Una extraña mirada cruzó el rostro del padre de la niña.
—A decir verdad, ése es el único motivo de diferencias entre mi querida tía y yo. Creo que sería un honor y que estaría en la tradición de mi familia pero, por algún motivo, mi tía se opone firmemente.
Escauro me miró a los ojos.
—¿Terencia no quiere? —inquirí—. ¿Por qué?
—Es una larga historia —dijo Escauro. Poco antes parecía una masa blanda que todo el mundo podía moldear, pero era tan escurridizo como cualquier otro cerdo malicioso—. Y es un asunto familiar, si no te molesta. Tengo entendido que el pontífice máximo llevará a cabo el sorteo dentro de tres días, de modo que este asunto estará concluido para esa fecha. ¿Era eso todo lo que querías decirme, Falco? Le he prometido a Meldina que hoy no estaría mucho rato fuera de casa.
—¡Seguro que Marco ha terminado! —gritó mi madre desde el carro. Capté la indirecta y nos despedimos de Escauro. Él reemprendió su marcha hacia el sur, hacia su despampanante compañera; nosotros tomamos el camino de regreso a Roma.
Le hice un breve resumen de la entrevista a Helena Justina. No hubo una gran reacción por su parte:
—¡Los dioses nos protejan de la intervención de parientes que nos quieren!
—Tu abuela conoció a una virgen que debe evitarse por todos los medios —asentí. Después enumeré todas las atenciones amorosas de Terencia Paula a la familia de su difunta hermana (las que conocíamos, por lo menos)—: Terencia siempre estaba a la greña con su hermana, la difunta, respecto a si ésta tenía un amante; en cambio, parece haber convertido al hijo de su hermana en su favorito. No puede tener muy buena fama en la familia. Hace tres años, proporcionó a Escauro los medios para abandonar su casa y vivir en la granja; con ello, Terencia se aseguró de que Escauro nunca daría el gusto a su padre de ingresar en alguna orden sacerdotal y, cuando el hombre huyó, abandonó a su esposa. Y no será de gran ayuda, precisamente, que la familia en Roma ya tenga noticia de la existencia de Meldina, que está relacionada con Terencia a través de su madre. Pero, ahora, Terencia se busca aún más problemas al nombrar tutor a Escauro, contra los deseos del padre de éste. Incluso proyecta ejercitar acciones legales, lo cual, como mínimo, provocará que el nombre del ex flamen sea objeto de la atención pública. Podemos imaginar cómo se sentirá después de un punzante artículo de tribunales en la
Gaceta Diaria
. Y si la acción tiene éxito, puede arrancar a Escauro de la autoridad paterna.
—Las vírgenes que rompen el voto de castidad son enterradas vivas —dijo mi madre en tono burlón—. Y da la impresión de que ésta debería haberlo sido a buena profundidad en el instante mismo en que terminó su período de servicio.
—Tengo la sensación —replicó Helena—, de que lo que esta mujer haya dicho o hecho, o lo que tenga en proyecto, puede estar en el meollo de lo que inquieta a Gaya Laelia.
Si mi amada estaba en lo cierto, un alma soñadora como Escauro no parecía, precisamente, el tutor más adecuado a los intereses de la dama. Tampoco a mí me inspiraba confianza como padre de una niña de seis añitos, perturbada y sin afecto.
—Bien, quizá debamos aceptar que no es asunto nuestro. Ninguna de esas personas es cliente mía, ni me paga.
—¿Y cuándo te ha detenido eso? —murmuró mi madre.
—La chiquilla te pidió ayuda —me recordó Helena. A continuación, hizo una pausa con aire pensativo. Yo la conocía y esperé—: En toda esa cháchara sobre asuntos legales que urdió Escauro para que lo escucharas había algo que no cuadraba.
—A mí me sonó razonable.
—Salvo una cosa —Helena había tomado una resolución y estaba muy indignada—. Marco, todo esto es un completo disparate. ¡Las vírgenes vestales están exentas de las reglas de la tutela femenina!
—¿Estás segura?
—Por supuesto. —Helena me miró con suspicacia por haber dudado de ella—. Es uno de sus famosos privilegios.
Mi madre apretó los labios.
—¡Absoluta libertad de la intromisión del varón! La mejor razón para convertirse en vestal, en mi opinión.
—Desde luego —asintió Helena, y se tranquilizó al tiempo que el problema despertaba su interés—, siempre es posible que la ex vestal en cuestión deba tener un tutor por razones especiales. Puede que esté disponiendo de sus propiedades de una manera disoluta y derrochadora.
—¡O puede que sea una chiflada! —gorjeó mi madre con un tonillo malicioso. Sin embargo, Terencia Paula producía la impresión de ser demasiado buena organizadora como para no estar en sus cabales.
—Así pues —reflexioné con cierta irritación—, Laelio Escauro es un tonto sin don de gentes que ha malinterpretado completamente algo que le ha dicho su tía… ¡O simplemente me ha tomado el pelo con un puñado de rotundas falsedades!
Pero, ¿por qué había de hacer tal cosa?
Había dejado que Escauro se marchara y ya habíamos avanzado demasiado trecho como para dar media vuelta, desandar el camino y desafiarlo. Además, tenía que pensar en Gaya. El día siguiente eran las nonas de junio. Dos días más tarde, como sabía cualquier procurador responsable que consultara su calendario de festividades, empezaría un período dedicado a Vesta, que incluía dos grandes jornadas festivas denominadas Vestalias. Las mujeres de Roma se acercaban al templo para pedir a la diosa su favor para el año venidero y habría minuciosas ceremonias de limpieza del templo y del almacén anexo. Aquel año, el inicio de tales acontecimientos se producía cuando el pontífice máximo había elegido realizar el sorteo entre las aspirantes a ser vírgenes. Después de este sorteo parecía probable que quedara fijado el destino de Gaya. Incluso si intentaba ayudarla, sólo me quedaban tres días. Después, era posible que la chiquilla fuera apartada de la opresión y de las peleas que vivía en su familia, pero lo sería a cambio de aventar las brasas del hogar sagrado durante los treinta años siguientes…
A la tía de su padre, que había llevado a cabo sus obligaciones durante el plazo completo, no le parecía buena idea. Bien, ella era la más indicada para saberlo.
Las nonas de junio se consagraban a Júpiter, guardián de la Verdad. Ésta era, por supuesto, mi manifestación favorita del mejor y más grande de los dioses. La verdad, en la vida de un informador, es un fenómeno muy raro… En el caso de que hubiera algunas ramificaciones en la festividad, me aseguré de mantenerme totalmente apartado de los grandes templos del Capitolio.
Hacía diez días que había vuelto de África y esperaba que los clientes privados que necesitasen un informador se alegrasen de mi regreso y que hicieran cola ante mi oficina para recibir mis sabios consejos. Pero los posibles clientes pensaban de otro modo.
Había tres razones para aceptar la situación con toda tranquilidad. La primera, que mi supuesto socio, Camilo Justino, estaba en el extranjero y no podía ayudarme en el relanzamiento del negocio. Si ofendía a los ricos familiares cordobeses de su novia, éstos la harían volver a su tierra y él se quedaría tan desolado que se dedicaría a realizar otros tantos trabajos como Hércules durante los diez próximos años. Si los abuelos de Claudia lo apreciaban de verdad, lo considerarían un hombre casado y se pasaría el resto de la vida cultivando aceitunas en la Bética. En cualquier caso, tendría suerte si alguna vez volvía a verlo. Pero hasta que supiera a ciencia cierta lo ocurrido, los planes de relanzar mi negocio se verían obstaculizados.
En segundo lugar, cuando trabajaba con Anácrites, alquilé una oficina en la Saepta Julia, pero dejé ese local cuando lo dejé a él. Una vez más, mi despacho nominal era mi viejo apartamento en la plaza de la Fuente, todavía ocupado por Petronio Longo desde que su esposa lo dejara. Cualquier persona que necesitase contratar a un informador debía de tener buenas razones para mantener la discreción en su vida privada y le horrorizaría llegar a una oficina y encontrarse en ella a un gran espécimen de los vigiles oficiales ataviado con su túnica de tarde, un vaso de vino en la mano y los pies apoyados en la barandilla del balcón. No podía desahuciar a Petronio y, en su lugar, recibía a los posibles clientes en mi nuevo apartamento. Muchos de los talleres de artesanos romanos están plagados de niños, lo cual no es un problema si lo único que quieres es comprar un trípode de bronce con pies de sátiros, pero a la gente no le gusta que la interroguen sobre sus problemas de vida o muerte mientras un bebé lleno de energía les lanza papillas a las rodillas.
En tercer lugar, por primera vez podía contemplar todo aquello sin demasiada preocupación o urgencia. Anácrites y yo habíamos ganado tanto dinero en nuestro trabajo para el Censo que, en esos momentos, no tenía presiones económicas.
Pero eso, en sí mismo, era preocupante. Tendría que acostumbrarme a ello. Durante los ocho últimos años, desde que persuadí al Ejército para que me licenciara de la Legión, había vivido siempre con miedo a no tener qué comer y a que el casero me pusiera de patitas en la calle. Incluso me daba miedo casarme porque temía arrastrar a otros a esa vida de precariedades. Yo había vivido en la inmundicia, había carecido de solaz y de refinamiento intelectual. Me había visto obligado a realizar trabajos peligrosos y degradantes. Y por eso bebí, soñé, forniqué, me quejé, conspiré, escribí torpes poemas e hice todo lo que dicen que hacemos quienes insultan a los informadores. Luego, en Bretaña, en mi primera misión para Vespasiano, conocí a una chica.
Aunque era un hombre que se reía despectivamente de las mujeres desdeñosas, me lancé a cortejar a Helena con un entusiasmo que dejó pasmados a mis amigos. Ella era hija de un senador y yo una rata callejera. Nuestra relación parecía imposible: una maravillosa atracción por una persona a la que gustaba el riesgo. Al principio, ella me odiaba: otra artimaña. E incluso llegué a pensar que yo la odiaba a ella: una ridiculez.
La historia de cómo llegamos a vivir como lo hacemos ahora, mucho más unidos y enamorados que el resto de la gente (más, sobre todo, que mis abrumados clientes), llenaría unos cuantos rollos de pergamino en vuestra biblioteca. Que Helena me amase era un misterio. Que eligiera soportar mi estilo de vida todavía era más raro. Durante cortos períodos de tiempo, vivimos en mi viejo apartamento, el que ahora ocupa Petronio con su corpulencia cuando se obliga a pasar una noche bajo techo. Luego, durante un breve tiempo, alquilamos un apartamento en un edificio que fue «accidentalmente» derribado por un deshonesto constructor. Por fortuna, no estábamos en casa. Y ahora vivimos subarrendados en una casa de tres habitaciones en la primera planta de un edificio, de la que hemos quitado los frescos obscenos y a la que trasladamos los lloros de nuestra niña y nuestras risas, pero poca cosa más.
Yo siempre había albergado sueños de tener mi propia mansión, dentro de unos años, cuando tuviera tiempo, dinero, energía, motivación y el nombre de un vendedor de fincas digno de toda confianza (bueno, ese último criterio descartaba que pudiera hacerlo). En tiempos más recientes, Helena Justina había hablado de comprar una casa con suficiente espacio como para compartirla con su hermano pequeño, al que ambos apreciábamos y cuya joven dama (si se quedaba con él) era de lo más agradable. Yo no estaba seguro de que nadie me cayera lo bastante bien como para soportar la posesión conjunta de una casa pero, al parecer, era una posibilidad mucho menos remota de lo que yo había pensado.
—Ahora que hemos alquilado el carro con la mula —anunció Helena con aire un poco sumiso—, mañana podríamos salir a ver esa casa que he comprado.
—Supongo que me estás hablando de esa casa de la que yo no tengo ningún conocimiento, ¿no?
—Exacto.
—Claro. —Si un hombre se une a una mujer formidable, debe esperar que sus libertades domésticas se vean algo reducidas. Helena había comprado una casa entera para mí sin decirme siquiera la calle o el barrio, sin haberme mostrado el plano del edificio ni mencionado el precio.
—Te gustará —me aseguró Helena, con un tono que parecía que hubiera empezado a dudar de que le gustara a ella misma.
—Si tú la has elegido, naturalmente que me gustará. —A menudo, yo me mostraba firme. Helena siempre hacía caso omiso de mi firmeza, por lo que adoptar esa actitud podía parecer inútil, pero esa frase había dejado claro a quién habría que echar la culpa si habíamos caído en manos de un vendedor desaprensivo.
Y era eso lo que había ocurrido, me lo temí.
Fue prohibida durante el día la circulación de vehículos en Roma, y aquella noche, después de llevar a mi madre a casa, dejamos la mula en la lavandería de Lenia con la idea de levantarnos muy temprano al día siguiente y salir antes del amanecer. Después de unas pocas horas de descanso en nuestro apartamento, a la mañana siguiente me desperté a regañadientes, puse a Julia y a
Nux
en el carro, en sendos cestos, y recorrimos las calles silenciosas como delincuentes en fuga.
—Éste es el primer inconveniente. ¿La casa está a muchas millas de la ciudad?
—Me han dicho que se podía llegar andando. —Helena estaba apesadumbrada.
—Veremos si es cierto.
—Siempre dijiste que querías vivir en el Janículo, con una buena vista de Roma.
—Cierto. Un lugar muy bonito. Una vez vi allí la magnífica casa de un gángster. Tenía buenas razones para proteger su intimidad.
La casa que Helena había comprado estaba al otro lado del Tíber, aislada, podría decirse. Si tenía vistas, tal como había prometido, debía de estar elevada. Cada día, cuando volviera a casa por la noche (no me molestaría en acercarme hasta allí a la hora del almuerzo como hacía ahora), la última parte del camino sería una empinada cuesta. Me dije que ya me las arreglaría con eso, puesto que había pasado toda la vida en el Aventino.
—Ahora podemos permitirnos tener palanquín propio —aventuró a decir Helena mientras pasábamos ante el teatro de Pompeyo y cruzábamos el puente de Agripa. Aquello era mucho más lejos de lo que yo solía andar a pie.
—Si quieres tener vida social, necesitaremos uno cada uno.
La casa tenía tremendas posibilidades. (¡Las mismas palabras terribles de siempre!) Una vez reformada, puesto que había sufrido un abandono total durante veinte años, podía quedar realmente hermosa. En sus espléndidos pasillos se abrían unas habitaciones espaciosas y bien ventiladas y había patios interiores de peristilos que separaban las distintas alas de la casa. Los suelos eran de buen mosaico geométrico policromo en las estancias y salones principales. Unos frescos anticuados y algo descoloridos planteaban el interesante dilema de si conservarlos o invertir en diseños más modernos.