Alargué la mano a ciegas y encontré algo. Lo agarré y era una tela. Tiré de ella, noté peso y me llevé un golpe en el ojo, pero no la solté.
Oí fuertes ruidos a mi alrededor. Había caído exactamente contra las tablas, que se habían soltado y se desplomaban por el agujero. Por un momento, me pareció caer con ellas. Más abajo, el hondo agujero estaba lleno de barro y de trozos de madera. Sonó un atronador ruido y creí escuchar un chapoteo. Oí unos débiles gritos cuya procedencia no pude localizar y, como era de temer, se apagó la luz.
Todo quedó en silencio y yo dejé de girar sobre mí mismo. Probablemente, Petronio y los demás debieron de intentar ayudarme para que me quedara quieto, pues sentí que me tiraban de la pierna izquierda desde la cadera. El arnés se me clavaba en los hombros y en la cintura con mucha fuerza, por lo que debían de estar utilizando la cuerda de seguridad. Yo sufría lo indecible pero, en esos instantes, tenía el peso de una niña contra el pecho. Sus cabellos me habían rozado la mejilla. Me agarré deprisa a sus ropas, forzando las manos hacia dentro para estrecharla contra mí al tiempo que separaba los codos para protegerla y que no se aplastara contra las accidentadas paredes del pozo.
—¡Arriba! ¡Arriba!
Si el descenso fue horrible, la subida fue aún peor. Fueron los minutos más largos que haya vivido nunca. Los chicos tuvieron que tirar con toda la fuerza posible y debieron de alzarme lo más deprisa que se atrevían, pero a mí me pareció interminable. No podía mantener el equilibrio y varias veces me golpeé con las piedras de los lados.
—¡Parad!
La niña se había movido y se me escapaba.
Mientras resbalaba, conseguí agarrarla de nuevo pero estaba mucho más abajo, sujeta a mi cuello, no a mi pecho. Me resultaba imposible moverla. En cualquier momento la perdería. No me atrevía a agarrarla mejor por miedo a que se soltara de nuevo. La cogí con fuerza y cuando me pasó por delante de la cara su vestido, clavé los dientes en él.
Ya no podía gritar. Los demás decidieron tirar de mí otra vez.
Oí a Petronio que, desde arriba pero ya más cerca, me daba ánimos y me tranquilizaba aunque sus palabras sonaban tensas. Tal vez ya me veía, pero era como si quisiera calmar a la niña. Podría haber hecho lo mismo conmigo. Concentré mi atención en su voz y esperé la muerte o el rescate. Cualquier cosa era posible, cualquiera sería un alivio.
Cuando unas manos me agarraron por los tobillos, di un salto tan grande que casi lo eché todo a rodar. De repente, me balanceé tan deprisa que habría perdido a Gaya de no ser porque los otros ya la habían cogido. Recuerdo que abrí la boca y noté que unas manos me agarraban por todo el cuerpo para que no cayera otra vez al pozo.
Ya debía de estar a salvo porque oí que Petronio murmuraba:
—¡Vaya luna llena más hinchada!
Sí, lo peor ya había pasado. En aquellos instantes era mí túnica lo que me torturaba ya que se había soltado y había dejado al descubierto mi cuerpo de cintura para abajo al tiempo que me sofocaba.
Las bromas y los chistes gruesos surgieron enseguida.
—¿Y todo este lío para esto? Tengo que decir que muchas mujeres han sido muy fieles…
—Cuando uno pasa por un trago como éste, seguro que se encoge un poco.
No me importó. Me habían sacado. Aquellos hijos de puta que me insultaban eran fuertes y magníficos. Me desplomé como un saco, me cogieron, me alzaron de lado y me depositaron cuidadosamente en el suelo. El aire me azotó el rostro. El brillante sol de junio me cegó. Las cuerdas se aflojaron. El dolor se hizo más intenso mientras la sangre volvía más deprisa a sus canales habituales. Oí que
Nux
ladraba como una histérica. Debió de escapar de quien la sujetaba porque, al instante, una lengua caliente me lamió la cara con pasión.
Miré frenéticamente a ambos lados y sí, vislumbré a la niña. Estaba pálida como la cera, llevaba la ropa sucia y tenía los cabellos enmarañados. Los vigiles le daban masajes en los brazos y las piernas con vigor y luego la envolvieron en una manta. Uno de ellos la tomó en brazos y salió corriendo hacia la casa. Así que pensaban que estaba viva…
Me habían tumbado de lado y alguien me daba un enérgico masaje en las espinillas y las pantorrillas. De repente, fui consciente de mi dolor. Tenía tanto frío que, de cintura para abajo, había perdido toda sensibilidad. Volvía a tener libres los pies y estaban quitándome las botas para curarme los grandes moratones provocados por las cuerdas.
Pude descansar y dejé de tener miedo. Mientras recuperaba el aliento, mi cerebro dejó de temer que fuese a estallar.
—Gaya…
—Está viva. La han llevado al médico. Buen trabajo.
Cerré los ojos y, paulatinamente, el mundo volvió a parecerme normal.
—¿Quieres algo, Falco?
—Paz. Mérito entre mis iguales. Moderación de los dioses. El amor de una buena mujer, de una mujer en concreto, por cierto. Que los Azules machaquen a los Verdes y los manden al Hades. Un cochinillo asado con romero y piñones y una jarra grande de vino tinto.
Quería que uno u otro me dijeran que pedía demasiado, pero también debían de estar destrozados.
—Estoy seguro de que podremos prepararte el cochinillo —se ofreció Eliano tras un instante de silencio. Su voz sonó cansada y distante.
—Y traerte el vino —dijo Petronio en tono interesado.
—También podríamos traerle a esa mujer —terció Anácrites, más amable de lo que en él era habitual—. Suponiendo que quiera venir.
Me tumbé boca arriba y los miré a los tres. Estaban todos sentados en la hierba, a mi alrededor. Pese a sus bromas, se les veía exhaustos. Las manos con las que habían tirado de la cuerda estaban al rojo vivo, flácidas sobre sus rodillas. Tenían la cabeza hundida de cansancio. Sus rostros tenían el aspecto fatigado y consumido de los hombres que han estado demasiado cerca de la muerte de otro ser humano. Me devolvieron la mirada, incapaces de otra cosa.
—Gracias, socios —dije con ternura—. Me alegro de que no me dejarais ahí abajo. No habría querido ser un peso en vuestras conciencias.
—De nada —respondió uno de ellos, sonriendo.
Ni siquiera recuerdo cuál de los tres fue.
FIN
LINDSEY DAVIS, nació en Birmingham en 1949 y estudió Literatura inglesa en Oxford, aunque como la arqueología le había fascinado siempre, estuvo a punto de estudiar historia. Una de sus novelas románticas fue finalista en 1985 del Premio Georgette Heyer, lo que le animó a desechar cualquier posibilidad de buscar un trabajo más convencional y apostarlo todo para convertirse en escritora. Le llevó tres años. Sobrevivió gracias al programa gubernamental de subsidios para los emprendedores. Fue cocinera de una empresa de asesores fiscales. Le sigue divirtiendo mucho investigar, documentarse y buscar el detalle histórico que aporta colorido a la ambientación de la época. Le divierten los rasgos de humor que se manifiestan en la Roma imperial del Siglo I d. C. y que aspira a transmitir al lector en sus novelas. Su más célebre creación es el investigador privado Marco Didio Falco, del que ya lleva escritas veinte novelas.