Lo dijo en un tono muy prosaico. ¿Se trataba de la sinceridad cruel de una mujer demente o era simplemente que, como una mujer extremadamente cuerda, no quería que yo metiera las narices en el asunto? En cualquier caso, significaba que otra crisis, otra tragedia, había destrozado aquella terrible familia. Empecé a comprender por qué el ex flamen hablaba como lo hacía de la muerte de su esposa; habría muerto de todas maneras pero, deliberadamente, lo había privado de su posición antes de tiempo.
—Entonces —prosiguió Terencia en voz baja—, me casé con Ventidio. No tenía otra opción.
—¿Por qué?
—¿No lo ves? Pensé que podría controlarlo. Antes de ponerse enferma, mi hermana lo había conseguido.
—No comprendo.
—Era un viejo amigo de la familia.
—El muy amigo «tío Tiberio», me han contado —dije secamente. Terencia me lanzó una mirada de odio. Sobreviví.
—Había que vigilar estrechamente a Ventidio —explicó—, de lo contrario se hubiera pasado todo el tiempo por ahí.
—¿Galanteando?
—Exactamente. De sobras sabía yo que Numentino no rompería con Ventidio a la muerte de Estatilia, después de cómo había tolerado hasta entonces el comportamiento de ese hombre. No quería ver que las chicas corrían peligro. Qué estúpido. No veía hasta qué punto era necesario que actuase.
—Necesario, ¿por qué?
—Eso ya lo sabes.
—¿Porque Ventidio empezó a sentirse sexualmente atraído por Cecilia?
—Por Cecilia y mucho más por Laelia.
—Cecilia admite que tuvo que rechazar a Ventidio. Laelia niega que él la tocase nunca.
—Entonces —replicó Terencia con energía—, Laelia te ha mentido.
—Por recato, sin lugar a dudas —murmuré, pensando que una vestal aprobaría aquella postura mía—. ¿Necesita mentir?
—¡Eso lo necesitamos todos! —Por un momento, Terencia dio la impresión de cansancio.
—Entonces —murmuré dándole vueltas al asunto—, ¿tú sabías que Ventidio iba por las otras dos? ¿Puedo preguntarte quién te informó de ello?
—Laelia me confesó que Cecilia se lo había confiado. Comunicarlo le dio más placer de lo normal. Antes de eso, yo ya le había advertido a él que dejase en paz a Laelia. Ventidio ya llevaba mucho tiempo jugando con ella, que es muy inmadura y se lo tomaba en serio. Escauro, su hermano, lo descubrió y me lo dijo al final. Ventidio disfrutaba pensando que tenía el privilegio de acostarse con más de una generación.
—Así ¿consiguió jugar con Laelia durante mucho tiempo? Me resulta difícil de creer.
—Tú juzgas mal a todo el mundo, Falco. —Después de machacarme para su satisfacción, siguió con las explicaciones—. Me temo que Laelia se lo permitió enseguida de muy buen grado. Siempre había sido una mujer difícil, pero una vez lo supe, se acabó.
—¿Qué quieres decir?, ¿que Laelia era promiscua?
—No demasiado. Nunca tuvo muchas oportunidades. Los hijos de un flamen dialis crecen aislados.
—Comprendo que eso la convertía en presa fácil para un omnipresente amigo de la familia. ¿Por qué había sido difícil?
—¿Por qué? —Terencia parecía asombrada de que lo preguntase—. ¿Cómo quieres que lo sepa? Era así, eso es todo. Los niños nacen con rasgos inherentes de carácter, voluntariosos. —Voluntarioso es la última palabra que habría usado para designar a la pastosa hija del ex flamen. Me recordé de nuevo que lo que estaba oyendo lo decía una supuesta demente—. Su madre tenía demasiado trabajo con mimar a Escauro para darse cuenta… a menos que Estatilia se sintiera impotente para tratar con Laelia. El chico y la chica formaban una pareja extraña y tortuosa, pasaban muchos ratos solos. A veces se golpeaban con verdadera violencia; otras, estaban extrañamente quietos, con las cabezas juntas, como si conspirasen.
—Como eran los hijos de un flamen, supongo que se les mantenía alejados de otros niños y, hasta cierto punto, de los adultos.
—Sí, algo que en mi opinión resultó fatal —dijo Terencia en tono críptico.
—¿Nunca aprendieron la conducta normal?
—No. Desde muy pequeños aceptaron bien sus deberes religiosos, pero desarrollaron una autosuficiencia tan grande que eso no pudo hacerles ningún bien.
—Ahora parecen un tanto tímidos —comenté.
—Ambos tienen un temperamento incontrolable cuando se les contradice. Incuban odios, descargan el mal genio, carecen de tolerancia y de freno… Hay niños que no necesitan compañía para ser criaturas dulces. Mira a Gaya, también es una niña que se ha criado en soledad.
—Un poco mimada materialmente, ¿no? —sugerí.
—La culpa es de Laelia —dijo Terencia en un tono cortante—. No tiene sentido de la decencia. Siempre compra regalos sin decírselo a Cecilia y se los da a Gaya a escondidas. Y una vez le ha dado juguetes o vestidos, es muy difícil quitárselos de nuevo.
—Así que Laelia quiere mucho a su sobrinita Gaya… —De repente advertí que, allí, la verdadera tía era Laelia y que Terencia era la tía abuela—. ¿Es un amor consistente o puede perjudicar a la niña?
—El amor de Laelia es una emoción volátil —comentó Terencia. Pero estaba loca. ¿Cómo podía valorar las emociones?
—¿Amenazaría a Gaya con la misma facilidad con que la mima?
Terencia hizo un pequeño gesto de asentimiento como felicitándome porque, finalmente, había descubierto la verdad.
—Hicimos por Laelia todo lo que pudimos. Cuando tuvo edad para casarse, sugerí a Ariminio… un cambio total, sangre nueva. A él le halagó mucho que le pidieran unirse a una familia de tan alta posición. Y, todo hay que decirlo, es muy bueno con Laelia.
Yo había entrevistado a Ariminio y a su esposa, por decisión conjunta, ¿o sólo de él? Lo más probable era que intentase protegerse de indiscreciones por parte de la mujer. Desde luego, no había recibido ninguna insinuación respecto a que Laelia le hubiese seguido deliberadamente el juego al «tío Tiberio».
—Parece que forman un buen matrimonio —intervine, en defensa del pomonalis y su mujer, sin revelar que sabía que él quería separarse.
—¡Te engañan con tanta facilidad! —se burló Terencia—. Para ser un hombre con un sello de aprobación por parte de un emperador más eficiente de lo que suele ser habitual, esperaba algo mejor. Ariminio ha llegado a su límite. Ya no aguanta más. Ha solicitado el divorcio.
Sí, eso encajaba con sus comentarios de la tarde anterior mientras buscábamos a Gaya.
—Me dijo que anhelaba la libertad. —En realidad me había hablado de «deserción». Eso encajaba con el hecho de que su mujer diera la sensación de ser una mujer inestable. ¿Tan inestable era Laelia?—. Yo pensaba que el matrimonio de un flamen es para toda la vida. ¿Quieres decir que tendrá que renunciar a su puesto en el colegio sacerdotal?
—Exacto. Precisamente por eso he intentado arreglar la cuestión de la custodia formal. Si hay divorcio, Laelia volverá a su familia natural. Numentino se está volviendo viejo y no se puede confiar en él indefinidamente.
—¡Escauro me aseguró que tú querías que fuese tu tutor!
—¿Yo? —Me miró fijamente—. ¿Por qué iba a necesitar yo eso? ¿En serio? Ese chico es imbécil.
—Yo pensaba que lo apreciabas mucho, Terencia Paula.
—¿Apreciarlo? Aprecio no es la palabra. Esos dos niños se criaron ignorantes y necesitados de control. Escauro es un estúpido y yo intento protegerlo de la vergüenza pública.
Ése era el tipo de locura que yo comprendía: una mujer que había sido declarada furiosa convenciéndose a sí misma e intentando convencerme a mí de que sus protectores necesitaban protección. Sí, había llegado el momento de que me replanteara el esquema de todo aquel problema.
—Terencia Paula, aquí el único que ha dado muestras de cierta iniciativa ha sido tu sobrino, al negarse a que lo dominen las tradiciones familiares; al irse de casa, quiero decir.
—Tonterías. —Impaciente, su encantadora tía se golpeó la mano con el puño—. Tienes la evidencia delante de tus narices, Falco. ¡Qué te habrá contado del asunto de la custodia! ¿Por qué tenía que contarte algo tan estúpido? Lo único que se le debía ocurrir es decir la verdad: que había venido a Roma por negocios legales. Sabía que todo el asunto tenía que ser confidencial y, cuando se encontró contigo, su padre y yo decidimos que era incapaz de hacerse cargo de su hermana. También se le explicó muy claro que no se le ocurriese abrir la boca. Pero, en lugar de eso, organiza una complicada fantasía y está a punto de hacer que te la creas…
—¿Quieres decir que Escauro es un poco corto?
—¿Corto? Mi pobre sobrino sí que necesita un tutor. Cuando le hablé de su hermana, me di cuenta de que no había nada que hacer y lo largué de casa. Nos deja sin solución, pero con la esperanza puesta en Ariminio.
Me quedé pensativo unos instantes.
—¿Por qué no ayudar a Ariminio a divorciarse con una gran pensión, si es posible, y pedirle que asuma la custodia de Laelia? Todavía puede hacerlo. Y puede ser útil en una crisis. Lo siento —añadí—. Comprendo que esa pensión se pagaría con tu dinero y tal vez no te guste dárselo a Laelia.
—Mi idea —dijo Terencia con deleite— es utilizar el dinero de mi marido después de heredar. El que causó todo esto fue Ventidio. Es él quien debe alguna compensación a la familia. Su fortuna puede hacer feliz a Ariminio Módulo y pagar el cuidado futuro de Laelia.
—¿Y qué pasa con Escauro? ¿No ha llegado a flamen por su falta de inteligencia?
—Pues claro. En teoría, podía optar a los puestos más altos, pero nombrarlo habría sido caótico. Incluso su padre lo admitió. Escauro no sería capaz de recordar uno solo de los rituales aunque hubiese hecho acopio de coraje para intentarlo. Cuando se casaron, Cecilia Paeta creyó que podría ayudarlo en ese aspecto, pero enseguida perdió toda esperanza. Los rituales tienen que hacerse con suma precisión.
—¡Ah, la vieja religión! —gruñí—. Aplacar a los dioses con la repetición absurda de palabras y ceremonias rituales sin sentido hasta que se dignen enviarnos buenas cosechas sólo porque están hartos de aguantar todos esos rezos y el olor de los pasteles de trigo quemado.
—Eres un blasfemo, Falco.
—Sí, lo soy. —Estaba orgulloso de ello.
Terencia decidió pasar por alto mi exabrupto.
—No sé cómo el marido de mi sobrina y la mujer de mi sobrino han aguantado tanto. Ariminio cuidará de sí mismo cuando esté preparado para hacerlo. A fin de cuentas, tiene motivos suficientes para marcharse. —Quise preguntarle qué quería decir, pero la mujer hablaba por los codos, acostumbrada a que no la interrumpieran—. Hace tres años, Cecilia sufrió una depresión y tuvo que ser exonerada de la carga de su matrimonio, pero Numentino no quería afrontar el problema. Tuve que poner a Escauro en la granja para que no hiciera daño y una de mis sensatas chicas cuida de él.
—¿La seductora Meldina?
—Te equivocas de nuevo, Falco. Meldina está felizmente casada y tiene tres niños. Para convencerla de que haga esto tengo que acomodar también al marido y a la familia.
—¡Ah!, pero, perdona, ¿y Numentino no desempeña ningún papel en todo esto? Tú has asumido responsabilidades, pero el estricto ex flamen ¿acepta que te ocupes de sus hijos por él?
—Lo contempla todo con apatía, se queja y con eso ya tiene bastante. Para él sus hijos son una gran decepción por lo que, en vez de intentar arreglar las cosas, se abstrae implorando a los dioses. Tiene una excusa: todas las horas de su tiempo las ocupaba con sus deberes para con Júpiter cuando era flamen dialis. Mi hermana no le iba a la zaga. En momentos de crisis lo que se dice serias, ambos se dedicaban a mascar hojas de laurel y entraban en trance hasta que otra persona se dignaba solucionar los problemas. Doy gracias a los dioses porque, como vestal, pude ejercer cierta autoridad sobre ellos.
Todo lo que Terencia Paula estaba diciendo podía ser verdad… o ser una distorsión psicótica de la verdad. ¿Era realmente una entregada salvadora de aquel desastre de personas, o su constante interferencia fanática iba más allá de lo que podía creerse? ¿Era un lastre intolerable del que no podían librarse?
Seguí recordando que el maestro de los arvales había dado a entender que aquella mujer se había vuelto loca y había descuartizado a su marido como si fuera un animal dispuesto para el sacrificio. Cuanto más hablaba, en aquel tono airado aunque controlado, más fácil resultaba creer que podía haber matado a su marido, si había decidido que era necesario hacerlo. Y, en cambio, más difícil resultaba imaginarla convirtiendo la muerte en una escena teatral realizada en pleno ataque de demencia.
Seguro que Terencia habría querido que fuese algo rápido, limpio y pulcro. La intuición me decía que ella habría hecho indetectable aquel crimen (o que, al menos, habría ocultado al autor). Aunque el asesino tuviera la inteligencia y el valor necesarios para sacar adelante su plan, quedaba Terencia Paula. Incluso si lo hubiera hecho y, con sus modales altivos, hubiese decidido reconocerlo, supongo que habría esperado junto al cuerpo y habría hecho una confesión rápida y sistemática. La escena que había descrito el maestro de los arvales, en la que una mujer enloquecida y bañada en sangre era detenida y, acto seguido, obligada a confesar, no encajaba en absoluto en esta mujer. Como tampoco encajaba esta mujer fría con la que estaba hablando en la descripción de una criatura patética que requería los cuidados de otras por su estado de demencia.
—¿Y qué hay de Gaya? —pregunté con muchísima delicadeza.
—Esa pequeña es la estrella radiante de la familia. Gaya ha adquirido una inteligencia y una fuerza de carácter que no sé de dónde la ha sacado. De mi familia, probablemente; de la parte de su madre incluso, tal vez.
—Pero tú estás muy en contra de que siga tus pasos y se haga vestal, ¿no es así?
—Tal vez sea hora de que por lo menos un miembro de la familia lleve una vida normal de adulto —respondió Terencia. Por una vez, fue rápida en contestar.
Me pareció que cualquier réplica estaría fuera de lugar.
—Me gustaría ver algunos cambios, Falco. Gaya será aplicada, no importa qué papel decida emprender en la vida. —Hizo una pausa y continuó—: Además, como vestal, debo tener en consideración la orden de las vírgenes. No puedo aprobar, conociéndolo, el modo de seleccionarla. Las posibilidades de un escándalo son demasiado grandes. Es una mala elección para Vesta y la carga sería intolerable para la propia Gaya si llegara a conocimiento público un asesinato tan espantoso.