Elena se decía que no conocía a Enrique. Durante un año, le había visto casi todos los días; había pasado horas y horas apretándose contra ella, estrechándola, hablándole con los ojos junto a los suyos. Una tarde, ella se le entregó y él la hizo suya. Pero no le conocía; hacía un esfuerzo enorme, pero no llegaba a comprenderlo. ¿De dónde venía? ¿Cómo se encontraba junto a ella? ¿Qué clase de hombre era para que ella se le entregase; ella, que antes hubiese muerto que ceder a cualquier otro? Lo ignoraba; había allí un vértigo en que la razón vacilaba. En el último momento, como en el primer día, seguía siendo para ella un extraño. En vano acoplaba los pequeños hechos dispersos, sus palabras, sus actos, todo cuanto recordaba de su persona. Amaba a su mujer y a su hijo, sonreía muy discreto, mantenía una actitud correcta de hombre bien educado. Después veía su rostro ardoroso, sus manos agitadas por el deseo. Pasaban las semanas y él desaparecía, arrastrado. En este momento, no podría decir dónde le habló por última vez. Pasó, su sombra se fue con él. Su historia no tenía otro desenlace. Ella no le conocía.
Sobre la ciudad se extendía un cielo azul sin mancha. Elena levantó la cabeza cansada por los recuerdos, feliz de tanta pureza. Era un azul límpido, muy pálido, apenas un reflejo azul bajo la blancura del sol. El astro, bajo en el horizonte, tenía el brillo de una lámpara de plata. Ardía sin calor, en la reverberación de la nieve, en medio del aire helado. Abajo, los dilatados tejados, las tejas de la Manutención, la pizarra de las casas del muelle, eran como sábanas orladas de negro. Al otro lado del río, el cuadrilátero del Campo de Marte se extendía como una estepa en que los puntos sombríos de los coches perdidos hacían pensar en los trineos rusos deslizándose con un repicar de campanillas. Los olmos del muelle de Orsay, achicados por la distancia, alineaban una floración de finos cristales erizando sus agujas. En la inmovilidad de este mar de hielo, el Sena discurría con sus aguas terrosas entre las orillas cubiertas de armiño; arrastrados desde la víspera, se distinguía claramente, entre las columnas del puente de los Inválidos, el rompimiento de los bloques de hielo que se precipitaban con violencia bajo los arcos. Luego, los puentes se escalonaban semejantes a encajes blancos, cada vez más delicados, hasta las rocas centelleantes de la Cité, que las torres de Notre-Dame coronaban con sus picos nevados. Otras agujas, a la izquierda, agujereaban la planicie uniforme de los barrios. San Agustín, la «Opéra», la torre Saint-Jacques, eran como montañas en que reinasen las nieves eternas; más cerca, los pabellones de las Tullerías y del Louvre, unidos por las nuevas construcciones, dibujaban la cresta de una cadena de cimas inmaculadas. Quedaban todavía, a la derecha, los montes blancos de los Inválidos, de San Sulpicio, del Panteón, muy lejano este último, perfilando sobre el azul un palacio de ensueño, con sus revestimientos de mármoles azulados. No se oía una voz. Las calles se adivinaban por los surcos grises, y los cruces parecían haberse hundido con un crujido. Filas enteras de casas habían desaparecido. Únicamente las fachadas vecinas eran reconocibles por las mil rayas de sus ventanas. Las capas de nieve, luego, se confundían, perdiéndose en una lejanía deslumbradora, como en un lago cuyas sombras azules prolongaban el azul del cielo. París, inmenso y claro, en la intensidad de la helada, brillaba bajo un sol de plata.
Entonces Elena abrazó por última vez con una mirada la impasible ciudad, que también seguía desconocida para ella. La encontraba de nuevo, tranquila y como inmortal en la nieve, tal como la había dejado, tal como la había visto cada día durante tres años. París, para ella, estaba lleno de pasado. Con él había amado, con él Juana había muerto. Pero este compañero de todos los días mantenía la serenidad de su faz gigantesca, sin ninguna ternura, mudo testigo de las risas y las lágrimas, cuya oleada parecía que el Sena arrastrara. Según las horas, le había creído de una ferocidad de monstruo o de una bondad de coloso. Ahora comprendía que lo ignoraría siempre, indiferente y vasto. Seguía su curso: era la vida.
El señor Rambaud, entonces, la tocó ligeramente para llevársela. Su bondadoso semblante parecía inquieto. Murmuró:
—No te apenes.
Lo sabía todo y no encontró más que esta frase. La señora Rambaud le miró y se sintió tranquila. Tenía la cara sonrosada por el frío y los ojos claros. Ya se sentía lejos. La existencia comenzaba de nuevo.
—No recuerdo si cerré bien el baúl grande —dijo.
El señor Rambaud prometió que lo revisaría. El tren partía a mediodía; les sobraba tiempo. Enarenaban las calles; su coche no necesitaría más de una hora. Pero de pronto levantó la voz:
—Estoy seguro de que olvidaste las cañas de pescar.
—¡Oh, completamente! —exclamó ella, sorprendida y enojada por su falta de memoria—. Debimos recogerlas ayer.
Eran unas cañas muy cómodas, cuyo modelo no se vendía en Marsella. Tenían, junto al mar, una casita de campo donde iban a pasar el verano. El señor Rambaud consultó su reloj. Camino de la estación podrían todavía comprar las cañas. Las atarían con los paraguas. Se la llevó presuroso, cortando por medio de las tumbas. El cementerio estaba vacío; no había más que las huellas de sus pasos sobre la nieve. Juana, muerta, se quedaba sola frente a París, para siempre.
FIN
Émile Zola, nació en París, el 2 de abril de 1840, hijo de un ingeniero civil italiano. Tras la muerte de su padre, la familia vivió en la pobreza. Su primer trabajo fue el de empleado en una editorial. A partir de 1865 se ganó la vida escribiendo poemas, relatos y crítica de arte y literatura. Su primera novela importante,
Thérèse Raquin
(1867), es un detallado estudio psicológico del asesinato y la pasión.
Más tarde, inspirado por los experimentos científicos sobre la herencia y el entorno, Zola decidió escribir una novela que ahondara en las profundidades de todos los aspectos de la vida humana, que documentara los males sociales, al margen de cualquier sensibilidad política. Asignó a esta nueva escuela de ficción literaria el nombre de naturalismo y escribió una serie de veinte novelas entre 1871 y 1893, bajo el título genérico de
Les Rougon-Macquart
, con el fin de ilustrar sus teorías a través de una saga familiar. Tras una ardua investigación produjo un sorprendente y completo retrato de la vida francesa, especialmente la parisina, de finales del siglo XIX. Sin embargo, fue calificado de obsceno y criticado por exagerar la criminalidad y el comportamiento a menudo patológico de las clases más desfavorecidas.
Algunos de los libros que se ocupan de las cinco generaciones de la familia Rougon-Macquart, alcanzaron una gran popularidad. Entre las novelas de esta serie destacan
La taberna
(1877), un estudio sobre el alcoholismo;
Nana
, basada en la prostitución;
Pot-bouille
(1882), un análisis sobre las pretensiones de la clase media;
Germinal
(1885), un relato sobre las condiciones de vida de los mineros;
La bestia humana
(1890), una novela que analiza las tendencias homicidas; y
El desastre
(1892), un relato sobre la caída del Segundo Imperio. Estos libros, que el propio Zola consideraba documentos sociales, influyeron enormemente en el desarrollo de la novela naturalista.
Sus obras posteriores, escritas a partir de 1893, son menos objetivas, más evangelizantes y, en consecuencia, menos logradas como novelas. Entre éstas figura la serie
Las tres ciudades
(3 volúmenes, 1894-1898), que incluye
Lourdes
(1894),
Roma
(1896) y
París
(1898). Zola escribió también varios libros de crítica literaria en los que ataca a sus enemigos, los escritores románticos. El mejor de sus escritos críticos es el ensayo
La novela experimental
(1880) y la colección de ensayos
Los novelistas naturalistas
(1881).
En enero de 1898, Zola se vio envuelto en el caso Dreyfus, cuando escribió una carta abierta que se publicó en el diario parisino L'Aurore. Es la famosa carta conocida como
J'accuse
(Yo acuso), en la que Zola arremete contra las autoridades francesas por perseguir al oficial de artillería judío Alfred Dreyfus, acusado de traición. Tras la publicación de esta carta, Zola fue desterrado a Inglaterra durante un año.
Murió en París, el 29 de septiembre de 1902, intoxicado por el monóxido de carbono que producía una chimenea en mal estado.
[1]
De acuerdo con la terminología de la época, la pequeña Juana sufre una neurosis cloroanémica que, después de una recaída, veremos complicada con una tisis galopante. Zola, para completar su documentación, consultó el
Manuel de pathologie et de clinique médicale
, del doctor Ambroise Tardieu (1848), y el
Traité pratique des affections nerveuses et cloroanémiques
, del doctor Ambroise-Eusèbe.
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[2]
El «Vaudeville», junto con la «Comédie Française», el «Odéon» y el «Gymnase Dramatique», era uno de los cuatro teatros «literarios» de París durante el Segundo Imperio.
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[3]
Posiblemente, la referencia atañe a
La Dame aux camélias
, de Alejandro Dumas (hijo), estrenada en 1852.
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[4]
Parece recordar Zola la muerte de su padre, acaecida en análogas circunstancias en Marsella el año 1847.
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[5]
El «Théâtre des Variétés» estaba instalado en el bulevar Montmartre desde 1807 y se especializaba en obras bufas y ligeras. Sus actrices no tenían muy buena reputación.
<<
[6]
El restaurante Bignon, uno de los más célebres de París. Estaba situado en la esquina de la Chaussée d'Antin y el bulevar des Italiens.
<<
[7]
El «Folies Dramatiques» era un teatro popular del bulevar du Temple, trasladado más tarde al bulevar Saint-Martin. Se daban en él comedias y operetas.
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[8]
La
Dame blanche
era una opereta cómica de Boieldieu, representada por primera vez en 1825.
<<
[9]
Hay en
Une page d'amour
cinco descripciones de París, o, mejor dicho, de los tejados de París, que figuran en cada uno de los últimos capítulos de las cinco partes en que está dividida la obra. Esta reiteración, expresamente querida por Zola, puesto que París es el personaje que contrasta y testifica las distintas situaciones del drama (elogiada por Stéphane Mallarmé), le valió muchas críticas (entre ellas, las de Flaubert), y se señalaron especialmente algunos anacronismos, como los de que figuren en ella los tejados de la nueva «Opera» y la cúpula de San Agustín, indudablemente posteriores a la época en que se desarrolla la novela.
En cuanto a la traducción de los nombres de los barrios, edificios y monumentos, hemos seguido un criterio puramente intuitivo que esperamos merezca la aprobación de los «conocedores» de París. Se puede traducir
Champs-Elysées, Champ-de-Mars, l'Etoile
, el puente de
la Concorde
, etc.; es imposible hacerlo con
la Cité, Les Halles, la tour Saint-Jacques
, el puente
Royal
y muchos otros.
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[10]
Los edificios de la
Manutention militaire
se encontraban situados en la calle que lleva su nombre, entre las actuales avenidas de Wilson y Tokio. Estaban dedicados a depósito de víveres y especialmente a la elaboración del pan para la tropa.
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[11]
En realidad, la «Opéra» fue construida a partir de 1861 por Charles Garnier e inaugurada en 1875. En una carta dirigida a los editores de la primera edición ilustrada y que le sirvió de prólogo, Zola no puede ser más explícito en la admisión de su error:
J'avoue la faute, je livre ma tête
.
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[12]
La Beauce es una región del departamento del Eure-et-Loir, situada entre Etampes y el bosque de Orleans. Se trata de una planicie muy monótona y cubierta de limo, dedicada al cultivo del trigo y la remolacha. Sus principales ciudades son Pithiviers, Châteaudun y Chartres.
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[13]
Meudon, departamento de Seine-et-Oise, camino de Versalles.
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[14]
En la calle de Vineuse (en dos de sus mansiones) ocurre la casi totalidad del drama que el autor va a contarnos. Esta calle, actualmente perteneciente al distrito XVI de París, existía ya con el mismo nombre en el pueblecito de Passy, situado en una colina entre el Sena y el bosque de Boulogne, que no fue anexionado a París hasta el año 1859, o sea con posterioridad a la acción de la novela. Nuestro Passy era un pueblecito provinciano de casas pequeñas que dejaban pasar los árboles de sus jardines rodeados de verjas, a las que se ascendía por cuestas y escaleras desde el Sena.
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[15]
La idea de los baños de mar nació unida a la de los balnearios en general, y al principio tenían un carácter medicinal. Poco a poco, durante el Segundo Imperio, fue tomando el tono de diversión a la moda y era prueba de distinción y señorío. Mediado el siglo XIX, Trouville y Deauville eran las estaciones preferidas de la sociedad parisiense. Están situadas en Normandía, junto al Atlántico, en la región de Calvados, cerca de Nantes. Los hermanos Goncourt, con su asistencia, las consagraron como lugar de veraneo en 1866. El mismo Zola, en una
Lettre de París
, publicada el 12 de agosto de 1875, en el
Sémaphore de Marseille
habló del gran éxito de Trouville y Deauville. Hay toda una literatura teatral «vodevilesca» que tiene como escenario los balnearios de estas poblaciones. No hay más que revisar el teatro de Eugène Labiche (1815-1885) y de Georges Feydeau (1821-1873), etc. De todos modos, la idea actual de los baños de mar estaba bastante lejos. Henry Céard, en una carta a Zola, hace referencia a las señoras que iban a la orilla del mar para mojarse simplemente la punta de los pies.
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