No es que Juan piense que su relación esté en la cuerda floja. Aunque ellos sean tan susceptibles como cualquier otra pareja de sufrir una ruptura están demasiado acostumbrados el uno al otro. Como también están acostumbrados a pasar por etapas como esa. Juan siempre ha sido optimista y prefiere pensar que las crisis se superan con diálogo y buena voluntad. Y hasta la fecha ha comprobado que ninguno de los dos carece de esas virtudes. Aún así se le hace duro seguir pasando por una cada cierto tiempo.
Acaba de fregar los platos y de recoger la cocina y de nuevo se da de bruces con su ausencia de actividad. Regresa al salón para encontrarse con la televisión encendida. La apaga directamente en el frontal del aparato. Al hacerse el silencio una claustrofóbica sensación se apodera de él. Desde donde está plantado puede ver el espejo de la entrada ofreciéndole un distorsionado reflejo que le cuesta reconocer como suyo. Es entonces cuando siente la apremiante necesidad de salir del piso. Animado repentinamente con esa idea se encamina al baño donde permanece los minutos necesarios para darse una rápida ducha. Cuando sale, ya en plena desaceleración de ánimo, se da cuenta de que lo que no quiere es salir en solitario, como quien busca un ligue rápido y anónimo aprovechando la circunstancia de un novio ausente. Odiaría dar esa impresión porque, entre otras cosas, es completamente errónea. Entonces se acuerda de su amigo Nando y de que sigue siendo un noctámbulo de pro que continúa recorriendo cada fin de semana el vía crucis de los bares con el mismo fervor de cuando tenía veinte años, aunque ya doble esa edad.
Agarra el móvil con premura y busca su nombre en la agenda confiando en que esté en algún lugar con cobertura. Por suerte para él, Nando descuelga al tercer tono adoptando un tono de exagerada sorpresa en su tono de voz.
—¡Dichosos los oídos! —exclama al otro lado de la línea—. ¡Juanita in person llamándome un viernes por la noche! ¿A qué debo este honor?
—Pues a que estaba acordándome de ti y preguntándome qué estarías haciendo…
—¿Todavía no me conoces lo suficiente como para imaginarte qué estoy haciendo un viernes por la noche? —le pregunta Nando medio guasón, medio escéptico.
—Me lo imagino. Por eso te llamo. Porque me muero por una ginebra con limón y un poco de tu apasionante conversación. ¿Dónde estás?
—Pues ahora voy al LL pero a eso de la medianoche estaré en el Rick's, ¿quieres que nos veamos allí?
—Por mí perfecto. ¿Te espero dentro?
—Claro que sí, rey. No querrás congelarte fuera con el frío que hace, ¿verdad?
—Bien. Pues nos vemos a las doce en el Rick's.
Finaliza la llamada con una boba sonrisa de satisfacción dibujándose en sus labios y se dispone a vestirse. Con la toalla aún anudada a la cintura comienza a abrir cajones y pasar perchas en el armario. Hay ropa que hace meses, incluso años, que no se pone. La ropa que llevaba antes cuando Diego y él salían más habitualmente. Comienza a desinflarse cuando cae en la cuenta de que ponerse esos pantalones que tan bien le sentaban y tan buen culo le hacían puede convertirse en misión imposible debido a que hace meses que no pone un pie en el gimnasio y es posible que ahora lo único que le marquen sea una impresentable lorza sobresaliendo por encima de la cintura. Sintiendo desfallecer su ánimo se decide por uno de los vaqueros discretitos que suele ponerse para ir a trabajar y un suéter no demasiado ceñido. Se mira en el espejo. Después de todo, pese a las incipientes lorzas, el resultado final no está del todo mal. Se da un último y satisfecho vistazo, coge su chaqueta de cuero y sale del piso.
Son las once cuando llega a Chueca. Sabe que llega antes de su hora pero no habría podido quedarse en casa esperando a que llegase el momento de salir para llegar justo a medianoche al Rick's. De todas formas, Nando le dijo que estaría en el LL y hacía allí dirige sus pasos. El local anda ya medio lleno y hay un espectáculo de drag-queens en el pequeño escenario. Da una vuelta por el reducido local buscando a su amigo sin resultado. Ha debido de irse ya. O a lo mejor no llegó a entrar. Sale de allí y piensa que lo mejor será meterse en el Rick's y hacer tiempo tomándose la primera, aunque sea solo.
Camina Pelayo abajo, gira una esquina y llega hasta Vázquez de Mella. Cruza la plaza en diagonal sorteando a algunos adolescentes que, pese a la persecución policial, se empeñan en seguir haciendo botellón en lugares tan poco discretos como ese. A la altura de la entrada del parking distingue, entre un nutrido grupo de chicas, a Pilar. Se detiene y llama su atención. La chica también se detiene y busca la voz que acaba de pronunciar su nombre. Al verle esboza una gran sonrisa y se acerca a él.
—¡Coño, Juan! ¿Qué haces tú por aquí? —le pregunta a sabiendas de que es muy poco habitual verle un viernes a esas horas en pleno territorio comanche.
—Pues nada, que a Diego le tocaba otra vez turno de noche, no tenía nada que hacer en casa y me apetecía tomarme una copa con un amigo al que hace mucho que no veo —explica Juan con sonrisa de circunstancias— ¿Y Pitu? ¿No ha venido contigo? —le pregunta mirando por encima de su hombro y comprobando que ninguna de sus acompañantes es su mujer.
—También tiene turno de noche —le dice Pilar con un mohín de tristeza encogiéndose de hombros—. Y a mí también me apetecía tomarme una copa con algunas amigas…
Ambos se miran fijamente a los ojos un instante. Comprendiéndose el uno al otro sin necesidad de dar más explicaciones. Sabiéndose en la misma situación. Empatizando sin esfuerzo porque lo que puede sentir uno es lo mismo que siente el otro.
—En fin, qué te voy a contar que tú no sepas, ¿no? —sentencia Pilar volviendo a encogerse de hombros. Juan se ríe abiertamente y asiente con la cabeza—. ¿Has sabido algo de estas dos? —pregunta ya con un tono más contenido.
—No, no. Vamos, nada nuevo —Juan menea la cabeza con hastío—. Por favor, démonos un respiro, que ya hasta parece que somos nosotros los que estamos atravesando una ruptura. Y quiero pasar una noche sin tener que escuchar los nombres de Ruth y Sara, para variar… —Juan vuelve a mirar por encima del hombro de Pilar. Sus amigas cuchichean entre sí visiblemente inquietas mientras ella se ríe de lo que él acaba de decir.
—¡Mari Pili, chata, abrevia! —le grita a Pilar una de sus amigas.
—Bueno, me voy antes de que sigan lanzándome improperios —anuncia la aludida.
—Sí, yo también me voy, que he quedado en el Rick's —explica Juan señalando con el pulgar por encima de su hombro en dirección al citado local—. Hablamos la semana que viene, ¿vale?
—Vale. Pásalo bien. Hasta luego —se despide Pilar ya alejándose de él.
—Hasta luego —dice él también antes de darse la vuelta.
Apenas diez metros le separan de la puerta del local. Al plantarse frente a ella, el portero la abre cediéndole el paso. Por un momento se siente raro acudiendo solo a un bar de copas. Sensación que se acentúa al encontrarse dentro rodeado de las decenas de hombres que ya comienzan a llenar el lugar. Con el primer vistazo no parece que Nando haya llegado así que se dirige a pedirse la primera copa.
—Un Beefeater con limón —le pide al jovencito que atiende tras la barra.
Lo que Pilar no acaba de entender de sus amigas es el empeño por entrar a Long Play tan pronto un viernes por la noche cuando apenas hay gente en la discoteca. En la entrada no hay cola y cuando llegan a la planta de abajo, la de house, apenas sí hay una docena de personas pululando por allí. Dejan los abrigos sobre unos sillones y se quedan plantadas en medio de la pista con cara de desorientación. Algunas, Pilar entre ellas, aprovechan para encender cigarrillos y fumar puesto que esa es la única planta en la que se permite. En la otra planta, la de funky y pachangueo, no está permitido aunque todo el mundo sabe que se hace la vista gorda, sobre todo cuando hay mucha gente (y, ciertamente, en la planta de arriba puede llegar a haber mucha, mucha gente). Pero de momento no se atreven a aventurarse a ir allí ya que intuyen que el panorama no será muy distinto del de esa planta y no podrían fumar con la misma libertad.
Abandonan el centro de la pista de baile para cambiarlo por la barra. Se apelotonan junto a ella mientras deciden qué van a tomar. A Pilar, de momento, no le apetece beber nada, así que contesta con un ligero meneo de cabeza cuando le preguntan. Se aparta a un lado instintivamente cuando sus amigas se dirigen a la camarera para pedirle sus copas. Mientras las sirven, ella se dedica a observar a su alrededor. Al igual que a Juan, a ella tampoco es muy habitual, en los últimos tiempos, verla en ese tipo de lugares de ocio nocturno. Ya desde antes de casarse dejó de salir para no gastar tanto y ahorrar para lo que se le avecinaba. Después de casarse lo ha hecho en contadas ocasiones porque Pitu y ella a duras penas consiguen llegar a final de mes. Y también porque ya ha dejado de atraerle tanto como antes lo de salir por las noches. Todo lo que puede apetecerle lo tiene en casa.
Hasta conocer a Pitu, Pilar nunca había tenido suerte con las mujeres. Desde que con dieciocho años comenzara a salir y tontear con unas y otras hasta casi los treinta, cuando se había casado, su vida sentimental se podía definir con un único pero suficientemente esclarecedor calificativo: nefasta. No sabe si es que justo a ella le había tocado la china de topar con todas las sinvergüenzas que pululaban por el ambiente o es que directamente a todas las mujeres lesbianas les faltaba un tornillo. Demasiado a menudo tuvo la sensación de que se reían de ella o de que la tomaban por el pito del sereno. O, simplemente, que había supuesto la transición, el punto de sutura o el divertimento en la vida de las mujeres con las que se relacionaba. Durante todos esos años Pilar procuró tomárselo con la mayor dosis de humor posible. Era eso o ir encadenando depresión tras depresión al comprobar que cada nueva mujer que se acercaba a su vida se largaba antes de haber llegado siquiera a entrar.
Durante más de una década no tuvo una relación que durase más de tres o cuatro meses. Todas terminaban cuando Pilar aún estaba en pleno subidón, cuando creía que todo marchaba bien, cuando más enamorada se sentía. Pero de Pilar nunca se enamoraba nadie. A ninguna de sus eventuales parejas parecía suponerle un problema dejarla atrás. Es más, casi puede decir, ahora, en la distancia, que si acaso lo que les producía era alivio al sacarla de sus vidas. Y eso, en más de una ocasión, estuvo a punto de mermar su autoestima hasta límites devastadores. Ella nunca ha sido una persona demasiado segura de sí misma. A menudo, durante esas rachas de aversión a sí misma que la asolaban con cada nueva ruptura, se miraba al espejo y pensaba que era lógico que nadie quisiera permanecer a su lado. Ella no era ni de esas andróginas medio anoréxicas que tanto éxito tenían ni una de esas otras niñas bien tan hiperfemeninas que hacían preguntarse a todo el mundo si realmente entendían pero que aún así arrancaban suspiros a su paso. No, Pilar era tan normal que rozaba lo anodino. Su rostro, de rasgos demasiado comunes, no tenía nada de especial, era perfectamente confundible con otros tantos rostros anodinos que podían moverse en la noche madrileña. Su aspecto de mujerona, con grandes pechos y caderas, su larga melena que recortó con el tiempo y los consejos de Ruth, su forma convencional de vestir y tantas otras cosas mediocres y aburridas de ella misma no la convertían en alguien especialmente atractivo. En el ambiente se llevaba el uniforme, el pertenecer a un estilo determinado, adoptar una pose. Y eso Pilar nunca había sabido ni podido hacerlo.
Al principio, cuando llegó a Madrid, vivió una especie de segunda adolescencia. Se dejaba llevar por los juegos y cortejos de seducción con las chicas que iba conociendo. Todo era demasiado lento y ambiguo. Pilar ahora mira a las chicas de diecisiete y dieciocho años, tan experimentadas y desenvueltas, comentando en voz alta y sin pudor alguno que están hartas de polvos de una noche, de hacer tríos y orgías y no puede por menos que alucinar al darse cuenta de lo mucho que han cambiado las cosas. Cuando ella tenía esa edad no era muy habitual ver gente tan joven en los bares de Chueca. Y no es que las chicas no follasen pero, cuanto menos, a Pilar le daba la impresión de que no se hacía tanto alarde de ello. Por entonces las chicas se perdían en el viejo cortejo de conocer a otra chica, conseguir su teléfono (algo complicado puesto que lo de tener móvil era un privilegio que muy poca gente tenía y dar el número de casa de papá y mamá a una completa desconocida se tornaba arriesgado), quedar a tomar un café para charlar, robar algún que otro beso, comenzar a salir y, una vez completada esa extenuante yincana, acabar en la cama. Y es que en la conciencia femenina todavía estaba anclada la premisa de que la mujer nunca debía dar el primer paso así que, aunque en una relación entre dos mujeres esa premisa no resultara práctica en absoluto, la realidad era que se cumplía más a menudo de lo que se pensaba. O esa era la sensación que Pilar tenía.
Durante los primeros dos años se sucedieron en su vida chicas que tonteaban con ella, con las que se enrollaba en los bares, que la mareaban, que la hacían creer cosas que no eran ciertas y que se alejaban sin dar explicaciones. Otras decían que no estaban preparadas para dar ese último paso que era acabar en la cama. Curiosamente eran las mismas que, poco después, acababan acostándose con la mitad de las mujeres que salían por Chueca. Pero cuando se había tratado de Pilar, nunca estaban preparadas.
Pilar sonríe con ironía para sí misma apoyada en una de las columnas de la discoteca mientras fuma un cigarrillo. Dos años fue lo que tardó ella en acostarse con otra mujer. Y fue del modo más frío que pudiera haber imaginado. Una chica de fuera de Madrid que conoció una noche, una chica que buscaba lo que buscaba y que le daba igual encontrarlo en ella que en cualquiera de las que estaban en aquel bar. Una chica que de madrugada la llevó a su hostal sólo para tener sexo. Pilar se cuidó de no decirle que era la primera vez que se acostaba con alguien. Si la desconocida se dio cuenta, no hizo comentario alguno, y si Pilar accedió a sus requerimientos fue más por hartazgo que por verdadero deseo. Había sido mucho tiempo de que le pusieran el caramelo en los labios para quitárselo antes de haber podido saborearlo.
A partir de entonces sus relaciones se dividieron en dos grupos. Se enamoraba de chicas con las que nunca llegaba a acostarse y se acostaba con chicas de las que nunca llegaría a enamorarse porque, salvo raras excepciones, no volvía a verlas tras levantarse de las camas en las que habían tenido una sesión de sexo frío e impersonal. De ese modo Pilar llegó a disociar por completo el amor de las relaciones sexuales. No se consideraba promiscua porque esos polvos anónimos tampoco eran muy habituales sino que ocurrían muy de cuando en cuando. En todo caso a su promiscuidad se la podría calificar de circunstancial. Ella quería enamorarse, quería tener una relación normal, quería poder querer a alguien pero nadie le daba una oportunidad. Si continuaba haciéndolo era porque, en contra de lo que mucha gente pensaba, ella sí creía que fuera posible encontrar pareja en el ambiente. Y lo creía por una mera cuestión lógica. Si ella, al igual que sus amigos y amigas, salía y frecuentaba los bares buscando algo más que un simple revolcón, por fuerza debía haber otras personas con las mismas intenciones. Sólo era cuestión de encontrarlas y de darse cuenta de que buscaban lo mismo. El problema estribaba en que —algo en lo que Pilar no solía caer— cuando la gente salía se recubría de un poderoso escudo protector creado a fuerza de decepciones. Y era ese escudo el responsable de que resultara tan difícil llegar a conectar con otra persona.