Pero su aspecto se contradecía con su carácter encogido y tímido. Por su condición de bárbara, era una nulidad. No necesitaba presenciar sus intentos de supervisar a la pequeña Gaya para darme cuenta de que cualquier chiquilla de seis años con un poco de genio podía llevar de cabeza a aquella belleza. Encerrarla en la despensa era un castigo demasiado extremo; para mí que Gaya podría haber ordenado a la niñera que se quedara sentada sobre un cardo sin moverse durante seis horas y la muchacha estaría demasiado aterrorizada como para desobedecer.
—¡Yo no sé nada!
Cuando abrió la boca, habló con un acento que los niños de mi familia habrían imitado alegremente durante semanas, provocando un coro de risas histéricas en cada ocasión. Incluso sin público, Gaya debía de realizar ante ella alguna cruel imitación. Y, con ello, reducía a la muchacha a un guiñapo sollozante.
Alguien la había maltratado. Aprecié en ella algunas contusiones recientes. Por su llamativa distribución, imaginé que tras la desaparición de Gaya el día anterior, varias personas habían intentado obligar a la muchacha a responder a sus preguntas y, al no obtener respuestas, cada una de ellas había recurrido al castigo. Ahora la niñera pensaba que la habían conducido allí para que también yo le pusiera la mano encima.
—Siéntate en ese arcón.
La muchacha tardó en convencerse de que se lo decía a ella. Tal vez era la primera ocasión en que tomaba asiento delante de un ciudadano libre. Pero no me hice ilusiones; probablemente la muchacha me despreciaba por no saber estar en mi lugar.
Estábamos todavía en lo que llamaríamos el cuarto de invitados. Me ocupé de mirar bajo la cama e incluso de separar ésta de la pared y echar un vistazo a la pelusa acumulada detrás.
—Busco a Gaya. Puede haberle sucedido algo muy malo y debemos encontrarla cuanto antes. ¿Me has entendido? —Bajé el tono de voz—: Si respondes a mis preguntas enseguida y eres sincera, no te azotaré.
La niñera me miró con aire hosco. La sinceridad que pudiera tener de natural hacía mucho que le había sido arrancada a fuerza de palos. Como testigo, no servía. Y como niñera, tampoco, en mi opinión.
De todos modos, ¿qué sabía yo? Mi hijita no había tenido nunca una niñera y, tal como íbamos desenvolviéndonos, nunca experimentaría la inquietud de tener que escoger, aleccionar y, sin duda, despedir finalmente a alguien que ayudara a Julia. Una extranjera mal preparada, inmadura y desinteresada, para quien nuestro bebé representara una mocosa romana, brusca y malcriada por sus padres romanos, igualmente bruscos y malcriados, a todos los cuales la Fortuna había salvado de la esclavitud y del sufrimiento por razones nada evidentes…, salvo la hipotética niñera que se considerara, gracias a la Fortuna, tan buena como nosotros. Como bien podría ser su caso si también estaba en manos de la Fortuna.
—Bien. —Me senté en el borde de la cama y clavé la vista en la muchacha—. ¿Cómo te llamas?
—Atiné.
Suspiré largamente. ¿Quién hace estas cosas? Costaba de imaginar un nombre menos apropiado para la niñera.
—Tú cuidas de Gaya. ¿Te gusta hacerlo? —La respuesta fue una mirada ceñuda—. ¿Te agrada Gaya?
—No.
—¿La niña tiene permiso para pegarte como hacen los mayores?
—No.
Bien, ya era algo.
—Pero el otro día te encerró en la despensa, según he oído. —Silencio—. Me da la impresión de que a esa niña la tratan aquí como si fuera una reina. Supongo que así no hay manera de que se porte bien, ¿verdad? —No hubo respuesta—. Bien. Escucha, pues, Atiné. Estás metida en un lío muy grave. Si Gaya Laelia ha sufrido algún daño, tú, que eres la niñera, serás la primera sospechosa. En Roma se aplica la ley de que si un ciudadano libre muere en circunstancias sospechosas, todos los esclavos de la casa son pasados a degüello. Tendrás que convencerme de que no le has causado ningún mal. Será mejor que demuestres que quieres ver rescatada a la pequeña de cualquier problema en el que se haya metido.
—No está muerta, ¿verdad? —Atiné parecía sinceramente horrorizada—. Sólo se ha escapado otra vez.
—¿Otra vez? ¿Te refieres al día aquel que te dejó encerrada? —Esta vez asintió con la cabeza—. Ese día Gaya fue a verme a mí y, cuando terminamos, la envié de nuevo a casa. ¿Te ha insinuado en alguna ocasión que quería escaparse para no volver?
—No.
—¿Confía en ti?
—Es una niña muy reservada.
Pero la Gaya que yo había conocido hablaba con rotundidad y soltura; sin duda, estaba acostumbrada a conversar y debía de hacerlo con alguien.
Miré a la muchacha y, de improviso, le pregunté si creía que alguien de la familia quería matar a Gaya.
Se quedó boquiabierta. No era una visión muy atractiva. La idea era absolutamente nueva para Atiné. Allí todo el mundo guardaba bien sus secretos. No era de extrañar. Se ocupaban de los rituales y de los misterios. Para mí, la religión no tenía nada que ver en todo aquello. Los rituales extravagantes de los cultos antiguos, donde sólo el favorecido por los dioses podía comunicarse con ellos, tienen que ver con el poder en este mundo. Y resulta fácil extender el mismo sistema dentro de la familia. En ésta el cabeza de familia es el sacerdote principal. Por fortuna, no se espera que todos llevemos casquetes de madera de olivo con tocados y orejeras. Antes de llevar este atuendo, preferiría emigrar a un campo de legumbres de la Capadocia.
Atiné ignoraba, realmente, que Gaya temía que la mataran. La niña había confiado en mí, un absoluto desconocido, pero sabía que no debía arriesgarse a contárselo a su niñera. Y se me ocurría una razón para ello: que la niñera respondía ante su familia.
Es rotundamente falso que los esclavos siempre conozcan los oscuros secretos de la casa en la que habitan. Saben más de la cuenta, es cierto, pero nunca lo saben todo. Un propietario de esclavos que sepa tratarlos les comentará confidencias de forma selectiva: uno tiene que difundir los escándalos que son simplemente embarazosos, como el adulterio y la quiebra y la vez aquella en que la abuela se orinó encima en el mejor comedor de la casa, pero debe mantener absoluto silencio acerca de la acusación de traición pendiente de juicio de los tres hijos ilegítimos y de cuánto vale uno realmente.
—Bien, Atiné; háblame de ayer.
A base de sonsacarle, la niñera me explicó la misma historia que había oído de boca de Cecilia respecto a lo que había hecho Gaya durante la mañana: desayunó con la familia, se entretuvo un rato tejiendo y, después, salió a jugar a uno de los patios de la casa.
—Así pues, ¿cuándo te convenciste de que se había perdido? —Atiné me dirigió una mirada de recelo—. No importa cuándo te decidiste a informar. —Había visto aquella mirada cien veces. Con frecuencia, los mentirosos se delatan así; es casi como si le suplicaran o lo retaran a uno a descubrir la verdadera historia—. No intentes confundirme. ¿Cuándo te diste cuenta por primera vez de lo que estaba sucediendo?
—Casi a la hora del almuerzo.
—O sea, lo sabías por anticipado, ¿no?
—Sí —reconoció la chica en tono hosco.
—¿Por qué le dijiste a la madre de Gaya que la niña había decidido tomar el almuerzo a solas?
—¡Porque lo hace a menudo!
—Sí, pero esta vez sabías que no podrías encontrarla. Deberías haber dicho la verdad. ¿Por qué mentiste? ¿Tenías miedo?
Atiné no contestó. Yo la comprendía, pero su conducta había sido ilógica y peligrosa.
—¿Por qué, crees tú, a Gaya le gusta almorzar sola?
—Para estar lejos de ellos —refunfuñó la niñera. Era su primer asomo de sinceridad—. Yo pensaba que se había ocultado en alguna parte. Imaginaba que volvería a aparecer.
—¿Gaya es capaz de esconderse para crearte un problema?
—Nunca ha hecho una cosa así —reconoció la niñera a regañadientes.
—Yo sé que no era feliz —declaré—. ¿Alguien ha sido cruel con Gaya? Dime la verdad. No le contaré a nadie lo que me digas.
—Cruel, no. Pero tal vez severo, sí.
—¿La castigan cuando se porta mal?
—Si se lo merece, sí.
—¿Como ese día que te encerró en la despensa y cogió el palanquín?
—No debería haberlo hecho. Debería haber sabido que iba a causar un auténtico ciclón en la casa.
—¿Qué sucedió cuando volvió a casa?
—La esperaba el viejo para echarle un buen sermón.
—¿Algo más?
—La mandaron a la cama sin cenar. Después, me encargaron que me pegara a ella todo el día, y que, por la noche, durmiese en su habitación. Cuando intenté esto último, se puso a chillarme de tal manera que preparé una cama fuera, a la puerta de la estancia, y allí dormí.
—¿Y no le dieron una buena zurra?
Atiné me miró con sorpresa.
—Nadie da nunca el menor cachete a la niña. Nunca.
—¿Y tú?
—¡No! Me darían una paliza si lo hiciera.
—Entonces, te resultaba problemático controlarla, ¿no es eso?
Una vez más, la muchacha admitió a regañadientes que las cosas no estaban tan mal como yo había supuesto:
—Normalmente, no —respondió con una sonrisa apagada—. Aquí todo el mundo hace lo que se le dice. Si Gaya se hubiera pasado conmigo, el viejo la habría llamado para decirle que aquel comportamiento era impropio en alguien de su posición. «¡Siempre se espera de nosotros lo mejor, Gaya!», le habría dicho.
—De modo que Numentino gobierna a pura fuerza de personalidad, ¿no? —La muchacha no me comprendió—. Si a ti te tocaba estar pegada a Gaya continuamente, ¿por qué estaba jugando a solas en el jardín ayer por la mañana?
—Yo tenía otras cosas que hacer. Su madre vino y me dijo que podía dejar a la niña que se entretuviera sola durante un rato. Luego tuve que ayudar a otra de las chicas en un trabajo que estaba haciendo.
—¿Qué trabajo?
—No recuerdo… —Atiné no concretó más.
—¡Hum! Y cuando volviste a buscar a Gaya, no había ni rastro de ella, ¿verdad? Pero al principio no se lo dijiste a nadie.
—No tardé mucho. Pensé que Gaya tendría hambre. Fui a mirar en la cocina para que, cuando llegara y pidiera algo que comer, yo pudiera llevarle algún bocado.
—¿Podría haber estado en la cocina antes de que tú pasaras por allí?
—No. Pregunté a la gente de la dependencia. La habían echado de allí por la fuerza cuando se puso pesada pidiendo que le llenaran de agua la jarra con la que estaba jugando. Al final, a mí también me echaron y tuve que acudir a su madre y contarle lo que sucedía.
—¿Se organizó la búsqueda de la muchacha?
—Sí, desde luego. Y no han parado de buscar… al menos, hasta el momento de tu llegada. El emperador habló con el viejo y, a continuación, todos recibimos orden de dejar de buscar. Nos informaron de que venías y de que todo debía parecer tranquilo.
—No sé por qué. No hay nada de qué avergonzarse en mostrar una gran preocupación por la pérdida de una chiquilla de esa edad. Si se hubiera tratado de mi hija y el propio Vespasiano se hubiera presentado en mi casa, le habría pedido que se sumara al grupo de buscadores.
—¡Eres muy descarado!
Dirigí una breve sonrisa a la muchacha:
—¡Eso es lo que él dice!
Me pareció que ya no iba a sacar mucho más de aquel lío y, a continuación, hice que me llevara fuera, al patio donde Gaya solía jugar.
Una bandada de gorriones emprendió el vuelo cuando aparecimos. Aquello apuntaba a que no había presencia humana en el lugar hasta aquel momento.
Nos hallábamos en un peristilo interior, rodeado por los cuatro costados por columnas esbeltas que formaban un claustro umbrío. Unos canales de agua incrementaban el efecto refrescante de la arquitectura. Gracias a los planos, esta vez sabía que, por casualidad, había entrado en la casa por una puerta secundaria, uno de los tres accesos (dos puertas y una escalera corta) situados en diferentes calles del bloque. Como cabía esperar en una casa de aquella calidad, utilizada por gente que se consideraba superior, los propietarios ocupaban su propia ínsula.
La entrada principal estaba fuera de servicio en aquellos momentos, debido a unas obras que se estaban llevando a cabo en el edificio. No la estaban remodelando, pero los albañiles habían utilizado las pequeñas dependencias contiguas a la puerta como almacenes para herramientas y materiales, que rebosaban hasta invadir el pasillo, al que habían bloqueado por completo con escaleras y caballetes que de momento no usaban. Me asombró que Numentino soportara aquel desbarajuste, pues equivalía a demostrar que el poder de la industria de la construcción eclipsaba cualquier cosa que la religión organizada hubiera inventado jamás. En otra época de su vida, el viejo había sido representante de Júpiter, pero, en su nueva situación, unos cuantos vulgares peones podían marearlo sin hacer el menor caso de sus atronadoras voces furibundas.
De haber estado en uso la entrada principal, habríamos tenido una buena panorámica desde la puerta, atravesando el atrio, hasta alcanzar un rincón de la vegetación del jardín; una panorámica que daría a entender el gusto exquisito de sus ocupantes y la extraordinaria cantidad de dinero que poseían (o que debían).
El peristilo tenía una disposición clásica. Las columnas que lo rodeaban eran de piedra tallada con delicados motivos decorativos en espiral. El espacio interior contenía arbustos de boj podados en forma de obeliscos y peanas vacías que, según me contaron, iban a sostener bustos esculpidos de miembros de la familia. Un seto central circular rodeaba la piscina, vacía hasta el punto de que se apreciaba el recubrimiento de mosaico azul en cuyo centro aparecía reclinado un dios del océano, con unas greñas de algas deshilachadas, en una fuente que en aquel momento estaba silenciosa debido a los trabajos de drenaje. Una futura virgen vestal no tenía muchos alicientes para jugar en aquel estanque seco.
—¿Dónde están los albañiles? —pregunté a Atiné—. No parece que tengan mucha prisa en terminar. ¿Tenéis aquí a Glauco y a Cota?
—¿A quién dices? Los obreros recibieron órdenes de no presentarse hoy, porque venías tú.
—Qué estupidez. Podrían haberme ayudado a buscar. Los albañiles siempre encuentran excusas para hacer cosas que no están en sus contratos. ¿Estaban aquí ayer por la mañana?
—Sí.
—¿Se le ocurrió a alguien preguntarles si habían visto algo?
—Sí, el pomonalis los interrogó al respecto.
Por lo menos, alguien había mostrado cierta iniciativa. Él sería el siguiente en mi lista de entrevistados.