Era un chico solitario y recuerdo un brebaje muy potente que se llamaba simplemente Alcool, un licor transparente de fabricación casera, que se compraba por vasos o en botellas de una pinta. Y un cartel de la última película de El vis,
L'Amour en quatrieme vitesse
, una traducción que, etnocéntrico que es uno, me parecía que perdía mucho en francés.
Y había una camarera que trabajaba conmigo, que me invitó varias veces a cruzar el río y ver su casa. Yo tenía diecisiete años y ella veinticuatro. Decía que para aprender el idioma bastaba con dormir tres veces con una quebequesa, pero nunca fui porque, con veinticuatro años, me parecía viejísima para mí.
Los marineros entraban y pedían hamburguesas y cerveza sin alcohol, y yo me volvía a casa apestando a grasa y al Ajax que usaba para fregar la plancha.
Aquel otoño sólo salí una vez de Trois Riviéres, para asistir a la ceremonia de Yom Kippur en Montreal, a ochenta millas de distancia.
Hice auto-stop por la autopista en medio de una nevada tremenda y acabé abandonado a no sé cuantas millas de Montreal, en mitad de la tormenta y en mitad de la noche. No venía ningún coche y tuve que ir andando hasta un motel que había más adelante. La recepción estaba cerrada, pero una de las casetas estaba abierta, así que me metí en ella y me pasé la noche tiritando bajo mi ligerísimo abrigo.
A la mañana siguiente conseguí llegar a Montreal. Los zapatos de fiesta se me disolvían en los pies. Encontré la sinagoga y me dijeron que no podía pasar sin entrada. Creo que tomé un autobús para volver a Trois Riviéres. Al escribir esto, me acuerdo de una frase de la época: los quebequeses son una minoría en Canadá, los ingleses son una minoría en Québec y los judíos son una minoría en todas partes. De cualquier modo, no conseguí entrar en la sinagoga, pero ¿acaso un chico de diecisiete años puede sentir algo más gozoso que aquel sentimiento de justa indignación y fervor religioso incomprendido?
Un año después del verano siguiente, varios compañeros de universidad y yo fuimos al norte para buscar trabajo en la Expo de Montreal 67. Nos dijeron que no podíamos trabajar en Canadá si no teníamos tarjeta de la Seguridad Social Canadiense, y todos nos lamentamos de los empleos tan estupendos que nos estábamos perdiendo, hasta que un día me acerqué a la oficina de la Seguridad Social, pedí una tarjeta y me dieron una. Por mi cara bonita, como dicen los ingleses.
Me presenté a una prueba y conseguí un empleo de bailarín comparsa en la Pantalla Viviente Australiana de Tibor Rudas.
La compañía de Tibor formaba parte del espectáculo de Maurice Chevalier
Toules voiles dehofs!!
., que actuaba en el Autostade en la Expo 67.
El escenario estaba en medio del estadio. Detrás de nosotros había una pantalla de cine, de tamaño autocine, con rajas verticales a intervalos de un palmo. En la pantalla se proyectaba una película, un drama callejero de París, y en diversos momentos los personajes
salían
de la película a través de las rajas de la pantalla y corrían hacía el público por el escenario que había delante.
Yo, como bailarín comparsa, representaba a un
apache
de París. Al recibir la señal, atravesaba corriendo la pantalla y pasaba al escenario, donde mis camaradas y yo ejecutábamos un frenético baile; una nueva señal, y entrábamos otra vez en la pantalla, donde nuestros alter egos cinematográficos continuaban la acción.
Al final del espectáculo todos los números, de los que sólo recuerdo la Barbadian Esso Triple-E Steel Band, salían a escena con Maurice Chevalier y cantaban alguna que otra cosa.
Me acuerdo de la Esso porque todas las noches se quedaban en el Autostade, bebían ron de Barbados y hacían fiestas, y algunas de aquellas noches tuve el privilegio de quedarme con ellos.
La Expo era un chollo para los que trabajaban allí. Con el pase de empleado podías entrar directamente en cualquiera de las exhibiciones sin hacer cola. Pero lo mejor era que te permitían quedarte en el parque después de que se cerrara oficialmente al populacho y se transformara en una fiesta colosal.
Me acuerdo de unos amigos que, por pura chiripa, fueron contratados por la feria para vender programas en la entrada principal, en la boca del metro, que se acababa de inaugurar. (Yo estaba allí el día que inauguraron el metro, me puse en la cola e hice un viaje. Creo que es el único acontecimiento histórico en el que he participado. Una vez hablé con Howard Hughes, pero no creo que eso cuente como «históricamente significativo», ya que se podría alegar que carece de importancia y, además, nadie se lo cree.)
En cualquier caso, a estos amigos míos se les encargó, como he dicho, vender programas a la entrada de la feria. Los programas costaban un pavo y mis amigos se llevaban un porcentaje del diez por ciento bajo cuerda. Se estaban sacando mil dólares canadienses al día. En 1967. A veces me pregunto qué habría hecho de haber tenido tanto dinero a esa edad. En mis fantasías, habría ahorrado hasta el último centavo y me habría establecido en alguna cosa. Puede que hubiera comprado un pequeño negocio, de la clase que fuera, y me hubiera quedado en Canadá. ¿Quién sabe?
Bueno, yo lo sé.
Si hubiera tenido ese dinero a los diecinueve años me habría comprado un coche, una guitarra y algo de ropa, y me habría estado de juerga hasta dejarme el hígado hecho polvo. Pero estoy divagando.
Me parece que yo ganaba unos trescientos dólares por semana en el Autostade, y además me sacaba un extra trabajando de Johannes Gutenberg.
Sí, amigos, si estuvieron en la Expo 67, es posible que me vieran en el pabellón de Alemania Occidental ataviado con un delantal de cuero y manejando una reproducción de la imprenta de Gutenberg, de la que iba sacando facsímiles en letra gótica de la Biblia de Gutenberg de mil quinientos nosecuántos, mientras me encogía de hombros, aturdido, en respuesta a las preguntas que me hacían en todos los idiomas.
Vivía en un cuchitril de la calle Santa Catalina con mis compañeros de facultad, y allí tramamos la formación de una nueva compañía de teatro canadiense. Una compañía que casi llegó a existir.
Creo que hicimos unas cuantas lecturas en el apartamento de la calle Santa Catalina. No recuerdo qué fue lo que hicimos, pero debió ser algo de Beckett o de Pinter, los dos únicos autores que considerábamos dignos de tal nombre en 1967.
Una mañana temprano, mientras vagabundeaba por el recinto ferial antes de empezar el trabajo, me encontré con un japonés que se había perdido. Hablando en una especie de jerga mixta, averigüé dónde quería ir y le llevé al sitio. Entonces me dio una tarjeta que aseguraba que era el director gerente de la próxima feria mundial, que tendría lugar en Osaka, y me dijo que debía ir a trabajar con él.
Este es el prólogo de mi historia de Horatio Alger. Lo que pasó fue que al acercarse la fecha de la feria de Osaka 1970, yo estaba sin blanca y sin amigos en Chicago o algún otro lugar miserable, y no logré encontrar la tarjeta mágica. Y hasta ahora.
En 1969 estuve otra vez en Montreal, actuando con una compañía de teatro en la Universidad McGill y pasando hambre muy contento. Había un bar de currantes cerca de los grandes almacenes Simpson, donde por un dólar te daban trucha fresca frita y un vaso de cerveza, y allí comía todos los días y luego me quedaba por allá, echándole sal a la cerveza para que volviera a formar espuma. También había un boicot muy famoso y romántico por la calle Mountain, pero se me ha olvidado el nombre.
Yo estaba fatal como Lenny en
The Homecoming
y puede que pasable como el Lirón en
Alicia en el País de las Maravillas
. La compañía de teatro se vino abajo, yo regresé a Chicago, donde anduve de un lado a otro buscando trabajo, y nunca llegué a ir a Japón.
Me gustan los francocanadienses. Tienen una cultura indígena y son felices con ella, le indicaron a La Salle el camino a Chicago, salvando así a millones de abogados de la ignominia de trabajar en una Calle Sin Nombre,
y
siempre me han tratado mejor que bien.
El Chicago en el que yo quería participar era una ciudad de trabajadores. Estaba formado —y en mis recuerdos lo sigue estando— por los distritos en los que trabajé y los trabajos que hice allí: fábricas en Cicero o más abajo, en Blue Island; la fábrica de acero de Inland Steel en Chicago Este; la Unidad Trece de Taxis en Halsted.
Me formé con Dreiser, Frank Norris y Sherwood Anderson; y, siguiendo lo que me parecía su ejemplo, me convencí de que la burguesía no era un tema adecuado para la literatura.
Gracias a aquellos trabajos pagaba el alquiler
y
aprendí algo de la vida, además de constituir una prueba irrefutable de que había renegado de la literariamente indigna ciase media. Porque yo no sólo era hijo de la clase media, sino que era —y tal vez siga siendo— el
non plus ultra
de dicha casta: un Buen Chico Judío. Y como buen chico judío, fui a la universidad.
Fui a la universidad en el Este, en una institución contracultural que más parecía un campamento de un año de duración, donde yo y los de mi clase despotricábamos contra la guerra y nos tomábamos muy en serio.
La facultad estaba en un precioso paraje desolado de Nueva Inglaterra, a dieciséis kilómetros del pueblo más próximo. Los que no tenían coche ni un buen amigo con coche estaban condenados
de facto
a arresto domiciliario en el recinto universitario.
Yo no tenía coche. Mi padre era hijo de inmigrantes, nacido nada más bajar del barco. Había llegado al extremo de enviar a su primogénito a estudiar y jamás se le habría ocurrido rematar esta enormidad con el lujo sibarita de un automóvil.
Tampoco a mí se me había ocurrido esperar nada por el estilo. No obstante, desde mi primera juventud, o así me lo parecía, se me había dicho que el día que me graduara en la universidad me regalarían un descapotable.
No era un coche cualquiera lo que iban a regalarme, sino
el descapotable
. No sé cuál fue el origen de esta idea, pero lo había dicho mi abuela, lo había dicho mi padre, y yo tenía la mirada puesta en ello, como un hito de mi vida.
¿Era un soborno, o se trataba de un premio? No lo sé. Aquella promesa no cuadraba con el carácter de mi padre; el hombre podía ser generoso e incluso, en ocasiones, verdaderamente pródigo; pero, que yo recuerde, siempre que actuaba así lo hacía más por impulso que por seguir un plan preconcebido. Sin embargo, lo había prometido, y no sólo lo había oído toda la familia sino que hasta gastábamos bromas acerca de ello y creo que llegó a formar parte del repertorio de frases familiares: cosas como «Estudia mucho o no irás a la universidad, y entonces te quedarás sin lo que tú ya sabes».
Hasta el punto de que dejé de pensar en ello. No era algo por lo que suspirar, ni siquiera algo que aguardara con anhelo. Una cosa traería la otra, como la jubilación trae consigo la pensión. No era algo que estuviera deseando, ni que hubiera que agradecer al recibirlo, sino la conclusión correcta de un acuerdo.
Estaba en mi último curso. Me iba a graduar en mayo y unos meses antes, en noviembre, cumpliría veintiún años. En los tres años y medio que había pasado en la facultad no había aprendido ni una puta cosa. No sabía hacer nada ni tenía habilidades demostrables. En cuanto me graduara, tendría que salir al mundo sin dinero, sin perspectivas y sin planes. No sólo no me importaba: ni siquiera había pensado en ello. Creo que daba por supuesto que alguna fuerza benéfica intervendría y me dejaría pasar el resto de mi vida en la facultad.
Justo antes del puente del Día de Acción de Gracias, mi padre me llamó y me dijo que me esperaban en Chicago para la fiesta. Aquello me sorprendió, ya que no se había hablado nada de que yo fuera a ir a Chicago, y ya había hecho planes para pasar el largo fin de semana con unos amigos en el Este. Pero mi padre dijo que ni hablar, que la fiesta era dos días antes de mi cumpleaños, y que para él era muy importante que yo estuviera en casa.
Procuré librarme, pero él perseveró. Insistió en que tenía que ir a casa y que era importantísimo, porque tenía una cosa para mí. Me enviaría el billete y tenía que ir.
Bueno, ya estaba. Se trataba del
descapotable
. Mi padre había recordado su promesa y me llamaba para decirme que estaba a punto de cumplir su palabra.
Salí de la cabina telefónica sonriente y bastante conmovido. Les dije a mis amigos que me iba a Chicago en avión, pero que volvería conduciendo. El avión me llevó a O'Hare, donde tomé un autobús al centro de la ciudad, y allí un autobús urbano al Lado Norte.
En el avión y en los autobuses estuve ensayando expresiones de gratitud y sorpresa. Me constaba que la sorpresa es difícil de fingir, y aquello me tenía preocupado. No quería decepcionar a mí padre ni darle menos de lo que él pudiera considerar la gratitud debida por tan magnífico regalo.
Pero no, pensé, nada de eso. Todo hacía presagiar que en un momento como aquél nos sentiríamos arrebatados por sentimientos libres de hipocresía por ambas partes. ¿Acaso no era mi padre hijo de inmigrantes? ¿Acaso no fue criado en la pobreza, durante la Depresión, por su madre, mi querida abuela, y no le habíamos oído innumerables veces, mi hermana y yo, hablar de su pobreza y de nuestra ingratitud? Y ahora íbamos a tener una ceremonia de la abundancia… una ceremonia, en definitiva, de iniciación a la hombría. Iba a cumplir veintiún años; me iba a graduar en la universidad.
Me apeé del autobús de Broadway y me metí por la bocacalle, sin dejar de ensayar. Y allí, en la acera de enfrente de su casa, estaba el coche.
¡Y pensar que había dudado! Me di cuenta al ver el coche. Tenía que admitirlo, aunque me avergonzara. Había dudado de él. ¿Cómo pude dudar? ¿Por qué otra razón iba a haber insistido tanto, casi suplicándome que volviera a casa? Pues claro que se trataba del coche; qué vergüenza haber dudado de él. Miré el coche desde la acera de enfrente.
Era un Wolkswagen descapotable, un modelo trucado al que llamaban Super Escarabajo. Tenía guardabarros^ ruedas más grandes de lo normal y estaba pintado a franjas, como los coches de carreras. Me parece recordar que era negro metálico, con franjas amarillas
y
naranjas. Solté una risita. No sé muy bien qué clase de vehículo había esperado… puede que hubiera pensado que me iba a llevar a la avenida Western a comprarlo juntos, como en una feria de caballos. No sé lo que había esperado, pero cuando vi aquel Escarabajo me emocioné. Me pareció una elección sencilla y conmovedora a la vez. Por lo visto, había intentado ponerse en el lugar de su hijo. Era como si hubiera pensado «¿qué clase de coche les gusta a los chicos de ahora?». Y allí estaba su respuesta, al otro lado de la calle.