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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Una noche más (7 page)

BOOK: Una noche más
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Y no es que sus comienzos fueran fáciles. Con dieciocho años y sin formación de ningún tipo tuvo que aceptar toda clase de trabajos, legales y bajo cuerda, si quería pagar el alquiler y comer todos los días. Lo que sí resultó fácil fue comenzar a conocer gente y establecer relaciones de amistad con las personas que iban entrando en su vida. Haciéndolo se dio cuenta de lo limitada que había estado su vida en un pueblo dónde toda la gente estaba cortada por el mismo patrón y se veía con malos ojos a aquel o aquella que sacaba un poco los pies del tiesto, ya no digamos que manifestara poseer una sexualidad distinta a la norma. Llegar a Madrid le hizo ver la cantidad de gente distinta e interesante que había en el mundo.

Ruth fue una de las primeras personas que conoció gracias a que, al poco de llegar, Pilar se dejó caer por un colectivo gay. Siendo sincera, Pilar tenía poco de activista pero acudir allí se le antojaba una opción más fácil y viable que ir sola a probar suerte a un barrio de Chueca que por aquel entonces no era lo que la gente conoce hoy sino algo mucho más sórdido y clandestino. En el colectivo conoció a Ruth, una muchacha de poco más de veinte años, alegre y divertida, felizmente emparejada con Olga, una superactivista algo más mayor que ella, que coordinaba varios equipos de trabajo dentro de la asociación. Entre ellas surgió una espontánea amistad afianzada por, además de ser de las pocas mujeres que allí había, tener una edad similar y unas circunstancias vitales parecidas. No hacía mucho que Ruth se había independizado de su familia para irse a vivir con Olga y mientras cursaba a trancas y barrancas su carrera de Publicidad, bregaba en trabajos basura tan inestables como los que Pilar empezaba a conseguir.

Ese fue el comienzo de una estrecha amistad que ha venido durando hasta ahora. Pero si bien el carácter de Pilar se ha mantenido más o menos intacto con el paso del tiempo, modificándose lo lógico y esperable en alguien que está madurando, los cambios de Ruth han sido mucho más radicales y siempre provocados por factores externos. No es que Ruth cambie, es que sufre auténticas metamorfosis cuando las circunstancias le son adversas. A menudo Pilar la compara en su cabeza con un erizo que, cuando se asusta, hace una bola con su propio cuerpo y sólo deja que se vean las espinas. Y lo peor es que no le importa a quién pueda herir con ellas.

No puede dejar de darse cuenta que el cambio más brutal se produjo tras la ruptura con Olga. Algo en el interior de Ruth murió entonces. Perdió la inocencia y la ilusión cambiándolas por un desmedido cinismo. Perdió también la capacidad de confiar en la gente. Al menos en la gente que iba conociendo. Los únicos que se salvaban de la criba eran ella, Juan, Diego y pocos más. De cualquier otra persona que pudiera acercarse a su vida de nuevas siempre acababa poniendo en entredicho la bondad de sus intenciones. Continuó siendo una chica medianamente alegre y divertida pero se recubrió de una más que sutil pátina de recelo y suspicacia.

Después de Olga no volvió a tener relaciones estables. Se limitó a picotear aquí y allá. De vez en cuando aparecía alguna que daba la sensación de que se quedaría en la vida de Ruth más tiempo del inicialmente previsto pero pronto ella se encargaba de sacarla. Y mientras tanto adoptaba a Pilar como fiel escudera y acompañante en sus noches de juerga. A Pilar le gustaba ir con Ruth a bares y discotecas pese a que era consciente de que así sus posibilidades de que alguna chica se fijara en ella eran sumamente escasas. Su amiga era quien atraía al noventa por ciento de las miradas y al diez por ciento restante no solía interesarle ni Ruth ni ella misma. Aún así era divertido. Hablaban entre ellas y conocían a mucha gente, lo cual ayudaba a la patológica timidez de Pilar hasta el punto de convertirla en una persona mucho más sociable de lo que ella llegó a pensar que pudiera ser algún día.

Embebida en sus pensamientos Pilar no se da cuenta de que el autobús ha llegado a su parada. Da un brinco y se levanta del asiento justo cuando la última persona está saliendo por las portezuelas. Portezuelas que se cierran en sus narices y que la obligan a llamar la atención del conductor para que vuelva a abrirlas. El aludido masculla un juramento pero las abre igualmente y Pilar puede salir al exterior del vehículo. Luego echa a andar. Desde la parada de autobús hasta su casa hay una caminata de diez minutos. Se sube la cremallera del abrigo hasta más arriba del cuello notando que la temperatura allí es mucho más baja que en la capital. La piel de las mejillas se le pone tirante y los oídos le duelen pese a llevarlos protegidos por los auriculares del mp3. Aprieta el paso para llegar cuanto antes y cuando por fin entra en el portal siente un gran alivio al saberse ya en casa.

Al abrir la puerta del piso, antes de traspasar el umbral, se da cuenta de la quietud que lo invade. Instintivamente mira su reloj de pulsera y se encuentra con que es casi medianoche. Sabe que Pitu ya se habrá acostado porque a las cinco de la mañana tiene que levantarse. Esa semana tiene turno de día. Había declinado acompañarla hasta Madrid porque quería pasarse a ver a su hermana, su cuñado y sus sobrinos pero en el fondo Pilar sabe que también lo ha hecho porque Pitu no acaba de tragar a Ruth. No por nada en particular pero ya desde el día de la boda notó que ellas dos nunca pasarían de un trato cordial propiciado por el hecho de tenerla a ella en medio.

Camina con sigilo a través del piso. Enciende una pequeña lamparita del salón y ya con mejor visibilidad se dirige al dormitorio. Pitu duerme profundamente con una respiración acompasada y sonora. Pilar se sienta junto a su cuerpo tendido y la mira. Con la tenue luz que llega del salón observa sus rasgos, su expresión relajada y casi diría que una leve sonrisa que le tensa la comisura de los labios. Una súbita ternura la domina y Pilar también sonríe. La besa en la sien y a continuación se levanta del borde de la cama. Piensa en hacerse algo ligero de cena y comérsela mientras mira un rato la televisión. Más tarde se acostará. Aún quiere estar un rato más a solas consigo misma.

CUÁNTAS VUELTAS

E
l timbre del horno suena indicándole a Juan que el
soufflé
está listo. Protegiendo sus manos con sendas manoplas acolchadas, saca la bandeja y la coloca sobre una tabla de madera. Mientras lleva a cabo toda la operación su hombro izquierdo sostiene contra su oreja el teléfono inalámbrico. Está hablando con Sara. Como casi todas las noches. Aunque nunca digan nada nuevo. Aunque sigan dando vueltas a lo mismo, como quien se empeña en resolver un cubo de Rubik al que le han cambiado las pegatinas de sitio convirtiéndolo en algo imposible de solucionar. Lo mejor que a Juan se le ocurre decir a estas alturas es que deje pasar el tiempo. No es que quiera darle esperanzas a Sara en el sentido de que Ruth pueda recapacitar y tratar de volver con ella —la verdad es que Juan no lo cree en absoluto, sabe que su amiga es muy tajante con sus decisiones— pero piensa que lo peor que puede hacer Sara es seguir dándole vueltas a algo que ni comprende ni, posiblemente, llegue a comprender algún día.

Mientras lleva la ensalada a la mesa del salón, ya cogiendo el teléfono con la mano, ve que Diego sale del baño duchado y vestido y se encamina directo a la mesa.

—Nena, te dejo, que Diego acaba de salir de la ducha y vamos a cenar, que se tiene que ir a currar en un rato. Mañana hablamos, ¿vale? —le exhorta volviendo sobre sus pasos para coger el resto de las cosas de la cena.

—Vale, vale —responde Sara un tanto apurada—. Dale un beso de mi parte.

—¡Un beso de parte de Sara! —grita a Diego desde la cocina.

—¡Otro para ella! —responde el interpelado también alzando la voz.

—Ya lo has oído, ¿no?

—Sí, sí. Bueno, no te entretengo más. Ya hablaremos.

—Cuídate, haz el favor. Y no le des muchas más vueltas de las imprescindibles.

—Como si fuera tan fácil… —Sara suspira al otro lado de la línea—. En fin… Venga, que te dejo. Un beso. Ciao.

Y cuelga súbitamente. Juan mira el teléfono con aire circunspecto. Luego lo deja sobre la encimera de la cocina, coge los platos en los que ha servido la cena y los lleva al salón donde Diego le espera ya sentado a la mesa haciendo zapping con el mando a distancia del televisor.

—¿Cómo anda? —le pregunta sin desviar la mirada de la pantalla.

—Jodida. Y cada vez peor —responde Juan sentándose— ¿No podrías intentar hablar con ella? —le inquiere Juan mirándole directamente a los ojos en cuanto Diego posa su mirada en él—. En calidad de psicólogo, quiero decir…

Diego se encoge de hombros.

—Puedo intentarlo. Siempre que saque un hueco, claro… Pero no deberías preocuparte tanto. Es normal que esté así. Está en plena fase de duelo. Es posible, incluso, que aún no haya aceptado la ruptura… Acuérdate de Ruth cuando pasó lo de Olga. Su duelo fue mucho peor y lo acabó superando. Aunque para ello tuviera que quemar Madrid y beberse hasta el agua de los floreros…

Juan frunce el ceño al mirar a su novio.

—No creo que sea apropiado poner como ejemplo de superación a la misma persona que le ha provocado todo esto. Las circunstancias son distintas, además. Por no hablar de que Sara es muy diferente a Ruth. Sara al menos dice lo que siente. Ruth no debe de hablar ni con su almohada…

—Las mujeres son más emocionales que los hombres. Para bien y para mal… Y ellas dos son las dos caras de la misma moneda. Ruth se lo traga y Sara lo expulsa hacia fuera pero el origen es el mismo, un conflicto emocional que ninguna de las dos es capaz de resolver…

Juan mira a Diego estupefacto. A menudo le sorprende la frialdad científica con la que su novio encara las emociones. Siempre acaba reduciendo los sentimientos a meras sustancias químicas segregadas por el cerebro. Como si el amor y todo lo que conlleva no fuera más que un chute combinado de serotonina, dopamina y oxitocina que todo el mundo pudiese controlar a voluntad y dejarlo a un lado cuando lo desee. Y puede que esa sea su explicación racional pero Juan nunca ha sido capaz de adoptar semejante grado de displicencia a la hora de encarar esas cuestiones. Y Diego tampoco. Al menos no en su vida personal. El siempre ha sido tan emocional como ahora acusa a Sara de ser. Y todas las crisis por las que han pasado en sus casi dos décadas de relación las ha vivido con la misma angustia que domina ahora a su común amiga.

—Cuando te pones en plan analítico me alucinas… —murmura empezando a comer.

—Será que me hago viejo… Con el tiempo aprendes a priorizar lo realmente importante y no preocuparte por cosas que no tienen solución —sentencia Diego sin mirarle.

Juan se pregunta si sería capaz de reaccionar con la misma frialdad si algún día él decidiera dejarle. Pero no dice nada. No está muy seguro de recibir una respuesta agradable en ese momento. Ni de ser capaz de encajarla. Acaban de cenar en silencio mientras miran el telediario. Diego recoge la mesa y deja los platos en el fregadero.

—No friegues. Ya lo haré yo mañana —le insta preparándose un café.

—Ajá —murmura Juan todavía acabando con los restos de un yogur.

Diego se toma el café sólo y sin azúcar casi de un trago. Deja el vaso en el fregadero junto a los platos de la cena. Luego se acerca a Juan y le da un beso a modo de despedida dejándole el regusto amargo del café en los labios. Coge su chaqueta, su bolsa bandolera y sale por la puerta del piso lanzando al aire un lánguido «Hasta luego». Durante varios minutos Juan permanece sentado en la silla, con el envase vacío de yogur aún en la mano y la cucharilla en la otra. La quietud del piso sólo es rota por el presentador del informativo que, impasible, sigue desgranando las noticias del día para un espectador que no le presta atención. Juan sacude la cabeza para quitarse de encima el sopor y se levanta de la silla. Lleva el envase del yogur a la cocina. Tras tirarlo al cubo de reciclado y dejar la cucharilla en el fregadero piensa en que lavará él mismo los platos sucios sin esperar a que lo haga Diego a la mañana siguiente. O cuando se levante. Porque duda mucho que su novio a primera hora de la mañana, después de pasar toda la noche trabajando, tenga muchas ganas o mucho humor de fregar. Además, a él le relaja poner las cosas en orden. Así que empieza a llenar uno de los senos del fregadero con agua jabonosa, se remanga y comienza a fregar.

Al principio no piensa en nada. Tiene la mente casi en blanco, sólo concentrada en el plato o cubierto que tiene entre las manos. Más tarde su mente comienza a divagar y se da cuenta de que es viernes noche y no tiene nada que hacer. Absolutamente nada. Por no tener no tiene ni planes para el fin de semana. Claro que puede contar con que Sara le llame y le proponga quedar para seguir charlando de lo incomprensible. O con volver a hacerle a Ruth una visita en su mazmorra. Pero no tiene planes propios. Ya ni con Diego puede contar. Desde que aceptó el puesto de psicólogo en el Samur Social se ha vuelto a acostumbrar a que pase las noches fuera. Cuando se destaparon todos los chanchullos del GYLA y el GYLIS y Diego abandonó su puesto de trabajador social aceptando un puesto similar en la asociación de rehabilitación de toxicómanos Juan llegó a pensar que podrían empezar a llevar una vida más normal y no ese descontrol horario que hasta entonces estaban llevando. No es que le hiciera mucha gracia que su novio pasara el día entre drogadictos pero al menos era un trabajo de día y lo hacía en un entorno seguro. Un trabajo en el que regresaba a casa a media tarde en lugar de estar como antes, pasando la mitad de las noches en las zonas de chaperas dando información sobre el VIH, haciendo seguimientos y tentando a la suerte de que algún día se viera envuelto en un lío. Durante aquella época trató de no manifestarlo pero en el fondo vivía con el alma en vilo cada noche que salía por la puerta. Y no lograba descansar hasta que le oía llegar de madrugada y tumbarse a su lado con el frío metido en el cuerpo.

Pero a Diego le propusieron el puesto de psicólogo en el Samur Social y ni siquiera se lo planteó. Para él resulta mucho más fascinante que pasar el día con drogodependientes. Con ese trabajo puede atender a todo tipo de personas que se encuentren en los márgenes de la sociedad. Desde un punto de vista profesional es mucho más enriquecedor, qué duda cabe, pero para Juan es multiplicar por mil el peligro que puede correr. Por no hablar de que vuelve a sufrir la misma inquietud de antaño cada vez que Diego tiene turno de noche. Y que de nuevo están sufriendo un distanciamiento paulatino.

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