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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Una noche más (3 page)

BOOK: Una noche más
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—¡No seas ingenuo, David! —exclama Sara en un conato de violencia—. Ruth puede ser muy fría cuando quiere. Y esta es una de esas situaciones en las que Ruth sólo sabe reaccionar con frialdad. Haciendo ver que nada le importa. O a lo mejor es que nada le importa realmente. Salvo ella misma, claro…

—Yo creo que David tiene razón. No creo que lo esté pasando bien— interviene Ali.

—Y si no lo está, ¿por qué no se apoya en sus amigos? ¿Eh? ¿Por qué? —les mira inquisitivamente y le da una calada al cigarrillo—. Primero porque sabe que ha actuado mal y como es una puta cobarde no quiere ver cómo sus propios amigos le echan la culpa. Y segundo porque es mucho más cómodo volver a su vida de despreocupación que reflexionar acerca de lo que ha hecho y por qué.

Sara enciende un cigarro al ver que les traen las bebidas, agua para ellas dos, cerveza para David. Su ira es palpable y Ali lamenta haber mencionado el encuentro con Ruth. Le resulta dolorosa esa situación. Porque Sara lleva su parte de razón y no puede negársela. Pero Ali sabe que también Ruth lo está pasando mal. Aunque su reacción lleve a pensar otra cosa. Pero es que Ruth reacciona así ante el dolor. Huyendo. Escondiéndose. Y sí, creyendo que por irse de copas con simples conocidos va a sentirse mejor y las cosas se solucionarán solas.

El camarero comienza a traer lo que han pedido. No son platos normales sino pequeñas bandejitas de cerámica y cristal sobre las que hay unas supuestas tapas de diseño. Comen casi sin hablar, apenas unas pocas trivialidades. Ali se siente más y más impotente a cada minuto. Como cada vez que queda con Sara. Como cada vez que intenta hablar con Ruth. Si bien es más fácil apoyar a la primera porque es la única que accede a verla, no deja de ser descorazonador para Ali no poder hacer nada, no poder aliviar ni paliar el dolor que está sintiendo Sara desde que Ruth la abandonó.

A Ali todavía le sorprende que Sara no se haya vuelto a Barcelona. Al fin y al cabo se había trasladado a Madrid por Ruth. Lo lógico sería que, puesto que Ruth ya no es el motivo de permanecer allí, se hubiera marchado al lugar en donde tenía su vida montada antes de conocerla. Donde estaban sus amigos, la gente que la conocía desde hacía mucho más tiempo que ellos. Los que estarían de su lado de un modo natural puesto que no conocerían a la otra parte implicada. Los que le darían la razón simplemente porque son sus amigos y no le deben nada a la persona que le ha hecho daño. Ali intuye que si Sara no se ha ido es porque en el fondo, en algún lugar recóndito de su cabeza o de su corazón, aún confía en que lo de Ruth sólo sea una mala racha pasajera, que es algo que todavía puede arreglarse. Por mucho que Sara se empeñe en decir que no quiere verla, ni hablar con ella ni saber qué puede estar haciendo. La esperanza es lo último que se pierde. Y tras las rupturas la esperanza en lo imposible es casi lo único a lo que las personas se agarran desesperadamente.

—¿Qué tal te va en el trabajo? —se atreve a preguntarle Ali a Sara.

La aludida se está llevando el tenedor a la boca en ese momento. Mastica la comida deprisa para contestar. Antes de hacerlo da un sorbo a su vaso de agua.

—Bien. Normal. Ya sabes que no es gran cosa. Sólo es un trabajo para cobrar a fin de mes. Es básicamente lo mismo que tenía en Barcelona.

—Ya… —dice Ali llevándose también comida a la boca.

—¿Y tus clases? ¿Las compaginas bien con el curro? —pregunta a su vez Sara, quizá por corresponder.

—Sí. Bueno, ya sabes, ahora no hay mucho ajetreo. En febrero ya veremos…

—¿Y tú, David? ¿Todo bien?

David asiente contundentemente con la cabeza.

—Todo como siempre. Mi trabajo es bastante tranquilo…

Ali sabe que cada vez que Ruth sale en alguna conversación consigue que los ánimos se tensen hasta extremos insospechados. Le gustaría servir de más ayuda, decirle algo que ayudase a Sara a empezar a superar la historia. Porque Ali no tiene mucha confianza en que Ruth recule. Ruth nunca intenta algo dos veces. Para ella no existen las segundas oportunidades. Si algo falla a la primera es que no tenía visos de funcionar desde el principio. Ali lo sabe. Se lo ha escuchado decir a Ruth en muchas ocasiones. Y no quisiera ver que Sara se aferra a una difusa expectativa de reconciliación. Porque intuye que, de ocurrir, Ruth acabaría destrozándola por completo. Porque las segundas partes son posibles si las dos personas quieren y ponen todo su empeño. Pero Ruth nunca pondría empeño en ello. Se dejaría llevar y la volvería a fastidiar. Decir después que el problema vino por volverlo a intentar es una forma de lavarse las manos porque, en el fondo, no se ha intentado de verdad hacer que las cosas funcionen.

Terminan de comer con el silencio instaurado de nuevo entre los tres. Tras dar el último bocado es Sara la que lo rompe de nuevo.

—¿Nos tomamos un café en otro sitio? —pregunta en tono despreocupado. Fingidamente despreocupado.

Ali y David asienten y los tres comienzan a preparar el dinero para pagar la comida.

Sara camina por delante de Ali y David hundida en sus pensamientos. Desde hace un mes su cabeza se ha convertido en una olla a presión que no para de bullir. Cada día, cuando se despierta, durante el primer nanosegundo de conciencia, su mente está completamente en blanco. Como si no pasara nada, como si nada la preocupara. Pero tras ese breve instante —siempre demasiado breve— la realidad la golpea sin piedad. Entonces todo acude en cascadas descontroladas. Una punzada de dolor le atraviesa el estómago. Y el pecho. Un dolor sordo alojado en las entrañas que le impide hasta respirar con normalidad. A menudo siente que se ahoga. Y a menudo piensa que no podrá soportarlo. Pero lo soporta. A duras penas pero lo hace. Día tras día, semana tras semana. Se acostumbra al dolor hasta el punto de no recordar cómo era la vida sin él. Como si siempre hubiera estado ahí, punzando, desgarrando, palpitando dentro de ella.

Cada día es un suplicio mayor que el anterior. No hay momento en que no piense en Ruth y en lo que ha pasado, analizando hasta el último detalle en un vano intento de comprender y racionalizar, de buscar una explicación lógica, algo que haga que duela menos. Pero cuanto más lo piensa más se da cuenta de lo mucho que le duele, de que no puede comprenderlo, de que no lo superará fácilmente, de que pasará mucho tiempo antes de que pueda decir que está bien.

Le cuesta un mundo ir a trabajar. Muchas mañanas está tentada de quedarse en la cama y no levantarse en todo el día. Es algo que le apetece mucho. Permanecer tumbada en la cama y revolverse en su propia mierda sería mucho más fácil que salir de casa y enfrentarse a la rutina cotidiana porque esa misma rutina la hastía y le recuerda inevitablemente lo sucedido. Porque, además, su trabajo lo consiguió gracias a los contactos de Ruth y, de vez en cuando, su jefa le pregunta por ella. Sara no sabe si está al corriente de qué tipo de relación la unía con Ruth pero, conociendo el carácter indiscreto de su ex novia, no le extrañaría nada que esa mujer estuviera al cabo de la calle en lo concerniente a Ruth y ella. Y eso le hace sentirse todavía más incómoda en la oficina. Porque el carácter de Sara a ese respecto es totalmente opuesto. En el trabajo, en ninguno de los trabajos por los que ha pasado, nunca ha hablado de su vida privada. Ni de sus relaciones con hombres ni de sus relaciones con mujeres. Al trabajo siempre ha ido a trabajar, no a hacer amigos ni confidencias. Por mucho tiempo que pase con sus compañeros y compañeras. Su vida privada es algo que empieza cuando sale por la puerta de la oficina y termina cuando vuelve a entrar por ella.

Sin embargo, en esta ocasión le está resultando más complicado que nunca mantener oculto lo que le sucede. Han sido varias las personas que le han preguntando si le pasa algo. Y es que no es sólo su apariencia física en continuo declive o el brillo de sus ojos totalmente apagado. Cada vez más se da cuenta de que no rinde lo que debiera, que se le olvidan cosas, que no está a lo que tiene que estar. Y eso le provoca aún más inquietud y ansiedad. Ya tiene suficientes cosas en la cabeza como para encima preocuparse de que la despidan. Aunque, ¿qué podría importar un golpe más?

Se detiene en la puerta del Baires. Mira hacia atrás y les pregunta a Ali y David con la mirada si les parece bien entrar ahí. Ambos asienten con la cabeza sin decir nada. Sara entra en la cafetería seguida por la pareja. Una mesa queda libre junto a uno de los ventanales y Sara se apresura a sentarse. El camarero acude cuando Ali y David aún no se han sentado. Sara y Ali piden café con leche, David un café bombón. Y de nuevo el silencio.

Sara sabe que para sus amigos la situación es incómoda.

Sobre todo porque se supone que eran amigos de Ruth antes de ser también los suyos. Y agradece que no hayan tomado la postura fácil de ponerse de parte de Ruth por comodidad, porque es a la que conocen desde hace más tiempo y ella el elemento desconocido que entró en sus vidas a través de su amiga. Sara supone que si han hecho todo lo contrario es porque han visto que la que se lo ha montado mal ha sido Ruth y no ella. Pero tampoco eso le supone un gran alivio. No quiere que le den la razón. Lo que quiere es dejar de sentirse como una mierda. Dividir a la gente en bandos es lo último que le apetece y lo último que le interesa.

Si no habla mucho no es porque no tenga nada que decir. Es que ya está cansada de tener la misma conversación una y otra vez. Nunca llegan a ningún sitio. Es dar vueltas una y otra vez sobre el mismo eje, como los ponis de las ferias. Y el eje es Ruth. Siempre Ruth. ¿Y de qué sirve seguir hablando de Ruth a esas alturas? De nada. No sirve de nada. Pero aún así…

Aún así no puede evitarlo. Y que Ali y David le acaben de decir que se han encontrado con ella mientras venían hacia el restaurante no mejora las cosas. Al contrario. Le da a Sara más razones para seguir martirizándose. Porque sabe que si Ruth, un día de fiesta, estaba en la calle a mediodía es porque aún no se había acostado. O, al menos, que no lo ha hecho en su casa. Y eso a Sara tan sólo le trae la dolorosa certeza de lo poco que le ha importado siempre a Ruth. De que ahora le importa aún menos. Que ella se ha pasado la noche de juerga sin importarle que Sara no pudiera dormir por su culpa. Que ella ya estará acostándose con otras como si el último año a su lado no hubiera existido. Y no es que eso duela. La palabra dolor se queda pequeña para lo que siente Sara al tomar conciencia de la actitud de Ruth. Es algo más lacerante. Es su dignidad, su autoestima diluyéndose en el lodo. Es ella misma desvaneciéndose poco a poco y sin remedio.

Le da un sorbo a su café y mira a Ali y David. Los dos la miran expectantes, como si quisieran decir algo pero no supieran el qué. Sara sonríe sin ganas sólo para aliviar la tensión. Agarra su paquete de tabaco y saca un cigarrillo. Tras encenderlo les pregunta qué van a hacer esa tarde.

—Pues no sé, poca cosa —responde Ali mirando a David. El muchacho se encoge de hombros—. ¿Qué vas a hacer tú? —le pregunta a su vez Ali mirándola de nuevo.

—Creo que me voy a ir casa. No me apetece mucho pasarme la tarde danzando por ahí…

Ali asiente pareciendo comprender. Sara apura su café de un trago. La afirmación que acaba de hacer ha hecho que le entrara prisa por cumplirla. Siente un deseo incontrolable de estar ya sola en casa, en su habitación, el único lugar en el que ahora mismo se puede sentir segura aunque sus fantasmas la acechen desde cada rincón. Se levanta del asiento. Ali y David la imitan. Se dirigen a la barra para pagar sin tener que esperar que el camarero les haga caso. En la puerta de la cafetería se despiden. Sus amigos van otra vez hacia la calle Fuencarral, Sara prefiere ir a coger el metro en la plaza de Chueca. Le da dos besos a David y cuando le va a dar otros dos a Ali, esta la abraza por sorpresa.

—Ya te lo he dicho pero te lo vuelvo a decir. Sabes que puedes contar conmigo, ¿verdad? —le susurra al oído.

Sara asiente con la cabeza cuando se separa de ella. Se miran a los ojos. Sara esboza una tímida sonrisa. Comienza a alejarse de ellos sin dejar de mirarlos y sin acabar de darse la vuelta. Ellos la sonríen con algo que ella interpreta como compasión. Y es esa mirada la que, por alguna razón que ni ella misma comprende, consigue que su ánimo se venga abajo definitivamente. Por fin se gira y les deja atrás, encaminándose Gravina abajo hasta la plaza.

Un primero de noviembre a media tarde no es de esperar que haya mucha gente por la calle. Y eso es lo que Sara se encuentra al llegar a la plaza de Chueca, apenas unas pocas personas que van y vienen. Mientras se encamina a la boca de metro Sara se fija en una chica que juega con un perro en la mitad misma de la plaza. En realidad lo de que está jugando es una forma de hablar porque el animal, que no debe ser más que un cachorro, está despanzurrado en el suelo y se niega a moverse mientras su dueña trata de hacerle caminar. Al llegar junto a ellos, Sara no puede evitar agacharse junto al perro y acariciarle. Le resulta gracioso. Y también tierno.

—No se quiere mover, ¿eh? —le dice Sara a la desconocida.

—No, no le da la gana —rezonga ella—. Prefiere ir limpiando el suelo con la panza…

La chica se agacha también, de modo que ambas quedan a la misma altura. Una vaharada de su olor llega hasta Sara. Una mezcla de perfume y crema hidratante quizá, no es capaz de describirlo con exactitud. Pero con los sentidos agudizados por el dolor Sara lo percibe con una intensidad inusitada. Le resulta evocador, tal vez tranquilizador. Dan ganas de refugiarse en el hueco de su cuello y llorar todas esas amargas lágrimas que se esconden tras sus ojos y que día tras día empapan sus mejillas. Pero no está bien visto tirarse a los brazos de las desconocidas por lo que Sara continúa acariciando al animal. El perro saca la lengua con satisfacción al notarse protagonista del momento y recibir caricias por partida doble. Sara se atreve a observar a la chica con más atención. Es joven, probablemente no más de veintiuno o veintidós. Y también guapa. Cabello moreno y unos bonitos ojos verdes. Pero su mirada perdida no denota juventud sino hastío. Y ver que alguien tan joven parece tan cansado de todo merma todavía más su ánimo. La vida no sólo es una mierda para ella. Lo es para todos.

Se pone en pie. La chica la imita y vuelve a tirar del perro para que camine. Sara murmura una despedida a la que la chica responde cuando ella ya está bajando las escaleras hacia el metro. Con prisa. Sólo tiene ganas de llegar a casa y refugiarse entre las cuatro paredes de su habitación. Para llorar. Para hacerse preguntas. Para sentir a solas ese inmenso dolor que la acompaña incansablemente.

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