Helena Justina me miró con ternura:
—Didio Falco, nunca terminarás de crecer…
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, atada al carro, se puso a ladrar.
De todos modos, encontramos la casa de campo bastante más tarde de lo que habríamos podido hacerlo. Era una pequeña propiedad que se veía bien llevada, aunque apenas suficiente para mantener a más gente de la que allí vivía. Había camellones de verduras de verano, alguna que otra ave de corral que picoteaba en un campo de frutales, un par de vacas y un cerdo bien cebado. Dos gansos salieron a recibirnos: ¡no podía librarme de su presencia ni un solo día!
Los perros de la casa olieron la presencia de
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al cabo de escasos minutos. Si la hubiera atado, sólo la habría convertido en una víctima sacrificial. En lugar de a
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, até a los perros. Después me llevé a la perra, preservando su castidad canina por mucho que ella intentara resistirse. Helena dijo que sería una buena práctica para cuando nuestra hija creciese.
La pequeña propiedad parecía diseñada como lugar de retiro de un intelectual romano, una vez privado del patrocinio de su mecenas; desde allí podía escribir notas bucólicas a sus amigos de la ciudad, alabando la vida sencilla del campo donde en la mesa sólo había queso tierno y una hoja de lechuga (al tiempo que esperaba que algún visitante civilizado le llevara los rumores que corrían por la ciudad, los recuerdos de mujeres sofisticadas y un ánfora de buen vino). Con todo, si Laelio Escauro apenas contaba treinta y tantos años, como yo suponía, parecía demasiado joven para retirarse tan pronto de la vida ciudadana.
Encontramos a un avejentado fámulo de espalda encorvada con su azadón al hombro. Puso cara de alegrarse al vernos, pero no le sacamos nada en claro. Mis prejuicios contra la vida rural se dispararon. Primero mis tíos, tan raros, y ahora un labrador que dejaba el cerebro en un estante cuando salía al aire libre. Después, las cosas mejoraron. Apareció una muchacha.
—¡Vaya! —dije a Helena sin poder evitar una sonrisa—. Si quieres echar una siestecilla en el carromato, ahora ya me las puedo arreglar solo.
—¡Olvídalo! —replicó ella con un gruñido.
La muchacha de la finca tenía la cara redonda, la boca grande, unos hoyuelos bien marcados, la sonrisa voluntariosa y su figura desgarbada. De su porte se deducía un carácter amistoso y abierto. Tenía los ojos oscuros y prometedores y los cabellos atados con una cinta azul. Lucía un vestido holgado de color crema, con unos cuantos descosidos en las costuras, a través de los cuales era claramente visible su piel lustrosa.
¿De dónde podía haberla sacado Escauro, si llevaba la vida austera del hijo de un flamen?
—Ha ido a Roma.
—¿No puede alejarse del Foro? —inquirí.
—Bueno, Escauro va y viene. La última vez hizo una visita a escondidas a su hermana. Esta vez el motivo era una carta de su esposa. —Por lo menos, a la chica le constaba la existencia de Cecilia Paeta. No me habría gustado pensar que aquella radiante jovencita era víctima de algún cruel engaño—. Podría haber ido ayer, pero como era un día hábil tuvo miedo de que quisieran hacerle firmar algo.
—¿Algo? ¿Como qué? —sonreí. La actitud amistosa de la chica resultaba sumamente contagiosa.
—¡Oh!, no lo sé.
—¿Y quién eres tú? —preguntó Helena con voz un tanto inquisitiva.
—Soy Meldina.
Bonito nombre, pero conseguí morderme la lengua y no comentar nada al respecto. Por muy sincero que uno pretenda ser al decirlo, la frase siempre suena a tópico y a frase hecha. Me hallaba en una situación bastante comprometida, intentando retener a una perra que trataba de liberarse con todas sus fuerzas, ansiosa por tener un romance campestre.
En adelante, dejé a Helena que se ocupara del interrogatorio mientras yo me limitaba a controlar a
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y a observar a mi amada con admiración. (Me refiero, por supuesto, a que admiraba la habilidad de Helena para formular preguntas embarazosas.)
—¿Cuánto hace que Laelio Escauro vive aquí? —preguntó.
—Unos tres años.
—¿Tanto tiempo? ¿Y tú vives aquí desde entonces?
—No del todo. —Meldina nos dedicó una sonrisa especialmente abierta—. Se está muy bien aquí.
Todos miramos a nuestro alrededor. Teníamos ante nosotros una escena bucólica perfecta. Y, a efectos de perspectiva, el primer plano era especialmente bello debido a la presencia de los abundantes encantos de Meldina.
—Déjame adivinar… —repuso Helena con amabilidad, en un tono que no quería resultar ofensivo—: Tú serás una liberta de la familia Laelia, ¿no?
—¡Oh, no! —exclamó Meldina, horrorizada—. No tengo nada que ver con eso. Mi madre ya era una liberta de la tía de Escauro —explicó.
Aquella definición tan complicada daba a entender que no había sido forzada a trasladarse allí con Escauro; siendo una mujer libre de nacimiento, se había instalado en la finca por propia voluntad. Con todo, me preguntaba, curioso, si la tía la habría animado a hacerlo; una chica tan atractiva habría podido convertirse en una especie de favorita del marido de la tía.
—¿Conocías a Escauro antes de trasladarse a vivir al campo? —Helena intentaba averiguar si era la amistad con Meldina lo que había causado el que el hombre se apartara de la casa familiar.
—No, fue más tarde. De todos modos —añadió la muchacha con aquella sonrisa que nunca la abandonaba—, ahora estamos bastante bien aposentados.
—No hay posibilidades de que vaya a divorciarse de su mujer, ¿verdad?
—Nunca lo hará. Su padre se lo tiene prohibido.
Lo que imaginábamos.
—Discúlpame por hacerte todas estas preguntas —dijo Helena.
—¡Ah!, no es nada. Hablaré con quien haya que hablar. —Qué actitud más refrescante, me consolé. Luego me pregunté hasta dónde llegaría la accesibilidad de Meldina. Parecía poco probable que se pusiera muchos límites. Vi que Helena me dedicaba una mirada severa, y no sé por qué—. ¿Para qué queríais ver a Escauro? —preguntó la muchacha, al tiempo que me lanzaba otra mirada en respuesta a la mía. Yo era un hombre de mundo y sabía llevar tales situaciones. Sin embargo, quizá no fuera capaz de manejar a Helena después de aquel incidente.
—Queríamos hablar con él acerca de su hija Gaya. Tuvimos un encuentro con ella que nos ha dejado bastante preocupados.
—Una chiquilla muy graciosa —comentó Meldina con un delicioso gesto enfurruñado—. La he visto unas cuantas veces. Su tía la trae aquí para que no pierda el trato con Escauro.
La tía había aparecido ya suficientes veces en la conversación como para que Helena fijara su atención en ella.
—Cuando hablas de su tía, no te refieres a Terencia Paula, supongo… —El comentario de Helena me sorprendió hasta que recordé una conversación en relación a esa mujer en casa de los padres de Helena. Terencia era la hermana de la difunta flaminia—: Mi abuela la conocía de unas festividades de la Bona Dea —explicó Helena—. Terencia es una de las vírgenes vestales, ¿verdad?
—Sí, me refiero a ella, naturalmente. ¡Pero Terencia ya no es virgen! —Meldina lo dijo tratando de ahogar la risa que se le escapaba—. ¿No lo sabíais? Terminó su ciclo de treinta años como vestal…, ¡y a continuación no dejó títere con cabeza hasta contraer matrimonio!
Las vírgenes vestales que terminan su ciclo pueden hacer estas cosas, en teoría. En la práctica, rara vez obtienen éxito, ya que se considera que casarse con una ex vestal trae un montón de desgracias al marido. Como lo más seguro es que hubiera dejado atrás la época de fertilidad, la novia tendría que ofrecer algo más que el premio habitual de la virginidad para que ésta fuera tenida en cuenta. El aliciente que, en un primer momento, pudiera tener la fantasía de acostarse con una vestal se vería sobradamente frenado por la perspectiva de quedar sometido a un tirano que se presentaba con treinta años de experiencia en dirigir el gallinero.
—¡Dioses eternos! —exclamó Helena con energía—. ¡Mi abuela nunca me contó eso!
—Estás protegida de cualquier escándalo —intervine.
—¡Vaya! ¡Pero si habla…!
—Por los codos —asintió Helena con ironía—. Pero sólo lo traigo conmigo para que lleve a la perrita. Bien, pues; las vestales que llegan al final de su ciclo pueden tomar marido, pero la gente siempre las mira mal. No puedo decir que mi abuela tuviera en mucha estima a Terencia… —apuntó.
—¿Ah, no?
La muchacha seguía mostrándose desinhibida y colaboradora aunque, en esta ocasión, estaba claro que pretendía escamotear la respuesta. Meldina estaba siendo leal, pero ¿a quién?
Helena dejó el tema como estaba y cambió de enfoque.
—Meldina, ¿sabías que existe un plan para que la pequeña Gaya Laelia siga los pasos de Terencia y se convierta en vestal?
—Sí, Escauro me ha confesado que era cosa de su mujer.
—¿Y él ha dado su consentimiento?
—Supongo que sí.
—Me vengo preguntando muchas veces si sería ése, precisamente, el motivo de que hoy se encuentre en Roma…
—No, no. Su tía lo requiere. Escauro ha dicho que se trataba de echarle una mano en sus asuntos.
Helena guardó silencio un instante.
—Lo siento —dijo tras una pausa—, debo de haber entendido algo mal. Creía que habías dicho que Laelio Escauro había ido a Roma después de recibir una carta de su esposa, no de su tía…
La sonrisa de Meldina se agrandó como nunca:
—Bien, se trata de la familia, en cualquier caso, ¿no es verdad? Su tía lo requiere, pero su mujer le ha escrito diciéndole que su padre ha decidido que Escauro no se meta en el asunto. Escauro —añadió con una sonrisa picarona— ha ido a Roma a montar un buen escándalo.
Nos quedamos a pasar la noche en casa de mis parientes. La despampanante Meldina nos prometió que cuando Escauro regresara lo enviaría a que se pusiera en contacto con nosotros. Lo dijo con un tono de seguridad que me produjo escalofríos. Estaba acostumbrado a que me convencieran con maniobras mucho más sutiles, pero me daba cuenta de que un hombre educado en una atmósfera de represión podía agradecer la presencia de una muchacha tan segura. A su lado, el pobre tipo se sentiría reconfortado.
Mi madre y la tía abuela Febe competían entre sí en exclamaciones de dolor porque decían que aquélla sería la última vez que se vieran en vida. Según comentaban esas viejas cotorras imperturbables, a ambas les quedaba un solo día para poder echar un hueso al perro de Caronte en el inframundo. Yo, en cambio, le concedía una década más de vida a cada una. Para empezar, ninguna de las dos soportaría abandonar este mundo mientras Fabio y Junio siguieran proporcionándoles desastres de los que lamentarse.
Fabio, el que ocupaba ahora la casa, había tenido noticia de mi nombramiento como procurador de las aves sagradas.
—¡Ah, tienes que venir a ver lo que hago con los pollos, Marco! Eso te interesará…
El corazón me dio un vuelco. Cuando mi tío abuelo Escaro dirigía la finca, también él estaba lleno de planes e ideas fantásticas, pero tenía el arte de convencerle a uno, después de mostrarle alguna extraña pieza de hueso tallado con el aspecto de una paloma tripuda, de que su autor había descubierto el secreto de volar. Cualquier prototipo producido por Fabio o por Junio se tenía que conformar con dimensiones más pequeñas, y su modo de expresar entusiasmo tenía todo el vigor de una estera vieja y desgastada. No importaba cuál de los dos lo arrinconara a uno contra un comedero de animales para darle una conferencia, el resultado era siempre una tortura.
Mi abuelo y el tío abuelo Escaro (ambos fallecidos hacía mucho) habían construido el gallinero original, un gran recinto cubierto con redes y protegido con tela metálica, donde en las buenas épocas comían más de doscientas aves. Al lado, en una chabola, vivían una mujer y un muchacho, pero mis tíos eran los peores jefes de personal que podían existir (tanto si pretendían atraerlos a hacer algo, si discutían con ellos o si los desatendían por completo), de forma que los animales también estaban mal cuidados. Reducida la producción a cuarenta o cincuenta individuos durante el último y reciente reinado de tío Junio, la bandada vivía confortablemente, sin que apenas la importunasen quitándole los huevos o retorciéndole el pescuezo a alguno para echarlo a la cazuela de la familia. Ahora que Junio se había largado donde fuese, Fabio tenía planes para cambiar todo aquello. «Estoy engordando científicamente a esos pollos para venderlos. Vamos a establecer una organización completa.» Mi tío no tenía nada de científico ni de organizado, salvo cuando salía a pescar. Sus tablillas de anotaciones con aburridos datos sobre peces capturados, localización y condiciones atmosféricas, variedad, longitud y cebo utilizado ocupaban un estante completo de la alacena de la cocina, lo cual obligaba a Febe a guardar los encurtidos en la parte de atrás de la bodega. Salvo este detalle, Fabio apenas era capaz de calzarse él mismo: se quedaba sin saber qué hacer después de ponerse la primera bota y tenía que pensar cómo se las arreglaría a continuación.
Fabio tenía ahora un gran número de gallinas en un edificio sin ventilación en el que se hacinaban unas en jaulas situadas a lo largo de una pared, otras en contenedores especiales de mimbre con un agujero en cada extremo para la cabeza y la cola. Las gallinas tenían por cama una capa de heno, pero estaban inmovilizadas de tal modo que no podían volverse y desperdiciar energías. Allí, las impotentes aves eran atiborradas con semillas de lino o de cebada amasada con agua en forma de blandas bolitas. Fui informado de que apenas se precisaban cuatro semanas para que alcanzaran el tamaño adecuado para su venta.
—¿No es un régimen algo cruel, Fabio?
—No hables como un blandengue de ciudad.
—Bien, sé práctico, entonces. ¿Es tan bueno su sabor como el de las que andan libres?
—La gente no paga por el sabor, ¿sabes? Lo que mira el comprador es el tamaño.
Aquella muestra de astucia debía de ser la razón por la que los romanos tenían en tan alto concepto a sus antepasados agricultores. Por mi parte, yo descendía de auténticos labradores. No era de extrañar que mi madre, como aquel viejo campesino maloliente, Rómulo, hubiese huido a la vida urbana.
Con el constante cacareo de las aves como ruido de fondo, Fabio expuso con todo lujo de detalles sus proyecciones financieras, que le llevaban a la conclusión de que, en un par de años, sería millonario. Tras una hora de palabrería, perdí la calma.