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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (24 page)

BOOK: Una virgen de más
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—No, no, tiene que ser el otro.

—Eliano —dijo Helena con frialdad. Anácrites puso cara de desconcierto. No parecía advertir que ambos Camilos eran los dos hermanos menores de Helena y que, en cierta ocasión, él había utilizado a Eliano como contacto que le fue muy útil. La herida de la cabeza le había afectado a la memoria.

—Yo no te he mandado a nadie, Anácrites —repliqué, molesto.

—¿Ah, no? Pues él dijo que lo mandabas tú.

—No te hagas el gracioso. ¿Has olvidado que lo conoces? El año pasado os vi abrazaros como amigos que se reencuentran después de mucho tiempo, en esa cena de los productores de aceite… La misma noche en que te hiciste esa gran brecha en la cabeza.

Anácrites dejó de lado su orgullo y se mordió el labio inferior. En anteriores discusiones, había constatado que el ex jefe de espías no recordaba nada de la noche en que había recibido la paliza. Eso le preocupaba. Era muy patético. Para un hombre cuya carrera implicaba saber más acerca de otras personas de lo que éstas cuentan a sus amantes o a sus doctores, perder parte de sus propios recuerdos representaba una terrible conmoción. Aunque Anácrites intentaba no demostrarlo, yo sabía que por las noches no dormía, esforzándose por recordar los días perdidos de su vida.

Yo no había sido tan cruel. Anácrites sabía algo sobre esa noche porque yo se lo había contado: lo encontraron inconsciente, yo lo rescaté y lo llevé a una casa segura, la de mi madre, bajo cuyos cuidados pasó varias semanas en estado semicomatoso. Si no hubiera sido por ella, habría muerto. Podría decirse, aunque yo fui lo bastante cortés para no hacerlo, que también estaba en deuda conmigo. Me aseguré de que su celoso rival en palacio, Claudio Laeta, no lo encontrara y le diera el billete para el Hades. Llegué incluso a descubrir a los responsables del ataque y, mientras Anácrites estaba en cama, los llevé ante la justicia. Nunca me dio las gracias por ello.

—Así que lo conozco yo —susurró Anácrites, que se debatía por recordar a ese antiguo contacto.

—Hablaste con él de lo que andaba mal en la Bética —dijo Helena, apiadándose de él—. Era la época en que mi hermano vivía allí. Trabajaba con el gobernador de la provincia. Pero sólo lo conociste de pasada, es cierto. Sería mucho pedir que lo recordaras.

—Pero él tampoco me recordó a mí. —La mirada de Anácrites seguía siendo sombría y turbada. Acababa de mantener una conversación sobre alguien que había conocido en cierta ocasión y a quien no conseguía recordar. Debía de parecer que había en ello una aterradora falta de lógica, pero yo sabía la razón, tal como había ocurrido: Eliano quiso ocultar un grave error de apreciación por su parte. Al transmitir un documento al jefe de la inteligencia, lo había entregado a quien no debía y el documento acabó por ser destruido. Anácrites nunca lo supo, pero Eliano, al comprobar que el jefe del servicio secreto no se acordaba de él, no tuvo ningún inconveniente en hacerse pasar por un desconocido.

—Qué fastidio de joven. —Dejé que Anácrites viera mi sonrisa afectada—. Está jugando. Supongo que te ha contado que uno de los hermanos arvales ha muerto en extrañas circunstancias. Eliano está incordiando a la hermandad, buscando una conspiración.

Tal conspiración podía ser real pero, si lo era, me molestaba que aquel joven estúpido hubiera puesto sobre aviso a Anácrites. Eliano y yo formábamos equipo y el espía tendría que pedir con mucha educación que le dejáramos participar.

—Y Eliano, entonces, ¿qué quería? —le preguntó Helena.

—Un hombre.

—¿De veras?

—Deja de hacer teatro, Falco —gruñó Anácrites. Trabajando con él en el Censo, había podido comprobar que aquel hombre era el jefe del servicio secreto porque tenía cierta perspicacia.

—Muy bien, socio —dije, cediendo con una sonrisa—. Supongo que te preguntó si sabías quién es el miembro de la hermandad fallecido.

—Exacto.

—¿Y podrías identificarlo?

—No. Esa sigilosa hermandad ha logrado mantener en secreto la identidad del muerto. ¡Estoy impresionado! —admitió, burlándose de sí mismo.

—¿Y tus astutos rastreadores lo han descubierto?

—Por supuesto.

Sucio bastardo.

—¿Y bien?

—El muerto se llamaba Ventidio Silano. —Yo nunca había oído hablar de él—. ¿Te dice algo ese nombre? —me espetó Anácrites mirándome con cautela.

Decidí no engañarlo. Me recosté en la silla y abrí las manos en un gesto de franqueza.

—Nada de nada.

—A mí tampoco —confesó Anácrites con una sonrisa; también él aparentó que hablaba con una inusual muestra de sinceridad.

XXV

Roma se encontraba en su mejor momento. Los molinos a pleno rendimiento, las fuentes limpias, las golondrinas trisando en los tejados, a la luz del atardecer que no posee ninguna otra ciudad de las que he visitado.

Habíamos devuelto el carro y la mula al establo donde nos lo habían alquilado y, por lo tanto, de nuevo, íbamos a pie. Helena y yo caminábamos hacia nuestra casa desde la de mi madre, pensando ambos en nuestra nueva propiedad en el Janículo. Las calles del Aventino seguían llenas de vida a una hora en la que todavía no llegaban a ser peligrosas. Aún había bastante luz y hacía bastante calor, por lo que las actividades domésticas y comerciales continuaban, y las furcias y rateros apenas habían empezado a salir. Hasta las callejas más estrechas eran seguras.

Julia Junila dormía con la cabeza apoyada en mi hombro. Era como un peso muerto que me recordaba mis días de soldado en los que cargaba piedras para construir muros provisionales. Mi madre siempre conseguía agotar a la niña.
Nux
trotaba junto a Helena con aire esquivo. Siete perros de distintas formas y tamaños, pero con una única intención, la seguían implacables.

—Nuestra chica está en celo —comenté apesadumbrado.

—¡Qué bien! Tendrá perritos… —dijo Helena con un suspiro.

Perdimos a unos cuantos de los admiradores junto a una carnicería en cuya alcantarilla había restos: huesos y visceras. Habríamos perdido también a
Nux
cuando ésta vio qué hacían los otros congéneres, si Helena no la hubiera cogido mientras olisqueaba un trozo de tripa especialmente asqueroso. La alejamos de allí a rastras mientras la perra escarbaba furiosa con las patas sobre las losas de lava hasta que la cogí y me la puse bajo el brazo que me quedaba libre.
Nux
aulló pidiendo ayuda a sus admiradores pero éstos prefirieron seguir babeando entre huesos sanguinolentos y mollejas y no le hicieron caso.

—Olvídalos,
Nux
, los hombres no valen la pena —la consoló Helena. Yo hice caso omiso de aquella charla entre chicas rebeldes. Llevaba en brazos al tesoro de la familia y, si no me concentraba, podía caérseme. Volví a pensar en el ejército: cualquiera que hubiese cargado su parte de petate militar por media Bretaña (jabalinas, zapapicos, la bolsa de las herramientas con ellas dentro, el cesto, diversas latas y ración de comida para tres días) podía cargar con una niña y una perra unos cuantos pasos sin apurarse. Por otra parte, si colocas bien la marmita del rancho no te va dando golpes en las costillas ni se te escurre del hombro.

En la plaza de la Fuente alguien preparaba almejas en una parrilla y por el olor que despedían estaban más quemadas que otra cosa. Había caído la noche. Las sombras de las casas hacían engañoso el camino. Una lámpara solitaria, colgada de un gancho, ardía fuera del salón, no tanto para alumbrar a los transeúntes como para que el personal sin rasurar del establecimiento pudiese terminar la partida del juego cuyo tablero habían pintado en el suelo. Ese diminuto círculo de luz sólo servía para que el estrecho corredor de nuestra calle pareciera más oscuro y peligroso. Entre los adoquines crecía una resbaladiza vegetación con la que era muy fácil patinar y romperse más de un hueso. Caminamos con cautela, sabiendo que cada paso llevaba nuestras sandalias hacia un cenagal de porquería y tiestos de ánforas.

Helena dijo que ella se encargaría de bañar a la niña; normalmente lo hacíamos en la lavandería, utilizando toda el agua caliente que había sobrado después de que Lenia cerrase el establecimiento. Decidí subir a casa y ver a Petronio. Tenía que contarle lo de la casa en el Janículo antes de que lo supiera por boca de otros.

Le encontré con las piernas abiertas bajo la mesa de la habitación que da al exterior. Estaba fuera de las puertas correderas, ganduleando bajo los últimos rayos del sol en el balcón. Aquello siempre me producía irritación, me recordaba demasiado mi vida de soltero. Sólo hubiera faltado encontrarle con una bailarina en el regazo.

Estaba tomando una copa. Eso sí podía soportarlo. Me dijo que buscara un vaso y me sirviera yo mismo.

—¿Has estado en tu nueva casa? —preguntó sin esperar a que yo hablara.

—Toda la ciudad parece conocer que me ha comprado una casa, excepto yo.

Petronio sonrió. Había alcanzado la benévola fase de soñar sentado en un banco después de la cena. Al recordar lo fácil que era no molestarse en preparar un plato para uno, supuse que no había cenado demasiado y que por eso la fase de ensoñación se había anticipado.

—Si a todos los demás nos ha gustado la idea, ¿a ti qué te preocupa, hijo mío?

—Bueno, es un plan inútil. Helena piensa ahora que no podemos vivir tan lejos de la ciudad.

—Entonces, ¿por qué compró la casa?

—Probablemente, todos los demás, los que estabais en el secreto, os olvidasteis de fijaros en los inconvenientes.

—Pero, ¿es una buena finca?

—Muy hermosa.

Durante un rato bebimos en silencio. Oí voces femeninas familiares que hablaban en la calle y supuse que eran Helena y Lenia. Ésta, probablemente, contaba a voz en grito los últimos horrores que le había infligido su ex marido Esmaracto, que era el propietario del edificio donde vivíamos. Tomé la copa con ambas manos pensando en lo malvado, demente y avaro que era aquel hombre, un mentiroso con sus inquilinos y un insulto para la humanidad. Petronio tenía la cabeza apoyada en la pared, pensando, a buen seguro, en sus propios enemigos. En Rubela, probablemente, el tribuno de su cohorte, que era un tirano ambicioso y sin escrúpulos, maniático de la disciplina y que, según Petronio, ni se limpiaría el culo con una esponja de letrina sin consultar antes las reglas para ver si tenía que hacérselo algún subordinado.

Fuera se oyó el rumor de pasos. Petronio y yo nos sentamos bien, ambos repentinamente tensos. Aquí nunca sabías cuándo los visitantes te traían malas noticias o sólo venían a darte una paliza. Petronio nunca sabía si eran manifestaciones no deseadas de su vida y de su trabajo o una resaca violenta de cuando yo vivía allí.

Alguien cruzó la puerta y se quedó en la habitación que estaba detrás de nosotros. Los pasos eran rápidos y ligeros, incluso después de subir seis tramos de escaleras. El recién llegado apareció entre las puertas correderas. Yo era el más cercano; me quedé quieto, aunque listo para saltar.

—¡Por todos los dioses! Vaya par de sinvergüenzas estáis hechos todavía… —Nos relajamos.

—Buenas noches, Maya. —No estábamos borrachos, ni siquiera achispados. Sin embargo, a toda mi familia siempre le ha gustado ser injusta.

Me pregunté por qué mi hermana había venido a ver a Petronio. Yo lo conocía muy bien y sabía cuándo se ponía nervioso. Se estaba preguntando lo mismo que yo.

Petronio alzó la jarra para ofrecerle vino. Maya pareció tentada a aceptar pero luego dijo que no con la cabeza. Se la veía cansada. A buen seguro necesitaba relajarse, pero tenía cuatro niños en casa que dependían de ella.

—Helena me ha dicho que estabas aquí arriba haciendo el vago. No puedo detenerme: Mario está abajo, examinando a esa terrible perra tuya. Quiere saber si ya está preñada. Te mataré por esto…

—Hago todo lo que está en mis manos para que
Nux
siga siendo casta.

—Pues hablando de doncellas castas, hoy me han contado algo que pensé que te gustaría saber —dijo Maya—. He hablado con una de las otras madres cuya hija es aspirante a entrar en el colegio de las vestales como mi Cloelia. Esta mujer conoce a Cecilia Paeta y esta tarde ha ido a su casa a visitarla. Ella ha sido mejor recibida allí que yo, puesto que su marido es sacerdote del templo de la Concordia y, naturalmente… Tal vez esté siendo injusta con ese hombre y sea un honrado fregasuelos del lugar. En resumidas cuentas, la mujer me ha contado que encontró a todos los Laelios muy alterados y nerviosos y que, aunque intentan fingir en público que no ocurre nada, mi amiga sabe por qué. A Gaya Laelia le ha sucedido algo.

—¿Nos lo vas a contar? —pregunté incorporándome de repente.

Hasta allí, Maya había disfrutado contando la historia. Cuando llegó a este punto, bajó la voz con un tono de auténtica preocupación.

—La han perdido, Marco. Ha desaparecido por completo. Nadie sabe dónde está la niña.

XXVI

No era asunto nuestro. Eso, al menos, era lo que nos dirían los Laelios. Y, de todas formas, a aquellas horas poco podíamos hacer.

Petronio se comprometió a acompañar a Maya y a su hijo pequeño a casa para que no pensase que podía correr algún riesgo. Helena y yo nos fuimos directos a la cama. Todos esperábamos, como acostumbra a hacerse cuando se pierde un niño, que a la mañana siguiente el asunto estaría resuelto y que Gaya aparecería, dejando que la aventura se convirtiera en una más de esas historias inolvidables que la gente cuenta año tras año junto a la lumbre en las Saturnales para avergonzar a la víctima. Pero cuando la desaparecida es una niña que dice que su familia prefiere verla muerta, el asunto produce escalofríos por más que uno intente quitarle importancia.

Al día siguiente, muy temprano, Maya fue a ver a su amiga, la madre que le había dado las noticias. La mujer, ansiosa, ya había ido a ver a Cecilia Paeta, la madre de Gaya. La niña no había vuelto a casa y la familia había hecho pública la noticia.

Entonces Helena visitó la casa de los Laelios, acompañada de Maya, como matronas que ofrecían sus condolencias, pero las trataron con brusquedad y no las dejaron pasar de la puerta.

Los niños se pierden por razones muy distintas. Olvidan el camino de regreso a casa, o se quedan con sus amigos sin molestarse en avisar a nadie. A veces, en cambio, traban amistad con personajes desconocidos y siniestros que los atraen a peligrosos destinos.

A los niños les gusta esconderse. Muchos niños «perdidos» son encontrados de nuevo en casa: metidos en un armario o boca abajo en una tinaja de grandes proporciones. Por lo general, consiguen no asfixiarse.

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