—Entonces, ¿puedes permitirte una larga noche en una caupona? —le pregunté con interés, como una manera de empezar a sondear cómo le iba con su esposa.
Arria Silvia lo había dejado, motivo por el cual Petronio lo consideraba una infracción menor del código marital: su alocada relación con la hija de conducta dudosa de un destacado malhechor, que le había costado la suspensión de empleo en los vigiles y un gran menosprecio por parte de sus conocidos. La amenaza que pesaba sobre su empleo había sido temporal, igual que su relación con la chica, pero la pérdida de su esposa, que significaba la pérdida virtual de sus tres hijos, parecía que iba a hacerse irremediablemente permanente. No sé por qué razón, la respuesta irritada de Silvia fue una sorpresa para Petronio. Yo, por mi parte, imaginaba que ya debía de haberle sido infiel anteriormente y que Silvia tenía que saberlo, pero en esta ocasión la mujer debía de estar, además, más que harta de que la mitad de la población del Aventino se sonriera por lo sucedido.
—Puedo permitirme lo que quiera.
Los dos estábamos amagando. Yo esperaba que aquél no fuese un resultado fatal de nuestro intento de actuar como socios. Aquello había tenido lugar precisamente antes de que me encadenara a Anácrites. Como amigos desde tiempos del ejército, Petronio y yo esperábamos ser colegas perfectos, pero habíamos chocado el uno con el otro desde el primer momento y, en todo instante, cada uno había intentado imponer su propio criterio para hacer su santa voluntad. Dejamos la sociedad tan pronto como encontré la oportunidad de hacer una detención espectacular sin su colaboración. Petronio dio por sentado que lo había mantenido fuera del asunto deliberadamente. Como era mi mejor amigo, romper con él me resultaba doloroso.
Cuando nos separamos, Petronio volvió a los vigiles. Era el lugar al que estaba destinado. Era jefe investigador de la Cuarta Cohorte e incluso su tribuno, un hombre duro, de cara picada de viruelas, tuvo que reconocer que Petronio era excelente para el puesto.
Petronio creía que con esto recuperaría también a su esposa, pero, una vez que Arria Silvia cortó definitivamente con él, no perdió el tiempo en buscarse novio, un vendedor de encurtidos, para absoluto descomunal disgusto de Petronio. Sus hijas, pues todas eran chicas, todavía eran menores de edad y, aunque Petronio estaba autorizado a quedarse con la guardia y custodia de las muchachas, sería absurdo intentarlo a menos que hiciera una segunda boda de postín. Naturalmente, como la mayoría de los hombres que echan a perder una posición feliz por un capricho cuando creen que podrán hacerlo sin que los descubran, ahora pensaba que lo único que quería era que su esposa volviese. Silvia, entre tanto, se disponía a convivir con su rallador de remolacha.
Helena pensaba que, con sus antecedentes, a Petronio Longo podía resultarle tan difícil conseguir una nueva esposa como recuperar la antigua. Yo estaba en desacuerdo. Tenía buena planta y resultaba bastante atractivo; un hombre tranquilo, inteligente y afable, con una buena posición y un buen salario que había demostrado su capacidad para llevar adelante un hogar. Era verdad que, en la actualidad, vivía en mi antiguo y sórdido apartamento de soltero, donde se dedicaba a beber en exceso, a maldecir demasiado abiertamente y a flirtear con cualquier cosa que se moviera. Pero tenía el destino de su parte. Dar una apariencia de hombre amargado y herido produciría los encantos adecuados. A las mujeres les encantaba siempre el hombre con una historia detrás. Bueno, en mi caso había funcionado, ¿no?
Si bien todavía no podía exponerle toda la historia acerca de Famia, tenía muchas otras noticias que darle.
—Tengo mucho que contarte —le dije.
No tuve ningún reparo en revelar los coqueteos de Anácrites con el mundo de los gladiadores. Petronio se dedicaría a aquel escándalo hasta que el revuelo cesara; entonces podría explicarle confidencialmente el fiasco de Famia.
—¿Estás libre para cenar? —me preguntó.
Tuve que decirle que no.
—Vamos a casa de mis suegros.
—¡Ah, descartado, por supuesto! —asintió con cierto retintín. Mis suegros, como ahora empezaba a llamarlos sin mucho convencimiento, pertenecían a la clase senatorial, una alianza muy ventajosa para un informador. Petronio aún no sabía muy bien si mofarse de mi buena estrella o si vomitar en el arroyo de la calle—. ¡Por Júpiter, Falco! No te disculpes conmigo. Debes de estar muriéndote por presentarte como el maravilloso favorito del emperador, con tus recientes credenciales de acceso a la clase intermedia…
Me pareció conveniente intervenir con una broma:
—¡Sí, presentarme con pestilente mierda de ganso hasta las tiras de las botas!
Petronio aceptó la broma:
—Muy bonito en esos carísimos suelos de mármol de su mansión —dijo. Noté que entornaba ligeramente los ojos. Había visto algo. Sin cambiar en absoluto nuestro distendido tono de conversación, añadió—: Tu madre acaba de doblar la esquina de la calle de los Sastres.
—Gracias —murmuré—. Quizá sea el momento de marcharme y dedicarme al cuidado de esos gansos sagrados…
—No es necesario —replicó Petronio con un nuevo tono de voz que trasmitía auténtica admiración—. Parece como si este nuevo cargo tan importante ya te hubiera afectado.
Me volví y seguí su mirada. Al pie de la destartalada escalera que conducía a mi apartamento se había detenido una elegante silla de manos. Reconocí las franjas blancas y púrpura de las cortinas y la identificable cabeza de la Medusa grabada en la parte delantera; era la misma litera que ayer había llevado hasta allí a la pequeña Gaya.
De ella descendía un hombre de indumentaria ridícula, cuyos altaneros ayudantes y ademanes encogidos me llenaron de horror. Llevaba una capa basta de doble forro, lucía en la cabeza una peineta con aguja de madera de abedul que prendía una hebra de lana; todo aquel tocado se sostenía mediante un gorro redondo con orejeras, atado bajo el mentón con dos cuerdas como si fuera un juguete que mi pequeña se entretenía en retorcer y arrojar al suelo. La capa era, en teoría, la prenda del héroe, pero el visitante del tocado pertenecía a una casta que yo siempre había despreciado. En mi nueva posición, estaría obligado a tratarlo con falsa cortesía.
Se trataba de un flamen, uno de los fanáticos sacerdotes de los antiguos cultos latinos. Apenas llevaba dos días en el cargo y los muy condenados ya habían averiguado mi domicilio. Había conocido matones de caseros que le dejaban a uno respirar un poco más.
Cambiadas unas palabras con el cestero de la planta baja, precedido de sus ayudantes, el flamen ascendió los inseguros peldaños hasta la puerta de mi cubículo. Ante él, en el pequeño rellano donde Gaya me había abordado el día anterior,
Nux
se entretenía en mordisquear un hueso mondo y lirondo. La perra era de pequeño tamaño, pero su forma de ladrar detuvo en seco a la comitiva.
Se produjo un breve enfrentamiento.
Nux
agarró el hueso, cuyo peso era tal que apenas podía levantarlo. Yo lo había visto (y olido) al salir. Debía de pertenecer a algún monstruo descompuesto y la perra lo había recuperado, sin duda, después de dejarlo reposar durante semanas. Un par de moscas se despegaron del hueso con un zumbido. Como la media puerta de abajo había quedado cerrada detrás de ella para evitar que Julia saliera y para mantenerla apartada de
Nux
cuando ésta fuera peligrosa, a la perra le quedaban unas opciones limitadas. Con las orejas gachas mostraba, irritada, el blanco de sus ojos. Ni siquiera yo me habría acercado a ella. Sin dejar de gruñir, bajó los peldaños transportando el hueso, que resonaba al golpear cada escalón. Los ayudantes retrocedieron y llegaron a pisar los dedos de los pies del flamen. Luego, ya al final de la escalera, se apretaron en un grupo asustado mientras mi perra, desconfiada, pasaba ante ellos con su preciada carga sin dejar por un instante de someter a los intrusos a un permanente y ronco gruñido feroz.
El flamen se envolvió bien en la capa y reanudó la subida. Sus ayudantes, cuatro en total, a regañadientes, se reunieron detrás para proteger la espalda de su superior; luego, cuando éste desapareció en el interior, se relajaron junto a la silla de manos.
Nux
dejó caer el hueso en mitad de la vía. Con la cabeza pegada al suelo, rodeó el objeto trazando un círculo a la vez que arrojaba una tierra imaginaria sobre el hueso con el hocico. Luego, convencida de que su tesoro quedaba invisible, se alejó en busca de algo más interesante.
Petronio, más amante de los gatos que de los perros, emitió un susurrante bufido. Le di unas palmaditas en el hombro e hice un enérgico gesto a mi madre para indicarle que aquel asunto oficial no debía ser interrumpido por sus habituales preguntas cariñosas acerca de las interioridades de mi familia. Al pasar ante la puerta del cestero, le guiñé un ojo. Después, subí las escaleras en silencio. Los ayudantes no me prestaron atención. Mi madre me llamó, pero yo estaba muy habituado a no oírla cuando me requería para algo.
Ya en casa, tuve el tiempo justo de coger a Julia en el instante en que, a gatas, se dirigía de cabeza a la puerta, que el flamen había dejado entreabierta. Con la pequeña apretada contra el hombro y con la esperanza de que siguiera callada, apoyé la espalda en la nueva pintura turquesa de la pared del pasillo y me dediqué a escuchar el jolgorio.
Me preguntaba qué esperaba de mí el flamen. Helena pretendía averiguar algo de la muchacha que había abandonado mi casa momentos antes de encontrarme con Petronio: un gran tesoro domesticado… con un genio rebelde y explosivo. Se despidió de mí con un abrazo sensual y unos labios seductores. Sólo la lejanía de su mirada me hizo entrever su deseo de verme dar media vuelta y desaparecer. Se moría de impaciencia por leer ciertos rollos que mi padre había traído la noche anterior, escogidos de una subasta en la que había participado. En este momento, ya habría rebuscado en la caja de los rollos y habría realizado el primer descubrimiento, tan contenta. Cuando irrumpió el sacerdote, su presencia la puso furiosa.
Helena sabía que era un flamen. El gorro y la aguja eran inconfundibles. Las hijas de un senador saben comportarse como es debido; en cambio, las esposas de los informantes dicen siempre lo que piensan.
—Busco a un tal Falco.
—Estás en su casa. Por desgracia, Falco no está aquí.
Percibí que Helena, bajo la espontánea afabilidad de su respuesta, se mostraba precavida desde el primer momento.
Helena tenía en su habla una cadencia aún más refinada que la del flamen. Éste pronunciaba las vocales con poca elegancia, pese a que pretendía ser más culto de lo que era en realidad.
—Esperaré.
—Quizá tarde mucho. Ha salido a ver a su madre.
Aunque había esquivado la presencia de mi madre en la misma plaza de la fuente, se suponía que también me correspondía a mí la misión de informarle de lo sucedido a Famia.
Si el flamen ya conocía que yo era un informante, probablemente pensaría que Helena era la resaca de alguna antigua aventura. En serio. Habría dado por sentado que el hombre con el que intentaba contactar era un tipo duro instalado en una zona sórdida cuya cómplice femenina tenía todo el encanto lleno de arrugas de unas sandalias viejas. Craso error.
Ahora debía de darse cuenta de que Helena Justina era más joven, más brava y más refinada de lo que había previsto. Su menuda nariz estaría percibiendo que se hallaba en una salita pequeña pero inmaculadamente limpia (mi madre se había encargado de barrer y fregar cada día mientras estábamos ausentes). Como era habitual en el Aventino, a pesar de estar abierto y ventilado, siempre olía a niño pequeño, a animales de compañía y a la cena de la noche anterior; sin embargo, aquella mañana, además de todo ello emitía un perfume mucho más intenso, más exótico y mucho más caro, que despedía el poco habitual bálsamo que llevaba Helena sobre la piel cálida, bajo sus ropas livianas. Mi novia estaba al natural, sin maquillaje y sin adornos. No los necesitaba. Absolutamente libre de aderezos, era capaz de sobresaltar y embelesar a cualquiera.
—Tengo que hablar con el informante —insistió el flamen.
—¡Ah, tengo una sospecha! —Imaginé cómo brillarían los grandes ojos pardos de Helena mientras se dedicaba a entretener al sacerdote—. Su especialidad es escabullirse. Ya aparecerá a su debido tiempo.
—¿Y quién eres tú? —preguntó el flamen, altivo.
—¿Qué quién soy yo? —preguntó ella, sin abandonar el tono de broma—. Soy la hija de Camilo Vero, senador y amigo de Vespasiano; esposa y compañera de Didio Falco, agente de Vespasiano y Procurador de las aves sagradas. Soy la madre de Julia Junila, que aún es demasiado pequeña para tener relevancia social. Ésos son mis títulos formales. Y, por si llevas un diario de la gente interesante que conoces en tu vida cotidiana, te diré que mi nombre es Helena Justina…
—¿Eres hija de un senador… y vives aquí? —El hombre echó un vistazo a nuestras escasas pertenencias de mobiliario y de decoración. Para nosotros, eran suficientes. Nos teníamos el uno al otro. (Además, teníamos varios muebles de buen gusto almacenados a la espera de mejores tiempos.)
—Desde luego que no —se apresuró a replicar Helena—. Esto no es más que un despacho en el que atendemos a posibles clientes. Vivimos en una casa espaciosa en el Janículo.
Era la primera noticia que yo tenía de ello. Pero, claro, yo sólo era el cabeza de familia. Con una mujer práctica a cargo de mi vida privada (y en posesión de su propia fortuna), si cambiábamos de dirección de la noche a la mañana, yo sería el último en saberlo.
Ahora, Helena estaba señalando el tocado que lucía el hombre.
—Veo que eres un flamen. Evidentemente, no eres el flamen dialis. —El sacerdote máximo de Júpiter llevaba un uniforme aún más ridículo y mantenía a distancia a la plebe con una larga vara—. El flamen quirinalis es primo segundo de mi padre. —Por lo que yo sabía, aquello era pura invención. Estar emparentada con el sacerdote de Quirinus, Rómulo deificado, situaba a Helena, de ser cierto, en los círculos más elevados y su declaración estaba dirigida a intimidar—. El flamen martialis tiene noventa años y es famoso por toquetear a las mujeres. —No eran muchos los que estaban al corriente de las costumbres poco edificantes del sacerdote de Marte—. Creo que el emperador está muy preocupado por el tema y por cómo resolverlo… —Helena era incorregible—. Así pues, no formas parte del grupo de los patricios —concluyó con frialdad, en un claro insulto a su interlocutor, si éste tenía en alguna estima su posición social—. ¿Cuál de los flamines debo decirle a Falco que ha venido a visitarlo?