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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (32 page)

BOOK: Una virgen de más
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—¿Dijeron algo?

—No —respondió la niñera. Me pareció que estaba algo nerviosa. ¡Dioses!, seguro que se había dedicado a mirar a los obreros.

Salí al jardín. Había señales de haber estado descuidado durante un tiempo, pero que había florecido recientemente con un tratamiento de urgencia. Los árboles más que podados parecían talados después de haberse agostado. Vi muestras de que los senderos habían sido reparados y un muro bajo tenía repellos recientes de cemento y marcas de la hiedra que habían arrancado de él. Recordé que los flámines tenían prohibida la visión de la hiedra. Estúpido anciano; ahora podía disfrutar de ella y ver cómo se enredaba en torno a las estatuas y las celosías. De todos modos, la hiedra había estropeado la obra del muro, por lo que la prohibición tal vez tenía cierto sentido.

Un jardinero amante de su oficio se había preocupado de plantar flores. El aire tenía el perfume de verbena y alhelí. Acantos y laureles como adornos de estatuas proporcionaban un aire más serio y unos tiestos de helechos y de violetas recién plantados salpicaban el patio, goteando el agua de riego.

—¿De dónde viene el agua? —La niñera respondió de forma bastante inconcreta y, como no tenía tiempo para remilgos, lo adiviné yo solo—. Del tejado pasa a grandes aljibes…

En verano, ese sistema no resultaría suficiente. Eché un vistazo en torno al estanque y a la fuente y descubrí un tubo de plomo que llevaba a una cisterna elevada. Un sistema tosco. Aunque el rumor del agua resultara agradable, debía de proporcionar un chorrito muy tenue a la fuente y la cisterna debía de necesitar una aportación suplementaria continuamente. En aquel momento estaba vacía y me encaramé a una pared para inspeccionar el contenido y estudié el fondo antes de que la mano me resbalara y yo cayera hecho un ovillo. Para rellenar el aljibe debían de volcar cubos y ánforas desde una escalera.

—¿Cómo traen el agua hasta aquí? —pregunté.

—En cubos. La traen de la cocina.

Estudié la ruta marcada en el plano. Un estrecho pasillo con una vuelta conducía desde una esquina hasta la zona de servicio. Aquello debía de llevar locos a los criados. (Comprendía su irritación cuando a sus preocupaciones normales se añadían las súplicas de Gaya para que jugaran con ella a las vestales.) Rellenar la cisterna del jardín debía de ser también un trabajo mortal para los porteadores. Me daba la impresión de que, si bien los albañiles habían sido contratados para establecer una conexión directa entre el aljibe y el estanque, habían dejado de trabajar una vez vaciado éste. Era típico en ellos.

—¿Y cómo llega el agua a la casa? ¿De dónde procede el suministro?

La niñera no tenía la menor idea, pero el esclavo que me acompañaba a todas partes abrió la boca por fin para decirme que la casa estaba conectada a un acueducto. Con el Aqua Appia o con el Aqua Marcia, debía de ser.

—Algunas partes de la casa parecen muy antiguas. ¿Alguien sabe cómo llegaba el agua antes de la construcción del acueducto?

El esclavo me ayudó otra vez:

—Los constructores encontraron un viejo pozo cerca de la cocina, pero estaba cegado.

—¿Del todo? Los pozos me ponen nervioso; ¿se puede acceder a él?

—No, es muy seguro. Está bien relleno hasta el nivel del suelo.

—¿Y es el único? —pregunté. El esclavo se encogió de hombros—. Está bien. Y, por cierto, ¿dónde anduvo jugando Gaya, ayer?

—Junto al estanque.

Me dio la impresión de que el estanque seco no significaba una alternativa muy atractiva a la fuente Egeria. Además, los albañiles debían de haber estado presentes allí. Las chiquillas solitarias no suelen entretenerse con juegos imaginarios mientras unos hombres con túnica corta, de voz áspera y opiniones roncas iban y venían con capazos de cemento. Y, si lo pensaba aún mejor, a los obreros no les gusta tener a una chiquilla de seis años estorbándoles mientras trabajan.

Los gorriones habían vuelto. Habían descubierto una buena provisión de migajas de pan junto a un banco blanco, pulido, con una mesa de mármol, ambos con esfinges por patas, que habría sido el lugar lógico para que los obreros pusieran sus fiambreras para acceder a ellas cómodamente. Como sospechaba, descubrí dos odres de vino vacíos, escondidos cuidadosamente tras una de las patas del banco porque los tipos no se preocupaban de llevárselos una vez apurados. Los gorriones se movían a saltitos en torno al estanque seco y me miraban como si me preguntaran dónde estaba su agua de beber y de bañarse.

—Realmente nunca habría dicho que una chiquilla se sentiría feliz jugando aquí.

El esclavo que me escoltaba intervino de nuevo:

—Gaya siempre anda por ahí… —Me condujo hacia uno de los pasillos de columnas. Adosada al muro de la casa había una capillita. Al parecer, Gaya jugaba a que aquél era el templo de las vestales. Allí rociaba con agua las paredes, cuidaba un fuego imaginario y fingía que cocinaba unos pastelillos salados. Descubrí un puñado de varitas, atadas juntas meticulosamente con unas hebras de lana hasta darles forma de escoba, que Gaya debía de usar cuando imaginaba que limpiaba el templo a imitación de los ritos diarios de las vestales.

—¿Y le dejan los ingredientes para los falsos pastelillos salados?

—No. Al flamen no le gusta.

¡Vaya sorpresa! Me puse en cuclillas delante de la capilla. Una cortina de celosía y un seto de adelfas me ocultaban casi todo el resto del jardín. A menos que la niñera estuviera siempre muy cerca de ella, Gaya podía fácilmente haber dejado de jugar para escabullirse sin ser vista.

Me incorporé. Sin hacer caso de la presencia de los dos esclavos, me dirigí a la salida más próxima del pasillo. Crucé salones y antecámaras carentes de mobiliario. Aquélla era la parte menos usada de la casa. Era la parte que preferiría una niña. Un rincón privado, donde nadie la observara. Con la atmósfera, siempre atractiva, de un lugar donde se suponía que nadie entraba sin permiso. Pero no había rastro de Gaya.

Continué mi recorrido.

En el plano, tres lados de la casa daban a otras tantas calles. En ellas había tiendas y almacenes que se alquilaban a artesanos; más tarde comprobaría si todos los locales estaban completamente separados, sin ningún acceso desde la casa, aunque estaba seguro de que el ex flamen habría insistido en ello. El cuarto lado no figuraba en el plano, aunque la casa se extendía ligeramente en dos pequeñas alas.

Tal como pensaba: entre ambas alas había una zona rectangular al aire libre. Era mayor de lo que aparecía en el plano.

—¡Podrías haberme dicho que había otro jardín!

—Gaya no tiene permiso para entrar ahí —protestó la niñera con voz hosca.

—¿Y estás segura de que obedece?

Allí también estaban en obras. Antes de que los Laelios tomaran posesión de la casa, aquella parte debió de ser terreno baldío. Probablemente había sido después un huerto con bancales cuadrados donde se cultivarían verduras para la casa. Desatendido durante años, el perejil gigante y el espárrago silvestre se reproducían espontáneamente. Ciertas partes habían sido desbrozadas y había una arada, mientras que otras zonas del jardín todavía estaban llenas de malas hierbas. Toda la zona central debía de quedar en penumbra gracias a una compleja serie de pérgolas que sostenían viejas parras.

Entonces me topé con un desastre.

—¡Oh, Júpiter, qué manera de podar!

Las parras habían sido podadas a apenas un palmo del suelo. Era increíble. Entre los restos, observé que las plantas habían sido, hacía poco, unos ejemplares trepadores sanos y vigorosos, una vez quedaban bien dirigidos. Entre las hojas de un verde brillante se habían formado ya nuevos pámpanos. En cualquier caso, era demasiado tarde para andar podando de nuevo las parras y toda la cosecha del huerto se había perdido ya. Por todas partes se apilaban montones de vegetación mustia o seca. Para mí, que procedía de una familia de campesinos, aquello resultaba descorazonador. Avancé un paso hacia aquella profanación y no pude continuar adelante.

Mi mente corría a dos velocidades distintas. Los Laelios tendrían que facilitarme esclavos para que me ayudaran. Habría que levantar todos los cascotes, y dispersar los montones para que volvieran a la tierra y las ramas liadas, desenmarañadas. Pero haber destrozado aquellas parras era imperdonable.

—¿Eso fue orden de Numentino? —al percibir mi irritación, los esclavos se limitaron a asentir—. ¡Dioses excelsos!

—El flamen no puede pasar bajo un emparrado.

—¡Ahora, sí! Dejó de ser flamen dialis el año pasado…

Me obligué a contener la ira y regresé a la casa, de momento.

XXXVI

Estatilia Laelia y Ariminio Módulo, la hija del ex flamen y su esposo, el pomonalis, estaban juntos cuando fui a verlos.

Al llegar a su presencia, ya había conseguido controlar mi respiración, agitada y furiosa. La pareja estaba sentada en un diván, demasiado estirados como para que resultara natural. Tenían un aspecto relajado. Es decir, tan relajado como si los dos acabaran de tomar un caldo caliente y no tuvieran agua para enfriar sus bocas escaldadas. De haber estado seguro de que se había cometido un crimen, los habría considerado sospechosos desde el primer momento.

A Ariminio sólo lo había visto de espaldas cuando se presentó en la plaza de la Fuente, pero reconocí su voz, que fingía sostener una conversación distendida; al instante, me asaltó de nuevo el sonido discordante de aquellas vocales ligeramente toscas que había oído en mi piso. Cara a cara, resultó ser un tipo vulgar con unas cejas bastante rectas y descuidadas y con un lunar cerca de la nariz. En esta ocasión no llevaba el casquete puntiagudo de flamen; por lo menos, sabía ser normal cuando estaba en casa.

Para mi sorpresa, a quien sí reconocí fue a su esposa: era la mujer que había visto brevemente en el atrio la primera vez que me presenté en la casa con Maya, a la que recogió una comitiva de esclavas y fue alejada de mí antes de que pudiera hablar con ella. En esta ocasión, las esclavas andaban por allí también. Se arracimaban en torno a ella en actitud protectora incluso cuando su marido estaba presente para ocuparse de ella. Tal vez era una de esas mujeres nerviosas… (¿Nerviosa? ¿Por qué razón?) ¿O acaso las hijas de un flamen solían rodearse de una feroz guardia de corps contra la proximidad de cualquier hombre?

Estatilia Laelia guardaba poco parecido con su hermano, Escauro, excepto en los modales. Tenía la misma expresión vaga de quien nada lo emociona demasiado y nunca se esfuerza por ninguna causa. Estaba sentada con una pierna cruzada sobre la otra y no cambió de postura. Llevaba un vestido blanco sin adornos: ni trenzas, ni joyas. Tenía los cabellos recogidos en la nuca, sencillamente; para ser sinceros, no lo llevaba muy aseado pero no paraba de enroscarse unos mechones en torno a los dedos y de llevárselos cerca de la boca. El labio inferior tendía a abrirse ligeramente y, cuando lo cerraba con fuerza, su boca se convertía en un botoncito fruncido.

—Gracias a los dos por recibirme. Espero no molestaros mucho. —En esta ocasión, los formulismos hipócritas me salían solos. Me asombré de mí mismo—. He conseguido reconstruir los movimientos de Gaya hasta que, supuestamente, se coló en el jardín del peristilo para jugar. Creo que su madre la vio allí y dijo que podían dejarla sola, de modo que hasta ahí todo parece claro. ¿Podría ayudarme alguno de vosotros respecto a lo que sucedió después?

Los dos movieron la cabeza al unísono, negándome en ese gesto la ayuda que les pedía.

—Yo estaba fuera, atendiendo unos negocios —dijo Ariminio, distanciándose del asunto impertérrito—. Y tú no viste a Gaya después del desayuno, ¿verdad, querida?

Laelia movió la cabeza y continuó jugando con sus cabellos.

El apelativo cariñoso sonó un tanto forzado. Me pregunté cómo sería realmente la relación entre ellos. Laelia parecía una mujer sin empuje, pero yo nunca me dejaba engañar por tales parejas. Probablemente se pasaban el tiempo liados en la cama. Que no tuvieran hijos no significaba nada. Yo sabía que era por propia voluntad. Además del repulsivo frasco de gomina de azafrán que tenían en la alcoba, vi allí otro frasco del inconfundible anticonceptivo de cera de alumbre que utilizábamos Helena y yo. Estaba casi vacío, pero al lado había otro recipiente idéntico, sellado con una capa de cera clara. No tenían la menor intención de quedarse sin producto.

—Gracias. —Decidí tratar a Ariminio como un contacto sensato con el cual podía compartir mis pensamientos—. Verás, no creo que Gaya se quedara en el peristilo. En cualquier caso, no está allí; no hay dónde esconderse. Detrás de la casa hay una zona de terreno inculto que necesito batir. ¿Puedes prestarme unos esclavos vigorosos para levantar los montones de hierbas y forraje que hay allí?

—¡Oh, Gaya no se metería ahí por nada del mundo! —dijo Laelia con un gorjeo.

—Tal vez no. Tengo que mirar para estar seguro.

—Podemos proporcionarte toda la ayuda que necesites. El asunto no tiene buen aspecto, ¿verdad? —preguntó Ariminio, y me escrutó con la mirada—. Dinos la verdad, Falco. Crees que puede estar… —no se atrevió a terminar la frase.

—Tienes razón. La situación es desesperada. Cuando una niña desaparece un día y una noche seguidos, se doblan las posibilidades de que no la encontremos con vida.

—Rondaría por toda la casa —me dijo Ariminio con voz grave y enérgica. Estaba saltándose claramente el deseo de Numentino de mantener la discreción. Laelia no protestó pero se encogió tras la sombra de su marido sin rechistar. Mientras que la madre de Gaya se había dejado llevar, al menos, por el miedo a que le hubiese sucedido algo a su hija, Laelia obedecía las órdenes familiares de guardar silencio, aunque me observaba con detenimiento. Noté algo casi malicioso en su manera de hacerlo. Sentía curiosidad por conocer qué descubría y, al mismo tiempo, su sonrisa desagradable daba a entender que esperaba ver cómo se frustraban mis esfuerzos.

—Imagino lo que sería vivir en el Palatino con una niña aventurera —comenté a Ariminio.

—Por lo menos aquí la casa está bastante cerrada. Tres de los lados dan a la calle pero tienen las puertas y ventanas bien atrancadas y la zona que decías, en la parte de atrás del edificio, está rodeada de un muro alto.

—Pero es cosa sabida que Gaya ya se ha escapado una vez. ¿Acaso la niñera descuida sus deberes? —sugerí.

El pomonalis suspiró antes de responder:

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