Read Una virgen de más Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (36 page)

BOOK: Una virgen de más
2.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Empezaba a preguntarme si Berenice conocía el latín. Sin embargo, aquella era la mujer que, cuando compartía el trono del reino de Judea junto con su incestuoso hermano, había elevado en cierta ocasión una voluble protesta contra el comportamiento bárbaro de un gobernador romano de Jerusalén. Berenice era una oradora intrépida capaz de pedir clemencia para su pueblo descalzo, pese a que con ello ponía en peligro su vida. La reina nunca se reprimía de hablar cuando le venía en gana.

Y en aquel momento decidió hacerlo. Con gesto estudiado, olvidándose de Tito por un momento, dio la impresión de desoír sus instrucciones de mantener la boca cerrada:

—La niña estaba bastante callada. Cuando, al parecer, me hube ganado su confianza, exclamó de improviso: «¡Por favor, deja que me quede aquí! ¡En mi casa hay alguien que no está en sus cabales y quiere matarme!». Aquello me alarmó. Pensé que era la niña la que debía de estar chiflada. Al momento, se acercaron unas esclavas y se la llevaron.

En honor de la reina debo decir que, al recordar el incidente, la vi turbada.

—¿Alguien investigó lo que decía? —pregunté.

—¡Por todos los dioses, Falco! —exclamó Tito—. ¿Quién iba a creerla? ¡Procede de una familia muy distinguida!

—¡Ah, está muy bien, pues! —le repliqué, cáustico.

—Cometimos un error —reconoció él.

Tuve que aceptarlo, ya que a mí me había sucedido lo mismo.

—Gaya también habló ese día, y creo que en otra ocasión posterior, con la vestal Constanza —le dije—. ¿Sería posible que me concertaras oficialmente una entrevista con ella?

Tito apretó los labios.

—Es preferible que tal encuentro no se produzca, no vaya a ser que demos una falsa impresión. No conviene que haya el menor indicio de una relación especial entre las vestales y alguna de las niñas en particular. No nos interesa en absoluto comprometer la limpieza del sorteo.

Este argumento me convenció. Ya no tenía ninguna duda: el sorteo no sólo estaba comprometido; estaba amañado a fondo.

—Con la misteriosa desaparición de Gaya Laelia, la recepción ha tenido consecuencias infortunadas e imprevistas —comentó Tito. Gracias a la comida, me sentía nuevo; de todos modos, estaba tan cansado que debía de parecer muy lento—. Ha sido la comidilla de las malas lenguas.

Con retraso, capté el sentido de la frase.

—No pretenderán vincular a la reina con la desaparición de una niña a la que sólo había visto una vez, y en una ocasión protocolaria, ¿verdad?

Apenas hube dicho aquello, comprendí lo difícil de la situación. La calumnia no necesita ser creíble. El chismorreo siempre se disfruta más si parece probable que sea falso.

Berenice era judía y corría la voz de que Tito le había prometido el matrimonio. Incluso era posible que lo hubieran contraído ya, aunque el padre del muchacho no iba a permitírselo jamás. Desde Cleopatra, los romanos vivían horrorizados ante la posibilidad de que alguna extranjera robara el corazón de sus generales y subvirtiera la paz y la prosperidad de Roma.

Tito habló con aspereza:

—¡Memeces!

Tal vez, pero la acusación de que Berenice era una asesina de niños, o secuestradora de vírgenes vestales, no era más que ese tipo de rumores ridículos que cualquier estúpido aceptaría creer.

—Falco, quiero que esa niña aparezca.

Durante unos segundos sentí lástima de ellos. La mujer tenía que volver a casa, sí, pero tenía que hacerlo por las debidas razones, no por algún plan ruin concebido por los opositores políticos. Al contrario, los Flavios tenían que demostrar que comprendían lo que precisaba Roma y que, si había de convertirse en emperador algún día, Tito era lo bastante hombre como para afrontar sus responsabilidades.

Para aligerar la atmósfera, comenté con gentileza: —Si encuentro a Gaya sana y salva, y si es demasiado tarde para el sorteo, sólo tengo una petición que hacer: que se encargue otro de explicarle a la niña llorosa que no será una de las vírgenes vestales.

Tito se relajó y atronó la sala con una carcajada contagiosa.

Helena, que había estado probando los canapés mientras yo hablaba, se puso de pie de pronto y tiró de mí. El protocolo señalaba que los visitantes deben esperar a que la realeza autorice su retirada, pero Helena no se preocupó de seguirlo. Hasta que me ascendieron al rango medio, a mí también me había traído sin cuidado…, de modo que llevé la mano atrás descaradamente para coger otro aperitivo de langosta.

—Necesita descansar —dijo mi amada a Tito.

El joven César se levantó, se acercó y me tomó de la mano. Tuvo la suerte de no coger la que apestaba.

—Te estoy sumamente agradecido, Falco.

El único beneficio de mi nuevo rango era que todos mis clientes me trataban con absoluta corrección. Lo cual no significaba que se apresuraran a liquidarme las minutas (cuando lo hacían).

Tras despedirse de mí, Tito tomó la mano de Helena.

—Me alegro de haberte visto aquí esta noche —le dijo en voz baja. Helena se mostró algo nerviosa, aunque no tanto como me sentía yo—. Quiero que le expliques algo a tu hermano discretamente.

—¿A Eliano?

—Ha solicitado el ingreso en la hermandad de los arvales. Mira, hazle saber que los hermanos no tienen nada personal contra él. Está bien cualificado. Pero tendrá que transcurrir un período de reajuste después de la desafortunada fuga de tu tío.

—¡Oh, entiendo! —replicó Helena con un tono de voz extraño en ella—. ¿Te refieres a ese desdichado de mi tío Publio?

Se refería al hermano del senador, que hacía algún tiempo había cometido el error de conspirar para desestabilizar el Imperio y para destronar a Vespasiano. El mal aconsejado tío Publio ya no era ninguna amenaza. Ya no estaba. Su cuerpo se pudría en el gran sumidero. Yo lo sabía muy bien; lo había arrojado allí con mis propias manos.

—Ya ves a qué me refiero —apuntó Tito, esperando con impaciencia la respuesta de Helena.

—Sí, ya veo. —Con un gesto frío, volvió la cara y ofreció la mejilla para que Tito César la besara, lo cual hizo éste resueltamente. Y antes de que pudiera detenerla, ella se inclinó hacia él como una antigua amiga de la infancia que estuviera a punto de devolverle el beso. Pero, en lugar de ello, añadió en un susurro—: De eso hace cuatro años. Mi tío ha muerto. La conspiración fue desbaratada por completo y no ha habido nunca la menor duda acerca de la lealtad de mi padre y de mis hermanos. ¡Lo que veo es una excusa carente de argumentos!

Tito volvió junto a su deslumbradora dama y fingió tomarse todo aquello a broma.

—¡Qué pareja tan excepcional! —Berenice dio la impresión de pensar lo mismo, aunque no por las mismas razones—. Los quiero muchísimo a los dos —proclamó Tito.

Tomé de la mano a Helena y la enganché del brazo, tirando de ella y manteniéndola pegada a mí. Agradecí a Tito la confianza que depositaba en nosotros y me llevé a mi desafiante compañera.

Estaba terriblemente molesta. Me había dado cuenta de ello antes de que respondiera. Tito, por supuesto, no tenía ni idea. Helena me hablaría del asunto, aunque dejaría pasar unos días probablemente. Cuando al fin abriera la boca, daría rienda suelta a su cólera. Era mejor esperar. Me limité a mantenerla ceñida con fuerza mientras ella dominaba su ira más inmediata.

Anduvimos en silencio un buen trecho. Como Helena estaba sumida en sus propios pensamientos, yo pude hacerlo en los míos. La presión que sentía sobre mí en aquel momento era el mismo peso muerto de siempre. Además de la tragedia doméstica que estaba intentando evitar a los Laelios, mi labor había adquirido un significado mucho más amplio. Aquella nueva carga, la de salvar a Berenice de la pena por Tito, era muy delicada.

¿De modo que aquélla era la despampanante reina Berenice? Si aquello le hubiese sucedido a mi hermano Festo, antes de alcanzar la puerta de la calle habría recibido una nota perfumada.

Aunque, claro, cuando Didio Festo visitaba a una mujer de fabulosa belleza, se aseguraba de acudir sin compañía.

XXXIX

En tiempos de Nerón toda la planta baja del ala de la Casa Dorada del monte Esquilino estaba dedicada a comedores. Había salas emparejadas, la mitad de las cuales daba a un espacioso patio y la otra mitad se asomaba al Foro, donde Nerón había instalado un parque de fieras pero donde Vespasiano estaba construyendo ahora su anfiteatro. Dado su género de vida tan radicalmente distinto, Nerón no necesitaba un salón elegante donde dar de comer a los aduladores (el mejor de los cuales era el famoso salón octogonal), sino complejas salas para tres o cinco comensales, en las que se celebraban las fiestas desenfrenadas que tanto le gustaban. Era en ese laberinto de salas donde habíamos visto a Tito.

Los Flavios eran muy distintos a Nerón. Se ocupaban más de los asuntos oficiales del Imperio en el viejo palacio de los Césares, en lo alto del Palatino. Se decía que tenían intención de desmantelar la Casa Dorada muy pronto, puesto que representaba no sólo el lujo detestado, sino el desprecio de Nerón por el pueblo, cuyas viviendas había quemado deliberadamente para desplazar a los residentes y poder construir otras. Los Flavios respetaban al pueblo. Estaban dispuestos a hacerlo mientras el pueblo los respetara a ellos. Pero también eran frugales. En tanto la absurda y estrafalaria construcción de su predecesor, con su gloriosa ornamentación, continuara existiendo, parecía indicado que Roma, en la persona de los frugales Flavios, hiciera uso de ella. Había resultado costosísima y Vespasiano era un ardiente defensor del principio del valor del dinero.

Yo había estado allí en otras ocasiones, en reuniones privadas y en una conferencia oficial celebrada en el salón octogonal. Tito solía frecuentarlo cuando no estaba de servicio. Y, a veces, me llevaba allí para tener una conversación franca y seria conmigo.

El edificio era amplísimo. Pasillos de altos techos con las paredes llenas de frescos se extendían en todas direcciones. La mayoría de las estancias no tenían un tamaño particularmente grandioso, pero se alineaban unas frente a otras a modo de chocantes púas de peine. Había peculiares ángulos y rincones sin salida, debido a que aquella ala había sido taladrada en la roca viva en la colina Opia. Sin escolta habría sido fácil perderse.

Reinaba una atmósfera distendida. Algún que otro guardia pretoriano aparecía apostado en los pasillos, sobre todo porque Tito era su comandante ahora. En conjunto, nadie miraba a los visitantes con demasiada atención y daba la impresión de que podíamos deambular libremente.

Pero, de algún modo, uno nunca lo hacía. De todas formas, los pies lo conducían a uno muy deprisa al exterior del edificio y por lo que observé, eso era un camino muy hollado. El resultado final era que, a pesar del número enorme de habitaciones, con su variedad de entradas y salidas, y a pesar de la tentación de entrar en ellas de puntillas para sacar ideas para la decoración del propio hogar, si dos grupos visitaban a Tito la misma velada y con el mismo propósito, aunque tal cosa parecía muy improbable, terminarían por toparse cara a cara.

Así fue como Helena y yo nos encontramos con Rubela y Petronio.

Aquellos dos cabronazos chivatos no se alegraron del encuentro. —Parece que nosotros hemos llegado antes al aperitivo —les dije a modo de saludo. Sabía que debían de estar furiosos al saber que a ellos, los vigiles, se les había negado completamente el permiso para registrar la casa de Laelio, mientras que yo había sido llamado allí especialmente. El abismo abierto entre los detectives privados y los vigiles, centinelas o guardas de la ciudad, no se cerraría nunca—. No os preocupéis. Le he hecho un resumen muy completo a Tito César. Sólo tenéis que dejaros ver y podréis volver enseguida a vuestro cuerpo de guardia.

—Ahórrate esas pamplinas, Falco —refunfuñó mi ex socio, Petronio.

—Está bien. Es hora de reconocerlo: he sido incapaz de encontrar la menor pista sobre la niña perdida. ¿Qué tal os ha ido a vosotros?

—Nada —se dignó responder Rubela. El tribuno de la IV cohorte era un ex centurión rechoncho, duro, de cabeza rasurada, que sólo entendía de juego sucio y de trato desagradable. En eso, era muy superior a la media. Su ambición y su fanatismo lo habían llevado a lo alto del escalafón de los vigiles, aunque su auténtico deseo era ser pretoriano. Pero ése es el sueño de todo muchacho.

A su lado, Petronio parecía más alto, menos corpulento de tórax pero más potente de hombros, más tranquilo, un par de kilos más pesado debido a su estatura y mucho menos vehemente. Vestía de cuero marrón, con una cinta en torno a la cabeza para mantener el rostro despejado de los largos cabellos lisos en plena refriega, botas de triple suela tan pesadas que yo sentía cansados los pies con sólo verlas, y una vara de policía al cinto. Mi antiguo compañero de tienda era un hombre atractivo.

Le dirigí una sonrisa irónica de aprobación.

—¡La sensual Berenice te amará!

—Como él te ha dicho, Falco, olvídalo. —Era Helena, todavía alicaída por la injusta referencia a su hermano. Le presenté a Rubela aunque éste ya había adivinado quién era ella.

—Falco está cansado —anunció—. Me lo llevo a casa para que se recupere de la visión de esa deslumbrante belleza judía.

—¿Has abandonado la búsqueda? —preguntó Petronio, ciñéndose al trabajo que teníamos entre manos. Mi ex socio tenía una vena pudibunda. Cuando estábamos solos, no tenía ningún reparo en hablar de mujeres en tono lascivo, pero consideraba inadecuado que una mujer supiera que eran éstos los temas de los que conversaban los hombres.

—Yo, no. ¿Y vosotros?

—Si anda por las calles, la encontraremos. ¿Y tú? ¿Sabrás dar con ella si sigue en casa?

Irritado momentáneamente, renuncié a mi plan de pedirle que me acompañara al día siguiente. Era evidente que los activos miembros de la IV cohorte —y, probablemente, miembros de las otras seis— se limitaban a vigilar, a la espera de que me organizara un lío con la tarea. Pero estaba decidido a decepcionarlos. Sin embargo, tenía que mantener abiertas todas las opciones:

—No nos peleemos cuando hay en juego la vida de una chiquilla.

—¿Quién se pelea?

Petronio era quien tenía ganas de disputas. No obstante, pensando en Gaya, volví a cambiar de idea respecto al día siguiente:

—Lucio Petronio, acabo de pedirle permiso a Numentino para que me ayudes, en vista de tu experiencia.

Petronio hizo una irritante reverencia en son de broma.

BOOK: Una virgen de más
2.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Written in the Scars by Adriana Locke
Immortal Fire by Desconhecido(a)
The Wanderer by Mika Waltari
When Only Love Remains by Durjoy Datta
Embrace the Night by Amanda Ashley
Shades of Twilight by Linda Howard
Traces by Betty Bolte
Renegade Alpha (ALPHA 5) by Carole Mortimer