Read Una noche de perros Online
Authors: Hugh Laurie
—De acuerdo. Alguien quiere ver muerto a Woolf. No puedo decir que el gobierno de su majestad lo lamentara mucho si mañana acabase debajo de un autobús. Admito que sus enemigos pueden ser considerables, e inútiles las precauciones habituales. Hasta aquí, todo en orden. Sí, no puede declararles la guerra. —Comprendí que a O'Neal le había gustado la frase—, así que se inventa un falso contrato. Pero tampoco funciona. —O'Neal se detuvo para mirarme—. ¿Cómo podía estar seguro de que era falso? ¿Cómo podía saber que usted no lo cumpliría?
Miré a Solomon y él supo que lo miraba, pero no me miró.
—Me lo habían pedido antes. Por mucho más dinero. No acepté; quizá lo sabía.
O'Neal recordó repentinamente lo mal que le caía.
—¿Siempre ha dicho que no? —Miré de nuevo a O'Neal con toda la frialdad posible—. Quizá haya cambiado. Podría ser que de pronto hubiese necesitado el dinero. Es un riesgo ridículo.
Me encogí de hombros, y me dolió la axila.
—No del todo. Tenía un guardaespaldas, y al menos conmigo sabía de dónde venía la amenaza. Rayner llevaba días vigilándome antes de que fuese a la casa...
—Pero usted fue a la casa, Lang. Fue...
—Fui allí con la intención de ponerlo sobre aviso. Me pareció un acto de buen vecino.
—De acuerdo, de acuerdo. —O'Neal se entretuvo en pasear un poco más—. ¿Cómo se las apañó para que supiesen que había un contrato? ¿Qué hizo, lo escribió en las paredes de los lavabos, publicó un anuncio en el
Standard?
¿Cómo?...
—Ustedes se enteraron. —Comenzaba a cansarme. Necesitaba dormir y quizá comer incluso algo marrón y maloliente.
—No somos sus enemigos, señor Lang. Al menos, no en ese sentido.
—¿Cómo averiguó que supuestamente yo iba a por él?
O'Neal se detuvo y me di cuenta de que pensaba que había hablado demasiado de mí. Miró a Solomon con una expresión maligna, como si lo acusase de no ser una buena carabina. Solomon era la viva imagen de la calma.
—No veo por qué no podemos decírselo, señor O'Neal. Le han disparado en el pecho sin haber hecho nada para merecerlo. Quizá la herida cicatrizaría antes si supiese por qué sucedió.
O'Neal tardó unos segundos en digerirlo y después se volvió hacia mí.
—Muy bien. Recibimos la información de su encuentro con McCluskey, o Woolf... —Detestaba decirlo—. Recibimos la información de los norteamericanos.
Se abrió la puerta y entró una enfermera. Quizá era la misma que me había palmeado la mano cuando desperté, pero no podía jurarlo. Miró a través de Solomon y O'Neal y se acercó para hacerles cosas a mis almohadas: las esponjó y las movió de aquí para allá, hasta conseguir que fuesen mucho menos cómodas que antes.
Miré a O'Neal.
—¿Se refiere a la CÍA?
Solomon sonrió, y O'Neal casi se meó encima.
La enfermera ni siquiera pestañeó.
La hora ha llegado, pero no el hombre.
Walter Scott
Estuve en el hospital durante siete comidas, que no sé a cuánto equivale. Miré la tele, tomé analgésicos, intenté hacer todos los crucigramas a medio acabar de los números atrasados de
Woman's Own,
y me hice a mí mismo un montón de preguntas.
La primera: ¿qué estaba haciendo? ¿Por qué me cruzaba en las trayectorias de balas disparadas por personas que no conocía, por razones que no comprendía? ¿Qué había en eso para mí? ¿Qué había para Woolf? ¿Qué había para O'Neal y Solomon? ¿Por qué los crucigramas estaban a medio acabar? ¿Les habían dado el alta a los pacientes antes de acabarlos o acaso habían muerto? ¿Habían acudido al hospital para que les extirpasen medio cerebro y ésa era la prueba de la habilidad del cirujano? ¿Quién había arrancado las tapas de las revistas y por qué? ¿La respuesta del 3 horizontal «no es mujer» podría ser «hombre»?
Y, por encima de todo, ¿por qué había una foto de Sarah Woolf pegada en el interior de la puerta de mi mente, de tal forma que, cada vez que la abría para pensar en cualquier cosa —los culebrones de la tarde, fumar un cigarrillo en los lavabos al final del pasillo, rascarme el dedo gordo—, allí estaba ella, que me sonreía y me regañaba simultáneamente? Me refiero, por enésima vez, a la mujer de la que yo no estaba enamorado.
Me dije que Rayner podría responderme al menos a algunas de estas preguntas, así que cuando me juzgué a mí mismo en condiciones de arrastrarme por el lugar, me hice con una bata y subí a la sala Barrington.
Solomon me había dicho que Rayner también estaba ingresado en el hospital Middlesex, y admito que, al menos por un momento, me sorprendió. Me pareció una ironía que ambos hubiésemos acabado en el mismo taller mecánico, después de lo que habíamos pasado juntos. Pero, como bien señaló Solomon, ya no quedan muchos hospitales en Londres, y si te haces daño en cualquier lugar al sur de Watford Gap, lo más seguro es que antes o después acabes en el Middlesex.
Rayner tenía una habitación para él solo, justo enfrente del mostrador de las enfermeras, y estaba conectado a un montón de cajas que pitaban. Tenía los ojos cerrados, porque dormía o por el coma, y la cabeza envuelta en un enorme vendaje como los de los dibujos animados, como si le hubiese caído encima la caja fuerte del Correcaminos. Lo habían vestido con un pijama de franela azul, que, quizá por primera vez en muchos años, le daba un aspecto infantil. Permanecí junto a la cama un buen rato, con una gran pena, hasta que apareció una enfermera y me preguntó qué quería. Le respondí que quería muchas cosas, pero que me conformaría con saber el nombre de pila de Rayner.
Bob, contestó. Se quedó a mi lado, con una mano en el pomo de la puerta, con ganas de que me marchase, pero sin echarme por deferencia a mi bata.
Lo siento, Bob, pensé.
Estabas allí para hacer lo tuyo, por lo que te pagaban, hasta que apareció un imbécil que te atizó con un buda de mármol. Es duro.
Por supuesto, sabía que Bob no era exactamente un monaguillo. Ni siquiera era el chico que maltrata al monaguillo. En el mejor de los casos, era el hermano mayor del chico que maltrata al chico que maltrata al monaguillo. Solomon había buscado a Rayner en los archivos del ministerio. Lo habían expulsado de los Reales Fusileros Galeses por actividades de contrabando —cualquier cosa, desde cordones de botas a vehículos blindados Saraceb, había pasado por las puertas del cuartel debajo del jersey de Bob Rayner—, pero, incluso así, yo era quien le había atizado, así que me tocaba apiadarme.
Dejé lo que me quedaba de las uvas de Solomon sobre la mesa y me marché.
Hombres y mujeres con batas blancas intentaron hacer que me quedase algunos días más en el hospital, pero sacudí la cabeza y les dije que estaba bien. Mascullaron, me hicieron firmar unos cuantos papeles, me enseñaron cómo cambiar el vendaje en la axila, y me dijeron que volviese de inmediato si la herida me picaba o la notaba caliente.
Les agradecí su infinita bondad y rechacé la oferta de una silla de ruedas, lo que no fue una mala idea, porque no funcionaba el ascensor.
Luego fui poco a poco hasta la parada del autobús y regresé a mi casa.
Mi apartamento seguía donde lo había dejado, pero me pareció más pequeño de como lo recordaba. No había mensajes en el contestador automático ni nada en la nevera, aparte del medio litro de yogur y la rama de apio que había heredado del inquilino anterior.
Me dolía el pecho, tal como me habían dicho que me dolería, así que me instalé en el sofá y vi en la tele las carreras de Doncaster, con un buen vaso de The Famous Grouse a mano.
Seguramente debí de quedarme dormido en algún momento y me despertó el teléfono. Me senté rápidamente, maldije por el dolor en la axila y busqué la botella de whisky. Vacía. Me sentía fatal. Consulté el reloj mientras contestaba. Las ocho y diez, o las dos menos veinte. No conseguí saber cuál.
—¿Señor Lang?
Varón. Norteamericano. Chasquido. Rebobino. Vamos, ésta la conozco.
—Sí.
—¿El señor Thomas Lang? —La tengo. Sí, tío, ahora mismo te diré quién es. Sacudí la cabeza con la intención de despertarme y oí un cascabeleo.
—¿Cómo está usted, señor Woolf?
Silencio al otro lado, y luego:
—Mucho mejor que usted, según me han dicho.
—No se lo crea.
—¿No?
—La mayor preocupación en mi vida siempre ha sido no tener nada que contarles a mis nietos. Mis relaciones con la familia Woolf me bastarán hasta que cumplan los quince.
Me pareció oír una risa, pero quizá no fue más que una interferencia en la línea, o la gente de O'Neal que corría a ponerse los auriculares.
—Escuche, Lang. Me gustaría que pudiésemos vernos en algún lugar.
—No lo dudo, señor Woolf. A ver si lo adivino. Esta vez me ofrecerá dinero para que le haga una vasectomía sin que se dé cuenta. ¿Frío o caliente?
—Quisiera darle una explicación, si no le importa. ¿Le gusta la comida italiana?
Pensé en la rama de apio y el yogur y me di cuenta de que me gustaba muchísimo la comida italiana. Pero había un problema.
—Señor Woolf, antes de decir un lugar, asegúrese de que pueda reservar mesa para diez.
—No se preocupe —replicó alegremente—. Tiene una guía turística junto al teléfono. —Miré la mesa y vi un ejemplar de la
Ewan's Guide to London.
Parecía nueva, y desde luego yo no la había comprado—. Escuche con atención. Busque la quinta entrada en la página veintiséis. Nos vemos dentro de media hora.
Se oyó un zumbido en la línea, y por un momento creí que había colgado, pero después su voz sonó de nuevo:
—¿Lang?
—No se deje la guía en el apartamento.
Respiré lenta y resignadamente.
—Señor Woolf, puedo ser estúpido, pero el caso es que no lo soy.
—Ése es mi deseo. Y colgó.
La quinta entrada de la página veintiséis de la soberbia guía para malgastar tus dólares en el área del Gran Londres correspondía a «Giare, 216 Roseland, WC2, Ital., aa., Visa, Mast., Amex.», seguido de tres tenedores. Una ojeada me permitió comprobar que Ewan no se prodigaba con los tenedores, así que al menos tendría garantizada una comida decente.
El siguiente problema era cómo llegar hasta allí sin llevar conmigo a una docena de funcionarios con gabardinas marrones. No podía garantizar que Woolf pudiese hacerlo, pero si se había tomado el trabajo del bonito truco de la guía —que debo admitir que me parecía muy bueno—, seguramente confiaba en poder moverse sin ser molestado por hombres extraños.
Salí de mi apartamento y bajé hasta la puerta principal. Mi casco estaba allí, en el contador de gas, junto con un par de viejos guantes de cuero. Abrí la puerta y asomé la cabeza. No vi a nadie con un sombrero de fieltro que se apartase de una farola y arrojase una colilla sin filtro. Pero tampoco esperaba verlo.
A unos cincuenta metros a la izquierda había una furgoneta Leyland verde oscuro con una antena en el techo, y a la derecha, en el otro extremo de la calle, una tienda de rayas rojas y blancas de los operarios de la compañía de gas. Las dos podían tener motivos del todo legítimos para estar donde estaban.
Volví al vestíbulo, me puse el casco y los guantes y saqué el llavero. Abrí la tapa del buzón en la puerta, metí el mando a distancia por la rendija y pulsé el botón. La Kawasaki emitió un pitido que advertía que había desconectado la alarma, así que abrí la puerta y corrí todo lo rápido que me permitió la axila.
La moto arrancó a la primera, como suelen hacer las motos japonesas, así que di medio gas, metí primera y solté el embrague. También me monté en el sillín, no os preocupéis. Cuando pasé junto a la furgoneta verde ya iba a unos setenta kilómetros por hora, y por un momento me hizo gracia pensar en un montón de hombres con anoraks que chocaban contra las cosas y decían «mierda». Para el momento en que llegué a la esquina, vi por el retrovisor los faros de un coche que me seguía. Era un Rover.
Giré a la izquierda por Bayswater Road casi al límite de velocidad, y me detuve ante el semáforo que jamás he pillado en verde en todos los años que he pasado por allí. Pero no me preocupé. Me entretuve ajustándome los guantes y acomodando los retrovisores, hasta que noté la presencia del Rover por el lado interior, y entonces miré al bigotudo que iba sentado al volante. Quería decirle que se fuese a su casa, porque esto resultaría un tanto embarazoso.
En cuanto la luz cambió a ámbar, cerré del todo el estárter, subí hasta unas cinco mil revoluciones, y después eché el cuerpo sobre el tanque de combustible para evitar que se levantase la rueda delantera. Solté el embrague en el mismo instante en que brilló el verde y la enorme rueda trasera de la Kawasaki se movió de aquí para allá como la cola de un dinosaurio, hasta que encontró el agarre necesario para lanzarme hacia adelante como una catapulta.
Dos segundos y medio más tarde iba a noventa, y otros dos segundos y medio después los semáforos se habían convertido en uno y yo me había olvidado del rostro del conductor del Rover.
El Giare resultó ser un lugar sorprendentemente alegre, con las paredes blancas y un suelo de baldosas con eco que convertía cada susurro en un grito y cada sonrisa en una carcajada.
Una rubia Ralph Lauren con unos ojazos se hizo cargo de mi casco y me acompañó a una mesa junto a la ventana, donde pedí una tónica para mí y un vodka doble para el dolor en la axila. Para matar el tiempo antes de que llegase Woolf, podía escoger entre la guía Ewan o el menú. Me decidí por el menú, que parecía un poco más largo.
El primer plato combatía con el nombre de «Crostini de tarroche molido con patatas Benatore» y con un peso de doce libras y sesenta y cinco peniques. La rubia Ralph Lauren se acercó para preguntarme si necesitaba ayuda con el menú, y le pedí que me explicase qué eran las patatas. No se rió.
Sólo había comenzado a desentrañar la descripción del segundo plato, que bien podía ser un hermano Marx escalfado, cuando vi a Woolf en la puerta, aferrando un maletín, mientras un camarero le quitaba el abrigo.
Luego, exactamente en el mismo momento en que me daba cuenta de que la mesa estaba puesta para tres, vi aparecer a Sarah Woolf por detrás de su padre.
Tenía un aspecto —aborrezco decirlo— sensacional. Absolutamente sensacional. Sé que es un cliché, pero hay momentos en los que comprendes por qué los clichés se convierten en clichés. Llevaba un sencillo vestido de seda verde que le caía de la manera en que todos los vestidos desean caer si les dan la oportunidad: se mantenía inmóvil en todos los puntos donde deben estar inmóviles, y se movía en aquellos puntos donde el movimiento es precisamente lo que quieres. Casi todos los presentes la observaron caminar hasta la mesa, y se hizo un silencio en el comedor mientras Woolf le acomodaba la silla al sentarse.