Una noche de perros (5 page)

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Authors: Hugh Laurie

BOOK: Una noche de perros
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Me interrumpí.

O'Neal se había echado hacia atrás en la silla con las manos entrelazadas detrás de la nuca. Tenía una mancha de sudor del tamaño de una moneda de un euro en cada axila.

—Por supuesto que se declaró satisfecha, ¿por qué no iba a hacerlo? —replicó, muy complacido consigo mismo. Esperó a que yo dijese algo, pero no se me ocurrió nada, así que lo dejé seguir—. Porque no sabían lo que sabemos ahora.

Exhalé un suspiro.

—Ay, Señor, me fascina tanto esta conversación que acabaré por tener una hemorragia nasal. ¿Qué sabe ahora que es tan puñeteramente importante como para que me hayan arrastrado hasta aquí a esta hora francamente ridícula de la mañana?

—¿Arrastrado? —enarcó las cejas hasta casi la línea de la cabellera, de haberla tenido. Miró a Solomon—. ¿Arrastró usted hasta aquí al señor Lang?

O'Neal se había vuelto de pronto campechano y juguetón, y resultaba algo nauseabundo. Solomon debió de quedarse pasmado, porque no respondió.

—Estoy desperdiciando mi vida en esta habitación —afirmé, irritado—. Por favor, vaya al grano.

—De acuerdo. Ahora sabemos, pero la policía no lo sabía hace un rato, que hace una semana tuvo usted una reunión con un traficante de armas canadiense llamado McCluskey. McCluskey le ofreció cien mil dólares si... eliminaba a Woolf. Ahora sabemos que usted se presentó en la casa de Woolf en Londres y que se enfrentó con un hombre llamado Rayner, alias Wyatt, alias Miller, empleado legítimamente por Woolf como guardaespaldas. Sabemos que Rayner resultó gravemente herido como resultado de esta confrontación.

Mi estómago parecía haberse contraído hasta alcanzar el tamaño y la densidad de una pelota de golf. Una gota de sudor bajó sin mucha pericia por mi espalda.

—Sabemos que, a pesar de su relato a la policía —prosiguió O'Neal—, se hicieron no una sino dos llamadas al teléfono de emergencias; la primera sólo fue para pedir el envío de una ambulancia, y la segunda para reclamar la presencia de la policía. Las llamadas se hicieron con un intervalo de quince minutos. Sabemos que usted le dio a la policía un nombre falso por razones que todavía desconocemos. Por último —me miró como un mal mago con la chistera llena de conejos—, sabemos que transfirieron la cantidad de veintinueve mil cuatrocientas libras, equivalente a cincuenta mil dólares norteamericanos, a su cuenta bancaria en el Swiss Cottage hace cuatro días. —Cerró la carpeta con determinación y sonrió—. ¿Qué le parece?

Me había sentado en una silla en el centro del despacho de O'Neal. Solomon había salido para preparar una taza de café para mí y una infusión de manzanilla para él, y el mundo comenzaba a girar un poco más despacio.

—Escuche —dije—, es absolutamente obvio que, por alguna razón, alguien me ha tendido una trampa.

—Explíqueme, por favor, señor Lang, por qué la conclusión es obvia.

De nuevo iba de campechano. Respiré hondo.

—En primer lugar, no sé nada de ese dinero. Cualquiera pudo hacerlo, desde cualquier banco del mundo. Es muy sencillo.

O'Neal quitó el capuchón de su Parker Duofold con mucha alharaca y escribió algo en un bloc.

—Después tenemos a la hija. Ella presenció la pelea. Respaldó la declaración que hice anoche a la policía. ¿Cómo es que no está aquí?

Se abrió la puerta y Solomon entró de espaldas, cargado con tres tazas. Se había quitado la gabardina marrón en alguna parte, y ahora lucía un cárdigan con cremallera del mismo color. Era obvio que a O'Neal le molestaba, e incluso yo fui capaz de ver que no encajaba con el resto de la habitación.

—Tenemos la intención de entrevistar a la señorita Woolf en el momento oportuno, se lo aseguro. —O'Neal bebió un sorbo de café con mucha delicadeza—. Sin embargo, lo que más preocupa ahora mismo a este departamento es usted. Señor Lang, se le pidió que cometiese un asesinato. Con o sin su consentimiento, transfirieron dinero a su cuenta corriente. Se presentó en la casa del objetivo y casi mató a su guardaespaldas. Después...

—Pare el carro. Pare el carro por un puñetero momento. ¿De qué va todo ese rollo del guardaespaldas? Woolf ni siquiera estaba en la casa.

O'Neal me devolvió la mirada con un descaro muy desagradable.

—Quiero decir que... —continué—, ¿cómo puede ser que un guardaespaldas esté guardando una espalda que no está en el mismo edificio? ¿La guarda por teléfono? ¿O es que se trata de un guardaespaldas?

—Usted registró la casa, ¿no es así, Lang? ¿Entró en la casa y buscó a Alexander Woolf? —una torpe sonrisa apareció fugazmente en su rostro.

—Ella me dijo que no estaba —repliqué, enfadado por su contento—. En cualquier caso, que le den.

Torció el gesto.

—No obstante —continuó—, dadas las circunstancias, su presencia en la casa le hace merecedor de nuestro tiempo y de nuestros esfuerzos.

Seguía sin sacar el agua clara.

—¿Por qué? ¿Por qué ustedes y no la policía? ¿Por qué Woolf es tan especial? —Miré a O'Neal y después a Solomon—. Ya puestos, ¿qué tengo yo de especial?

Sonó el teléfono en la mesa de O'Neal y él lo cogió con garbo. Pasó el cordón por detrás del codo al tiempo que acercaba el auricular a la oreja. Me miró mientras hablaba.

—¿Sí? Sí... Desde luego. Gracias.

El teléfono volvió a su lugar y durmió el sueño de los justos en un instante. Ver cómo lo manejaba me hizo comprender que el teléfono era el arte de O'Neal.

Anotó algo en el bloc y llamó a Solomon. Este último leyó lo escrito, y después ambos me miraron.

—¿Tiene usted una arma de fuego, señor Lang?

O'Neal lo preguntó con una amplia sonrisa. ¿Ventanilla o pasillo?

Noté un cosquilleo muy desagradable en la boca del estómago.

—No.

—¿Tiene acceso a armas de fuego de cualquier tipo?

—No desde que dejé el ejército.

—Desde luego. —O'Neal asintió para sí mismo e hizo una larga pausa que dedicó a comprobar si había anotado correctamente todos los detalles—. Por tanto, la noticia de que una pistola Browning del calibre 9 mm, con quince proyectiles, ha sido encontrada en su apartamento es una sorpresa para usted...

Lo pensé.

—Me sorprende más que se haya realizado una búsqueda en mi apartamento.

—Eso no viene al caso. Exhalé un suspiro.

—De acuerdo. No, no me sorprende mucho.

—¿A qué se refiere?

—Comienzo a comprender de qué va todo este rollo. —O'Neal y Solomon permanecieron inexpresivos—. Ya está bien. Cualquiera dispuesto a gastar treinta mil libras en hacerme parecer un pistolero de alquiler presumiblemente no pondrá pegas a gastar otras trescientas para hacerme parecer un pistolero de alquiler que tiene una arma para alquilar.

O'Neal jugueteó con su labio inferior durante un momento, lo apretó con el pulgar y el índice y tiró primero para aquí y después para allá.

—Tengo un problema, ¿no es así, señor Lang?

—¿Lo tiene?

—Sí, diría que lo tengo. —Se soltó el labio, que quedó como un puchero bulboso, como si no quisiese recuperar su formato original—. Es usted un asesino, o bien alguien intenta hacer que lo parezca. El problema es que todas las pruebas que están en mi poder confirman ambas posibilidades. Es realmente muy difícil.

Me encogí de hombros.

—Es por eso por lo que le dieron una mesa tan grande —repuse.

Al final tuvieron que dejarme ir. Por alguna razón que sólo ellos conocían, no querían involucrar a la policía con la excusa de tenencia ilícita de una arma de fuego, y el Ministerio de Defensa no dispone, hasta donde yo sé, de sus propios calabozos.

O'Neal me pidió el pasaporte, y antes de que pudiese contarle una trola de que lo había perdido en la lavadora, Solomon lo sacó del bolsillo del pantalón. Me dijeron que debía permanecer localizable, y que les informase si me abordaban más desconocidos. No pude hacer más que asentir.

Salí del edificio y, mientras cruzaba St. James's Park con un pocas veces visto sol primaveral, traté de descubrir si me sentía diferente al saber que Rayner sólo había intentado hacer su trabajo. También me pregunté cómo no había sabido que era el guardaespaldas de Woolf, o incluso que tenía uno.

Pero mucho, mucho más importante que eso era por qué no lo sabía la hija de Woolf.

TRES

A Dios y al médico nos gusta adorar, pero sólo en peligro, antes ni hablar.

John Owen

La verdad es que sentía pena de mí mismo.

Estoy habituado a no tener un penique, y el paro y yo somos algo más que simples conocidos. He sido abandonado por las mujeres que amaba, y he tenido dolores de muelas de campeonato. Pero, de alguna manera, ninguna de estas cosas se puede comparar con el sentimiento de que tienes al mundo en tu contra.

Comencé a pensar en los amigos a los que podía acudir en busca de ayuda, pero, como siempre ocurre cuando intento hacer esta clase de auditoría social, comprendí que la mayoría de ellos estaban en el extranjero, muertos, casados con personas que no me podían ver ni en pintura. O quizá es que no eran realmente mis amigos, ahora que lo pensaba.

Ésta es la razón por la que me vi en la cabina de un teléfono público en Piccadilly, dispuesto a hablar con Paulie.

—En estos momentos se encuentra en los juzgados —me informó una voz—. ¿Quiere dejarle un mensaje?

—Dígale que ha llamado Thomas Lang, y que si no aparece por Simpson's en la calle Strand a la una en punto, dispuesto a invitarme a comer, no ejercerá nunca más la abogacía.

—Nunca más... la abogacía —repitió la secretaria—. Le transmitiré el mensaje cuando llame, señor Lang. Buenos días.

Paulie —Paul Lee en la placa— y yo manteníamos una relación poco usual.

Era poco usual en el sentido de que nos veíamos más o menos cada dos meses, de una manera estrictamente social —bares, cenas, funciones teatrales, la ópera, que a Paulie le encantaba— y, sin embargo, ambos admitíamos sin tapujos que no nos caíamos bien. Ni lo más mínimo. Si nuestros sentimientos hubiesen sido fuertes como el odio, entonces quizá podrías interpretarlo como una retorcida expresión de afecto. Pero no nos odiábamos; sencillamente, no nos caíamos bien, nada más.

Paulie me parecía un cerdo ambicioso y despreciable, y él me tenía por un vago indigno de toda confianza y un patán. La única cosa positiva que se podía decir de nuestra «amistad» es que era mutua. Nos encontrábamos, pasábamos una hora o poco más en compañía el uno del otro y después nos separábamos con aquella suprema sensación de «bueno, ya está, menudo plasta», por ambas partes. A cambio de invertir cincuenta libras en atiborrarme de rosbif y clarete, Paulie no tenía empacho en reconocer que el sentimiento de superioridad que sentía cuando me invitaba equivalía exactamente a cincuenta libras.

Tuve que pedirle una corbata al
maitre d'hótel,
y él se vengó dándome a elegir entre una roja y una roja, pero a las doce cuarenta y cinco estaba sentado a una de las mesas de Simpson's, ocupado en ahogar parte de lo desagradable de la mañana en una copa de vodka con tónica. Muchos de los demás comensales eran norteamericanos, lo que explica que sirviesen más ternera que cordero. A los norteamericanos nunca les ha gustado mucho eso de comer ovejas; creo que lo consideran afeminado.

Paulie apareció a la una en punto, pero sabía que no dejaría de excusarse por llegar tarde.

—Perdona la espera —dijo—. ¿Qué bebes? ¿Vodka? Otro para mí.

El camarero se marchó, y Paulie echó un vistazo al comedor. Se alisó la corbata y adelantó la barbilla un par de veces para aliviar la presión del cuello de la camisa en los pliegues del cogote. Como siempre, llevaba el pelo esponjado e impoluto. Afirmaba que eso les gustaba a los jurados, pero, desde que lo conozco, el amor por su pelo ha sido siempre la debilidad de Paulie. La verdad es que no ha tenido mucha suerte con el físico, pero como consuelo por su cuerpo bajo y rechoncho, Dios le ha dado una soberbia melena que probablemente conservará, con diferentes tonalidades, hasta que cumpla los ochenta.

—Salud, Paulie —dije, y le di un buen viaje a mi copa.

—Salud. ¿Cómo te van las cosas? —Paulie nunca te miraba cuando hablaba. Podías estar con la espalda contra un muro, que él miraría por encima de tu hombro.

—Bien, bien. Y tú, ¿qué me cuentas?

—Después de todo, conseguí que absolvieran al mariconazo. —Sacudió la cabeza, pensativo. Un hombre perpetuamente asombrado por sus propias capacidades.

—No sabía que te dedicaras a las mariconadas, Paulie.

No sonrió. Paulie sólo se reía los fines de semana.

—No —respondió—. El tipo del que te hablé. Mató a su sobrino con una pala. No irá al talego.

—Pero si dijiste que lo había hecho.

—Lo hizo.

—Entonces, ¿cómo pudiste...?

—Mentí como un bellaco. ¿Qué vas a pedir?

Hablamos de la marcha de nuestras respectivas carreras mientras esperábamos la sopa. Paulie me aburrió soberanamente con cada uno de sus triunfos, y yo lo deleité con cada uno de mis fracasos. Me preguntó cómo iba de pasta, aunque ambos sabíamos que no tenía la más mínima intención de hacer algo al respecto si no tenía. Yo le pregunté por sus vacaciones, pasadas y futuras. Paulie da mucha importancia a sus vacaciones.

—Hemos alquilado un barco en el Mediterráneo. Buceo, windsurf, lo que quieras. Cocina de cinco tenedores, todo.

—¿Vela o motor?

—Vela. —Frunció el entrecejo por un instante, y de pronto pareció veinte años más viejo—. Aunque ahora que lo pienso, es probable que tenga motor. Claro que hay una tripulación que se encarga de todas esas cosas. ¿Tú harás vacaciones?

—No me lo he planteado.

—Claro que tú siempre estás de vacaciones, ¿no? No tienes de qué tomarte vacaciones.

—No lo habría podido decir mejor, Paulie.

—¿Trabajas en algo? Desde el ejército, ¿qué has hecho?

—Cónsultoría.

—Consúltame el culo.

—No creo que pueda permitírmelo, Paulie.

—Sí, vale. Vamos a preguntarle a nuestro consultor de catering qué coño pasa con nuestra sopa.

Mientras mirábamos en derredor en busca del camarero, vi a mis perseguidores.

Dos hombres, sentados a una mesa junto a la puerta, que bebían agua mineral y que observaron con mucho interés el techo cuando miré en su dirección. El mayor parecía haber sido diseñado por el mismo arquitecto que había hecho a Solomon, y el más joven parecía empeñado en seguir por el mismo camino. Parecían unos tipos sensatos, y por el momento me alegró tenerlos cerca.

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