Estaba sentado en una especie de trono, un taburete de marfil con reposabrazos, como si fuera un magistrado. Antes de que yo entrase, ya estaba sentado, a solas, en esa postura. Otras personas habrían leído o escrito, pero él prefería la quietud meditativa de un dios de piedra.
La sala estaba amueblada con mesas laterales y lámparas y a sus pies había una pequeña alfombra con un escabel. Quizá fuese confortable pero, si lo era, se debía al contraste con la frialdad del ambiente.
Helena Justina me había informado acerca de los flámines la primera vez que ella y yo hablamos de Gaya. El sacerdote de Júpiter llevaba una vida tan llena de deberes y restricciones que no tenía tiempo de desmadrarse. Como representaba al dios, era intocable en el más estricto de los sentidos. Cuando salía, con una capa doble sobre su vestimenta de lana, llevaba un cuchillo de sacrificio en una mano para evitar los contactos no deseados y en la otra una larga vara que le mantenía a distancia del populacho. Iba precedido de un lictor y de unos pregoneros a cuyo paso todo el mundo tenía que dejar lo que estuviera haciendo porque para el flamen no sólo cada día era fiesta (¡qué buena vida!), sino que, además, no podía ver a nadie trabajando.
Y había más. No podía montar a caballo; ni siquiera tocar a tales animales. No podía salir de la ciudad (excepto en tiempos más recientes, durante un máximo de dos noches, para atender a deberes familiares ineludibles si el pontífice máximo se lo ordenaba). No llevaba nudos y sus ropas se sujetaban con hebillas; sus anillos eran partidos y tenía prohibido mencionar la hiedra debido a sus propiedades aglutinantes o caminar bajo una pérgola cubierta de enredaderas. Si llevaban a su casa a alguien con ataduras, se las arrancaban y tiraban desde lo alto del tejado. Si se cruzaba con un criminal, ese hombre no podía ser flagelado ni ejecutado. Sólo un ciudadano libre podía cortar la barba a un flamen y tenía que hacerlo con una cuchilla de bronce. Los cabellos cortados y las uñas tenían que ser quemados en un fuego sagrado. El flamen no podía quitarse la túnica o el tocado durante el día, no fuera que Júpiter descubriera su persona.
Tenía que evitar a los perros (lo cual explicaba que en la casa no hubiera canes guardianes), las cabras, las alubias, la carne cruda y la masa fermentada.
Probablemente había más, pero Helena había visto que los ojos se me ponían vidriosos al oír estas cosas, y me lo había ahorrado. Aquellas restricciones eran excesivas; estaban hechas para asegurar que la mente del flamen nunca se descarriara, aunque me miró como si todavía mantuviera el control absoluto de sus pensamientos y también de sus rígidas opiniones.
Pese a todo esto y en virtud de su sacerdocio, aquel individuo singular se había sentado en el Senado. Sin embargo, no debía de desentonar en medio de los otros excéntricos y dementes senadores.
Allí, en su casa, todo estaba a su gusto. Eso no me incluía a mí. Me miró como si acabase de salir de una alcantarilla.
—He sabido que el emperador me ha permitido el acceso a usted, señor. Su nieta ha desaparecido y yo tengo experiencia para intentar encontrarla. Es de vital importancia que colabore conmigo ya que ha expresado su deseo de no tener contactos con los vigiles. Lo lamento mucho porque la ayuda de éstos nos podría ahorrar mucho tiempo y, en un caso como éste, el tiempo es oro.
—Has sido recomendado para este trabajo por ser tu especialidad. ¿Quieres decir ahora que no estás preparado para hacerlo? —Tenía una voz fina y con un deje de malicia. Supe lo que tenía delante: un viejo malvado y retorcido. En familias como la mía no tenían ningún poder y por ello no podían hacer ningún daño, pero aquella familia no era como la mía.
—Haré todo lo que pueda, señor, pero el éxito dependerá de la cooperación que reciba.
—Y tú, ¿qué ofreces?
—Un servicio rápido y discreto. Lo más probable es que Gaya haya quedado encerrada accidentalmente en algún lugar de su propia casa. Tendré que registrarla a fondo para encontrar posibles escondrijos que atraigan a los niños. Tendré que buscar en todas partes, aunque le prometo que olvidaré al instante todo lo que vea si no importa para el caso.
—Comprendo. —Su arrogancia era gélida.
—Antes de entrar en cada habitación, llamaré a la puerta y esperaré. Daré a sus ocupantes la oportunidad de marcharse. Trabajaré lo más deprisa que pueda.
—Muy bien.
—Tengo que poder hablar con toda la familia.
—Es comprensible.
—No tendrán que responder a las preguntas que consideren inapropiadas. —Lo miré a los ojos. Era inteligente. Sabía que negarse a responder preguntas justas ya era, en sí mismo, una información—. También tengo que pedirle permiso para hablar con los fámulos. Mi intención es limitar al máximo esas entrevistas. Pero, por ejemplo, ¿Gaya no estaba al cuidado de una niñera?
—Sí, hay una chica que la cuida. Puedes hablar con ella.
—Gracias. —Me debía de estar volviendo blando. No merecía la contención que yo estaba mostrando. Sin embargo, vi que esperaba mis malos modos. Me encantó poder sorprenderlo.
—¿Y cuáles son las preguntas a las que quieres que responda? —quiso saber el ex flamen con voz tensa.
Saqué mi tablilla de notas. Escribiría algo de vez en cuando para parecer competente aunque, básicamente, tendría la pluma en la mano y escucharía para demostrar mi tacto irreprochable.
—La investigación tiene que empezar con los datos de la desaparición de su nieta. Usted ha expresado sus reservas a dar la voz de alarma y a que las autoridades participen en la búsqueda. Dígame por qué, por favor.
—Porque no hay ninguna necesidad de ello. Hace poco ordené que Gaya Laelia no saliera nunca sola. —Después de visitarme a mí, supuse—. Si lo hubiese intentado, el portero le habría cerrado el paso.
Pero yo ya sabía que el portero se marchaba alegremente de su puesto de vigilancia.
—¿Fue ayer cuando notó que había desaparecido?
—Pregunta esos detalles a su madre.
—Muy bien. Mi hermana es amiga de Cecilia Paeta —recordé no meterla en problemas admitiendo que yo la había conocido cuando fue a visitar a Maya en secreto—. Sé que es una persona sensata. —Numentino me miró, molesto por el comentario. Entornó los ojos y vi que, como a casi todo el mundo, la sola mención de su nuera le ponía furioso. Me alegró haberla nombrado. Quería que supiese que yo valoraría a los testigos según mis propias impresiones—. Pasemos a considerar otras cuestiones más generales. Se ha pedido a los vigiles que peinen la ciudad por si Gaya ha sido secuestrada. Es un trabajo complejo pero lo harán lo mejor que puedan. —Intentaba hacerle ver que sería casi imposible encontrarla a menos que las cohortes tuvieran alguna pista—. Mi búsqueda empieza aquí. ¿Hay alguna razón para que la niña se oculte deliberadamente o se haya escapado de casa? ¿Era infeliz?
—No tenía ninguna razón para serlo.
—Sus padres no viven juntos. ¿La turbó la separación?
—Al principio, sí. —Me sorprendió que respondiera, pero supongo que ya sabía que se lo preguntaría—. Mi hijo se marchó de casa hace tres años. Gaya Laelia era aún muy pequeña. Ha aceptado la situación. —De más buena gana que el viejo, probablemente.
—Esa separación, ¿no provocó discusiones que más tarde hubieran podido dañarla? Aunque después tuvo que darse cuenta de que vivía en un hogar seguro y en el que era querida. —Numentino me miró con suspicacia, como si pensara que había ironía en mis palabras—. ¿Quiere contarme por qué se marchó de casa su hijo Laelio Escauro?
—No, porque no tiene nada que ver con este problema. —Después de aquello, ya no me atreví a preguntar sobre la posibilidad de que los padres de Gaya se divorciaran y mucho menos sobre la relación entre Escauro y su tía. Tendría que averiguarlo a través de otra persona.
—Así pues, Gaya aceptó lo ocurrido, siguió viviendo aquí con su madre y, a los tres años, su nombre entró en el sorteo de las vestales. ¿Tengo que entender que usted se opone a ello?
—Mi opinión no tiene ninguna importancia.
—Perdone. Simplemente me preguntaba si en el hogar ha habido algún tipo de enfado que haya provocado una reacción negativa en una niña sensible. —No se inmutó. Alzó de nuevo la barbilla como para advertirme que me había metido en terrenos que no quería que explorase—. Muy bien, pero tendrá que admitir que lo verdaderamente importante es la reacción de la propia Gaya Laelia ante su futuro como vestal. Si no le gustaba esa perspectiva, tal vez haya huido para evitarla, pero todo el mundo me ha dicho que estaba encantada con esa idea. Precisamente por eso creo que su desaparición se debe a un accidente infantil.
—Es una niña muy precavida —replicó. Ningún niño es precavido.
—Y muy inteligente —añadí, y no capté ni el más leve indicio de orgullo de abuelo. Si en casa hubiéramos hablado así de Julia Junila, tanto mi padre como el senador habrían soltado un buen discurso—. Como usted ya sabe, conocí a Gaya, lo cual me obliga inevitablemente a esta pregunta: ¿Por qué su nieta se puso en contacto con un informador para decirle que su familia intentaba matarla?
—Como no es cierto, no sé que motivos la llevaron a ello. —El viejo me miró con desdén.
—¿La castigó cuando descubrió que lo había hecho? —pregunté, intentando mantener la voz tranquila.
El ex flamen no habría querido responder, pero sabía que, si no lo hacía, lo harían los sirvientes.
—Se le explicó que se había equivocado.
—¿Le pegaron? —sugerí en tono desenfadado, normal.
—No. —Apretó los labios como si la mera idea le produjese aversión. Sin embargo, las vestales tenían que ser perfectas. Y como su madre quería que Gaya fuese elegida, se habría opuesto a que le pegasen aunque no se atreviera a discutir mucho más.
—¿La encerraron en su habitación?
—Durante muy poco tiempo. No tenía que haber salido de casa sin permiso.
—Cuando escapó, ¿dónde estaba su niñera?
—Encerrada en una despensa.
Numentino no expresó ninguna emoción, pero le permití que me viera sonreír ante la valentía y la iniciativa de Gaya antes de continuar en el mismo tono indiferente de antes.
—¿Era la misma despensa en donde fue recluida tras su desaparición?
—No.
—¿Quién puede contarme mejor lo que ocurrió?
—Habla con mi nuera.
—Gracias. —Había terminado con él, aunque era como si ni siquiera hubiese empezado. Él lo sabía y estaba muy satisfecho de sí mismo—. Si me lo permite, tendré que registrar esta habitación y así no tendré que molestarlo de nuevo. —Lo miré todo rápidamente: paredes planas, ningún arco tras unas cortinas, sólo muebles pequeños, aparte de un arcón—. ¿Puedo abrir el arcón?
—No está cerrado —respondió de malos modos.
Yo esperaba que se acercase a mirar, pero permaneció inmóvil como una piedra. Anduve unos pasos hasta el arcón de madera y levanté la tapa. Pesaba tanto que casi se me cayó, pero conseguí sujetarla. En su interior había pergaminos y bolsas de dinero. Dejé que el viejo me viera sacarlo todo para comprobar que no había ninguna niña escondida en el fondo y, luego, volví a ponerlo todo en su sitio, bajé la tapa con cuidado, asegurándome de no demostrar ningún interés por lo que había visto.
—Gracias, señor. —Sin embargo, el dinero propició otra pregunta—. Es posible, me temo, que Gaya Laelia haya sido secuestrada por algún elemento criminal para pedir un rescate. ¿Es considerada rica su familia?
—Vivimos de una manera muy sencilla y tranquila. —Numentino sólo había respondido a una parte de mi pregunta, pero no insistí más. Después de mi trabajo en el Censo, no me costaría mucho averiguar su situación financiera.
—Esta casa es muy grande. Quiero hacer un informe de cada habitación después de haberla registrado. Hace poco que viven aquí; ¿le dio el agente inmobiliario un plano del edificio?
—Sí, y ahora mandaré que lo traigan. —Dio una palmada y al instante apareció un esclavo a quien se le mandó que se presentara al mayordomo para que le diera el plano—. Este esclavo te acompañará mientras dure el registro.
Me iban a supervisar. Lo esperaba.
—Gracias. Esta casa, ¿es comprada o alquilada?
Pensaba que me diría que la había comprado, probablemente horrorizado de que alguien pensase que una familia como la suya tenía un casero. En cambio, respondió:
—Es alquilada.
—¿Con contrato indefinido? —Tenía que serlo; de otro modo no habría podido hacer las obras que se estaban realizando en el atrio.
El viejo asintió altivamente.
—Muchas gracias por su sinceridad. Espero que las preguntas no le hayan resultado demasiado dolorosas. Ahora hablaré con su nuera.
Volvió el esclavo y dijo que habían encontrado el plano que yo había pedido.
—Una última cosa, señor. Le presento mis condolencias por la muerte de su esposa. ¿Fue hace poco?
—La flaminia sufrió una trágica enfermedad que le sobrevino el pasado julio. —Laelio Numentino respondió con tanta rapidez que me sorprendió. Era la primera vez que me daba algo más que una respuesta mínima. ¿Amaba a su esposa? —No tienes que preocuparte en absoluto por eso. Su muerte fue repentina aunque no inesperada.
Lo que yo suponía. De todas formas, lo único que quería preguntarle era si Gaya estaba especialmente encariñada con su abuela y si la muerte de ésta podía haberla afectado, pero no lo hice y seguí al esclavo.
Tardé un rato en ser admitido a presencia de Cecilia Paeta. Empleé el tiempo mientras tanto en familiarizarme con la distribución de la casa; me fijé en la estancia donde había visto al ex flamen y, para no perder el tiempo mientras esperaba, estudié un par de salas más. Eran salones de recibir de tamaño mediano, muy poco amueblados y, probablemente, nunca utilizados. Dado que la familia llevaba allí ya casi un año, me sorprendieron los escasos progresos que había realizado para instalarse de forma más definitiva. ¿Les faltaba práctica, o todos se mostraban reacios a afrontar el hecho de que iban a quedarse?
La flaminia, o residencia oficial en el Palatinado, estaba amueblada con objetos de propiedad oficial. Yo me había dado cuenta ya de que cuanto poseía la familia era antiguo y de calidad (piezas de herencia familiar, sin duda), pero no abundaban estas joyas. Como muchas familias de clase alta, ésta parecía tener dinero, pero menos efectivo del que necesitaba. Eso, o que cuando habían necesitado proveerse de enseres se habían visto en apuros para encontrar tiempo e ir de compras.