
Eddie alzó una mano del volante y tocó las manos de Hannah, que ella se estaba retorciendo sobre el regazo.
—Mantén las manos en el puñetero volante, Eddie —le dijo ella—. Por ahora estoy entre novios…
A veces, la tendencia a apiadarse llevaba a Eddie a meterse en líos. Su corazón albergaba la peligrosa creencia de que en realidad Hannah no necesitaba otro novio, sino un buen amigo.
—He pensado en que podríamos compartir una casa —le propuso. (Era una suerte que condujera él y no Hannah, porque ella se habría salido de la carretera)—. He pensado que podríamos comprar juntos la casa de Ruth en Sagaponack. Desde luego, supongo que no…, bueno, que no nos solaparíamos a menudo.
Por supuesto, Hannah no estaba segura de lo que Eddie le proponía exactamente. En su vulnerable estado mental, la primera reacción de Hannah fue suponer que Eddie le hacía algo más que una proposición amorosa. Parecía como si quisiera casarse con ella. Pero cuanto más hablaba Eddie, más confusa se sentía ella.
—¿«Solaparnos»? —le preguntó—. ¿Qué coño significa eso de «solaparnos»?
Al ver la confusión de Hannah, Eddie no pudo contener el pánico.
—¡Podrías quedarte con el dormitorio principal! —dijo bruscamente—. Me conformaría con la habitación más grande para invitados, la que está al final del pasillo. Y la sala que fue el cuarto de trabajo de Ted y despacho de Allan podría convertirse en un dormitorio. Sí, eso sería un buen arreglo. —Hizo una breve pausa antes de añadir—: Ya sé lo que te hace sentir ese granero, la antigua pista de squash. Yo podría trabajar ahí, transformarlo en mi despacho. Pero el resto de la casa, todo lo demás, lo compartiríamos. En verano, claro, tendríamos que discutir acerca de nuestros invitados de fin de semana, ya sabes, ¡tus amigos o los míos! Pero lo importante es que, si te gusta la idea de tener una casa en los Hamptons, creo que entre los dos nos la podríamos permitir. Y Ruth sería feliz. —Lo que había empezado como una proposición se estaba convirtiendo en un parloteo—. Al fin y al cabo, vendría a visitarnos con Graham, y eso significaría para ella que no tendría que abandonar del todo la casa. Me refiero a ella, a Graham y al policía —añadió, porque la expresión agobiada de Hannah tanto podía deberse a que seguía confusa por su sugerencia como a que la había mareado el viaje en automóvil.
—¿Quieres decir que me propones que compartamos casa? —inquirió Hannah.
—¡Nos la dividiríamos al cincuenta por ciento! —exclamó él.
—Pero tú vivirías siempre allí, ¿no es cierto? —replicó Hannah, con una astucia que tomó por sorpresa a Eddie—. ¿Qué división al cincuenta por ciento es ésa, si yo sólo voy en verano y algún que otro fin de semana, y tú vives siempre ahí?
Eddie pensó que debería haberlo sabido. ¡Había tratado de considerar a Hannah una amiga, y ella ya estaba negociando con él! ¡Nunca saldría bien! ¡Ojalá hubiera mantenido la boca cerrada! Sin embargo, le dijo:
—No podría permitírmelo si tú no pagas la mitad. Es posible que ni siquiera podamos permitírnoslo entre los dos.
—¡Esa mierda de casa no puede costar tanto! —replicó Hannah—. ¿Cuánto vale?
—Mucho —respondió Eddie, pero no lo sabía.
Lo único que tenía claro era que costaba más de lo que él solo podía pagar.
—¿Quieres comprarla y no sabes cuánto vale? —le preguntó Hannah.
Por fin dejó de llorar. Eddie reflexionó que probablemente Hannah ganaba mucho más dinero que él. Su éxito como periodista, aunque no su renombre, iba en aumento. Muchos de sus temas eran demasiado triviales para que le dieran renombre. Recientemente había hecho un reportaje para una importante revista (aunque Eddie no consideraba «importante» a ninguna revista) sobre el fracaso en la rehabilitación de los internos en las prisiones estatales y federales. Además de la controversia creada por el reportaje, Hannah había tenido una breve relación con un ex presidiario. De hecho, éste había sido el último novio granuja de Hannah, lo cual quizás explicaba que anímicamente estuviera hecha una pena.
—A lo mejor puedes comprar toda la casa tú sola —le dijo Eddie de mal talante.
—¿Para qué querría esa casa? —respondió ella—. ¡No es exactamente un jodido tesoro de recuerdos para mí!
Eddie pensó que nunca tendría la casa, pero que por lo menos no se vería obligado a vivir con ella.
—Dios mío, Eddie, qué raro eres —le dijo Hannah.
Pese a que aquel fin de semana era tan sólo el primero de noviembre, a lo largo del camino de tierra que llevaba cuesta arriba, por delante de la finca de Kevin Merton, a la casa de Ruth, los árboles habían perdido las hojas. Las ramas desnudas de los arces, que tenían el color de la piedra gris, y las de los abedules, blancos como huesos, parecían temblar, anticipándose a la nieve que no tardaría en caer. Ya hacía frío, y cuando bajaron del coche en el sendero de Ruth, Hannah se rodeó con los brazos mientras Eddie abría el maletero para sacar el equipaje y los abrigos que no habían sido necesarios en Nueva York.
—¡Mierda de Vermont! —dijo de nuevo Hannah. Le castañeteaban los dientes.
El ruido que hacía alguien al partir leña atrajo su atención. En el patio, junto a la entrada de la cocina, había un montón de troncos y, a su lado, otro montón más pequeño y pulcro de leña partida. Al principio Eddie pensó que el hombre que partía los troncos y amontonaba la leña era el vecino de Ruth, Kevin Merton, el que le cuidaba la casa. También Hannah había creído que era él, hasta que percibió en el leñador algo que invitaba a observarle con más detenimiento.
El hombre estaba tan absorto en su tarea que no reparó en la llegada del coche de Eddie. Vestía tejanos y camiseta de media manga, pero trabajaba de una manera tan enérgica que no notaba el frío e incluso sudaba. Cortaba los troncos y amontonaba la leña de modo muy metódico. Si el diámetro del tronco no era muy grande, lo colocaba vertical en el tajón y lo partía a lo largo de un hachazo. Si era demasiado grande, cosa que calibraba de un simple vistazo, lo ponía horizontal en el tajón y lo partía con una cuña y un mazo. Aunque el manejo de los útiles parecía su segunda naturaleza, lo cierto era que Harry Hoekstra había empezado a partir leña hacía tan sólo una o dos semanas. Hasta entonces no lo había hecho nunca.
Aquel trabajo le encantaba. Con cada potente hachazo o mazazo imaginaba los fuegos que encendería, y a los recién llegados les pareció que era lo bastante fuerte y estaba tan entregado a su tarea que podría haberse pasado el día entero partiendo leña. Hannah pensó que podría hacer cualquier cosa durante todo el día… o toda la noche. De repente deseó haberse depilado la zona sobre el labio superior, o por lo menos haberse lavado la cabeza y maquillado un poco, llevar sostén y vestir unas prendas mejores.
—¡Debe de ser el holandés, el policía de Ruth! —susurró Eddie a Hannah.
—No me digas —respondió Hannah, sin acordarse de que Eddie desconocía su juego particular con Ruth—. ¿No has oído ese ruido? —Eddie pareció desconcertado, como siempre—. El ruido de mis bragas cuando caen al suelo —le explicó ella—. Ese ruido.
Ah ¡Qué vulgar era Hannah!, se dijo Eddie. ¡Gracias a Dios, no tendría que compartir una casa con ella!
Harry Hoekstra, que había oído sus voces, dejó caer el hacha y se acercó a ellos. Estaban allí como niños, temerosos de alejarse del coche, mientras el ex policía se acercaba y tomaba la maleta de Hannah, quien temblaba de frío.
—Hola, Harry —logró decir Eddie.
—Debéis de ser Eddie y Hannah —les dijo Harry.
—No me digas —replicó Hannah, en un tono de chiquilla muy impropio de ella.
—¡Vaya, Ruth me dijo que dirías eso!
Hannah pensaba que ahora lo entendía. ¿Quién no lo habría entendido? Y se decía que ojalá le hubiera conocido ella primero. Pero cierta parte de su pensamiento, que siempre socavaba la confianza en sí misma, una confianza externa, tan sólo aparente, le decía que, aunque le hubiera conocido primero, él no se habría interesado por ella… o por lo menos su interés no se habría prolongado más allá de una noche.
—Me alegro de conocerte, Harry —fue todo lo que pudo decirle Hannah.
Eddie vio que Ruth salía a saludarles, rodeándose con los brazos porque hacía mucho frío. Se le había caído harina sobre los tejanos y también tenía un poco en la frente, por la que se pasó el dorso de la mano para apartar el cabello.
—¡Hola! —exclamó Ruth alegremente.
Hannah nunca la había visto así, tan rebosante de felicidad. Eddie comprendió que estaba enamorada. Nunca se había sentido tan deprimido. Mientras la miraba, se preguntó por qué la había creído alguna vez parecida a Marion y cómo había llegado a imaginar que la quería.
Hannah miraba a uno y otro; primero, codiciosamente, a Harry, y luego a Ruth, con envidia. «¡Están enamorados, los muy puñeteros!», se decía, detestándose a sí misma.
—Tienes harina en la frente, cariño —le dijo a Ruth, después de besarla—. ¿Has oído ese ruido? —susurró a su vieja amiga—. ¡Mis bragas, que se deslizan al suelo, mejor dicho, que golpean el suelo!
—Las mías también —respondió Ruth, ruborizada.
Hannah se dijo que su amiga lo había conseguido. La vida que siempre había deseado ya era suya.
—Tengo que lavarme la cabeza —se limitó a decirle—, y maquillarme un poco.
Había dejado de mirar a Harry, porque no podía seguir haciéndolo.
Entonces Graham salió por la cocina y corrió hacia ellos. Rodeó con los brazos la cintura de Hannah y estuvo a punto de derribarla. Fue un grato momento de confusión.
—¡Soy yo, Graham! —gritó el pequeño.
—No puedes ser Graham, ¡eres demasiado grande! —replicó Hannah, mientras lo alzaba en brazos y lo besaba.
—¡Sí, soy yo, soy Graham!
—Anda, acompáñame a mi cuarto, Graham —le pidió Hannah—, y ayúdame a poner en marcha la ducha o la bañera, tengo que lavarme la cabeza.
—¿Has llorado, Hannah? —le preguntó el niño.
Ruth miró a Hannah, y ésta desvió la vista. Harry y Eddie estaban junto a la puerta de la cocina, admirando el montón de leña.
—¿Estás bien? —preguntó Ruth a su amiga.
—Sí. Eddie acaba de pedirme que viva con él, sólo que no me lo decía en ese sentido. Sólo quería que compartiéramos casa —añadió Hannah.
—Qué raro —observó Ruth.
—Sí, no sabes de la misa la mitad —replicó Hannah, y besó de nuevo a Graham.