Petronio cobró vida:
—Hemos de intentarlo, ¿estamos? —De hecho, no esperó la respuesta. Iba a poner todo su empeño en el rescate, no importaba qué pensaran los demás—. Bien, muchachos; éste es un trabajo de portadores y de apuntalamiento —les dijo a sus hombres—. Pondremos puntos de anclaje para las cuerdas y la boca del pozo también precisará que se refuerce. No pienso enviar a nadie ahí abajo para ver cómo el héroe y la chica son barridos por las piedras y los restos que se desprenden del brocal. El tiempo que dediquemos a estabilizar la boca del pozo no será tiempo perdido.
El problema era un trabajo físico, logístico, de equipo. Era natural que los vigiles se encargaran de todo. Ellos tenían experiencia en alcanzar lugares inaccesibles rápidamente. Intervenían cuando se derrumbaba un edificio o cuando había un incendio. En una ocasión, yo trabajé en una mina, en Britania, pero sólo estuve picando en la superficie. E incluso allí, los expertos habían diseñado e instalado los puntales del entibado en los filones.
Desde el momento mismo en que Petronio apareció, se amontonaron allí también diversos materiales. Sus hombres se pusieron manos a la obra sin aspavientos: planificaron cómo abordar el trabajo, fueron a buscar más materiales fuera de la casa y mandaron a otros a buscar los restantes. Anácrites, que se había nombrado a sí mismo legado encargado de la iluminación, dijo que se iba a buscar las codiciadas linternas. Aquello lo mantendría fuera durante un rato. Empecé a medir la longitud de las cuerdas que habían traído los vigiles y a comprobar su fuerza. Eliano observó y, luego, me ayudó.
—¡Una lona! —exclamó uno de los vigiles—. Es más rápido que el maderamen para forrar el brocal.
—¿Tenemos? —preguntó Petronio, bastante serio, a mi entender.
—En las tiendas. Será fácil conseguirla en tanto vamos colocando vigas en el brocal.
—Si no, limitaos a traer esteras de esparto —resolvió Petronio. Siempre había sido receptivo a las ideas de los otros y rápido en adaptarse—. En cualquier caso, sólo tenemos tiempo para cubrir los primeros palmos. De todos modos, no podemos arriesgarnos a tocar demasiado material suelto, no vaya a caer sobre la niña.
De vez en cuando alguien llamaba la atención y se hacía el silencio. Uno de nosotros se colocaba sobre el pozo y dirigía unas palabras de ánimo a Gaya. La chiquilla había dejado de responder.
Cuando Anácrites volvió, oí con él unas voces femeninas. Mala noticia. Se había visto obligado a llevar con él a Cecilia Paeta, que exigía ver dónde estaba su hija. Con ella venía Terencia y la niñera, Atiné. Sin que fuera necesario dar órdenes, los vigiles que no participaban en la tarea inmediata de construir una plataforma apuntalada sobre el pozo se dispusieron en un discreto cordón de seguridad para mantener a distancia a las visitantes. Los vigiles estaban habituados a quitar de en medio a los mirones. Su respuesta podía ser brutal aunque, cuando lo requería la ocasión, podían proteger su punto de interés con un tacto sorprendente.
Me acerqué a las mujeres.
—Está bien. Cecilia Paeta es muy sensata. —Por una vez, el truco dio resultado. Cecilia, que había dado muestras de creciente histeria, decidió apaciguarse—. Escucha, te llevaré cerca y podrás hablar con Gaya y decirle que mamá está aquí. Procura aparentar tranquilidad e intenta animarla pero, sobre todo, que mantenga la calma. No debe agitarse, no vaya a moverse y…
Cecilia recuperó la compostura y asintió. Su esposo acababa de ser acusado de asesinato; su cuñada, loca de atar, no tenía remedio; estaba atrapada en casa de un suegro tiránico, e incluso Terencia, la otra fuerza de su existencia, era una engreída. Gaya Laelia era lo único que la pobre mujer tenía para consolarse. No podía culparla si perdía la calma y se echaba a llorar y a gemir, pero no podía arriesgarme a permitir que lo hiciera.
La mantuve asida con fuerza. Los hombres hicieron una pausa, aunque estaba claro que no les agradaba que los detuvieran. Cecilia se quedó donde yo le indiqué, un lugar desde el cual podía ver poco del pozo en realidad. Observé en ella un ligero temblor. Tal vez tenía más imaginación de la que yo le había supuesto. Pronunció el nombre de Gaya. Tras un débil intento, volvió a probarlo con voz más alta y más firme.
—Estoy aquí mismo, cariño. Estos hombres tan buenos te sacarán de ahí muy pronto.
Se obligó a mantener la voz firme aunque las lágrimas le corrían por el rostro. Por fin quedaban borradas las exaltaciones de los derechos de nacimiento y las vocaciones religiosas. Por una vez, teníamos ante nosotros a una madre de carne y hueso que temía por la vida de su hijita de carne y hueso. Si, gracias a algún milagro, conseguíamos rescatar con vida a la niña, las cosas podían ir mejor para las dos en el futuro.
Uno de los hombres situados junto al brocal levantó el brazo para llamar nuestra atención.
—¡La he oído! ¡Quieta, pequeña! Ya llegamos. ¡Tú quédate quieta!
El hombre y sus colegas retomaron el trabajo de inmediato.
Cecilia Paeta se volvió hacia mí. Su mirada transmitía que entendía lo escasísimas que eran nuestras oportunidades de recuperar a Gaya sana y salva. Demasiado horrorizada como para pedir mi opinión, permaneció muda. Habría preferido verla gemir y retorcerse. La valentía silenciosa era difícil de encajar. La conduje de nuevo junto a Terencia.
—Id a casa. Esto llevará algún tiempo. Hemos de tener mucho cuidado, ya ves por qué. Te informaremos si sucede algo.
—No —respondió Cecilia. Se cruzó de brazos, se arrebujó bajo la estola y se quedó plantada—. Me quedaré cerca de Gaya.
Incluso Terencia se sorprendió ante tan inesperada determinación.
Me quedé con ellas un momento.
—¿Todo anda bien en la casa, ahora?
—Mis sobrinos están sedados y puestos bajo custodia —me informó Terencia sin alzar la voz—. Ariminio se ha vendado la herida y el doctor espera por si se vuelve a necesitar su intervención.
—¿Y el anciano? ¿No le ha dado un síncope?
—Como de costumbre, Laelio Numentino consiguió recuperarse tan pronto como pasó la crisis —respondió Terencia con aspereza.
—Veo que lo tienes todo controlado…
—Pero tú tendrás que hacer lo necesario aquí —comentó la ex vestal y señaló el pozo con un gesto de cabeza, en un suave reconocimiento de que no era competente en todo.
Dejé a las mujeres y volví con mis colegas.
Encima del brocal del pozo se había instalado una plataforma improvisada. Desde allí podíamos trabajar seguros. No cedería. Las botas se agarrarían a la madera. Se había organizado un armazón de recias vigas que actuaran de soporte de las cuerdas. Y otros las llevaron y las tejieron a través de los bordes de las esteras de esparto, ese áspero vegetal que utilizaban los vigiles para apagar los fuegos. Tales esteras habían sido colgadas del revés dentro del pozo, donde los laterales eran más inestables y donde iba a haber más contratiempos una vez empezase la operación de rescate.
Noté que los miembros de la IV cohorte entraban en creciente número. Aquél era el gran asunto del momento. Los hombres duros tienen corazones notablemente tiernos cuando andan por medio niños pequeños. Todos los vigiles recién llegados se mantuvieron a distancia, silenciosos, con la paciencia de quienes entendían lo que estaban viendo y sabían que el pronóstico no era bueno.
Se había montado un armazón con correajes de cuerda. Petronio, que se había mantenido aparte mientras sus expertos montaban el artilugio, tomó el mando a partir de ese momento. Él se encargaría de supervisar el descenso. Yo sabía que, de haber podido, habría bajado él mismo. Todos lo miramos.
—Soy demasiado grueso —dijo. El comentario era una llamada a que se presentara algún voluntario.
Hasta entonces, yo había sido un observador silencioso, pero en esta ocasión di un paso adelante.
—Iré yo.
—Esto es asunto nuestro, Falco.
—Esto es asunto para un idiota —respondí—. Para alguien duro, pero no demasiado voluminoso ni demasiado pesado.
—¿Te sientes capaz?
—Sí. —Además, tenía cierta deuda con Gaya. Le di una palmadita en el brazo y añadí—: Pero me gustaría saber que tú te encargas de una de las cuerdas.
—Desde luego. —Lucio Petronio me ofreció el arnés, pero antes dijo—: Hay algo en lo que tal vez no hayas pensado…
—No, no, ya sé de qué se trata —repliqué con un suspiro—. El pozo es demasiado estrecho y, en cualquier caso, los tablones en los que se sostiene la niña bloquean el hueco. Es imposible que me descuelgue por debajo de ella. Para tener alguna posibilidad de cogerla cuando esté suficientemente cerca, tengo que descender boca abajo.
—¡Muy perspicaz! —Petronio empezó a sujetar las cuerdas en torno a mis tobillos—. Bien, Marco, viejo amigo, espero que lleves un taparrabos o ya puedes prepararte para oír unas cuantas bromas obscenas, cuando te pongamos del revés sobre la boca del pozo.
—¡Dioses benditos! Envía a uno de tus hombres para que la ex vestal se aleje un poco más. No he llevado taparrabos desde que cumplí un año.
Sujeté la túnica entre las piernas lo mejor que pude y recogí las puntas, metiéndolas bajo el cíngulo. Pensé en asegurarlas con alfileres pero no me sedujo gran cosa la idea de colocar un tosco imperdible en aquella zona tan sensible.
—Perfecto —dijo Petronio muy tranquilo. Yo lo había tratado con ese mismo estado de ánimo en otras ocasiones; por fuera, daba la impresión de hacer caso omiso de la dificultad de la situación, pero yo confiaba en él—. He aquí el plan. Primero, bajamos el candil para que tengas luz mientras desciendes. No será mucha, pero una antorcha lo más probable es que te quemara. El aire puede estar enrarecido y es mejor que no añadamos más humo. Creemos que tres cuerdas serán suficientes para sujetarte. La tercera irá fijada al arnés y enrollada a tu cintura como recurso de emergencia. Ésta se mantendrá floja. Todas las cuerdas estarán aseguradas. Tenemos un montón de hombres que tirarán de los extremos sueltos. —Me sujetó por ambos hombros y me miró fijamente—: Estarás seguro. Confía en mí.
—¿No es eso lo que les dices a todas esas novias tuyas?
—Deja de jugar. Intentaremos no dejarte caer.
—Será mejor así —repliqué—. Si lo hacéis, tendrás que darle explicaciones a Helena…
—En ese caso, creo que saltaré al maldito pozo de cabeza detrás de ti.
—Siempre tan buen camarada…
—Tendrás las manos libres, pero al principio déjanos a nosotros el trabajo. Guarda las fuerzas para cuando llegues hasta la niña. Para entonces la sangre se te agolpará en la cabeza. Limítate a agarrarla, da un grito para que lo sepamos y, luego, resiste y basta.
Eliano se adelantó y pidió ser uno de los que dirigieran el descenso de las cuerdas. Anácrites pidió conducir la otra. Bien, bien. Trata siempre bien a tus socios. Un día puedes encontrarte suspendido boca abajo sobre un agujero sin fondo, con tres de tus amistosos colegas sujetando las cuerdas y controlando tu destino.
Siempre he odiado los pozos.
La parte peor era que primero tenían que situarte. Cabeza arriba habría podido introducirme en el agujero y bajar paulatinamente por él. Con la cabeza abajo, se supone que hay momentos en que se está colgado en el vacío. Si no hubiera coleccionado pesadillas suficientes a lo largo de los años, ésa habría sido la que me habría hecho gritar en mis sueños durante mucho tiempo.
Hicieron lo que pudieron para meterme dentro sin problemas. Después de empujarme más allá de las primeras vigas, cuando sentí que me faltaban las manos que me ayudaban y mi peso tensaba las cuerdas que me ataban por los tobillos, llegó un momento tan difícil que me balanceé descontroladamente. Habría gritado de terror, pero estaba demasiado ocupado intentando no rozar la pared. Oí ruidos desesperados arriba y, por fin, recuperaron el control. Yo tenía los brazos para protegerme el cuerpo y controlar los movimientos laterales. Intenté separar los pies todo el tiempo, olvidando que cargaban el peso del cuerpo. Así, el descenso era más suave pero, si me soltaban inesperadamente, me causaría terribles rasguños en las manos. Solté una maldición para mis adentros. Para aquella parte del trabajo, habríamos necesitado estibadores. Tal como iban las cosas, estaba a punto de descubrir cómo se siente un saco que, por descuido, se rompe y cae al muelle.
Enderezaron la dirección. Di gracias a los dioses por ello. Iban cogiendo el tranquillo. Tal vez yo también estaba aprendiendo. Aprendiendo a confiar en ellos, aunque francamente, en esa posición, uno nunca llega a confiar del todo.
En adelante, el descenso se fue realizando despacio.
Pese a la luz que me precedía en el descenso, el hueco estaba oscuro como boca de lobo. Me sentí como una cabra atada, pero sin el apoyo de un poste fijo. Petronio tenía razón. La sangre se me había retirado de las piernas y los pies. Tenía muchísimo calor, las orejas me silbaban, los ojos estaban sometidos a una máxima tensión, tenía los brazos hinchados y notaba que las manos se me hacían enormes. Los regueros de sudor que corrían por el pecho bajo la túnica me llegaban a la cara y me goteaban en los ojos.
Mirar hacia abajo era difícil. Mantuve la cabeza erguida a excepción de unos ocasionales intentos para ver si estaba cerca de la niña.
Era como si las cuerdas se estiraran. Mejor no pensar en ello. Intenté no pensar en nada.
Estaba ya tan abajo que los de arriba no podían controlarme. Con frecuencia me rozaba contra los lados y utilicé las manos lo mejor que pude, pero eso hacía que se cayeran piedras al fondo. Las paredes del pozo eran húmedas y, en ocasiones, mis manos resbalaban en la pared resbaladiza.
Si Gaya hacía algún ruido, yo estaba demasiado ocupado para oírlo.
Dejaron de bajarme. Estaba atrapado. Fui presa del pánico a pesar de que allí, colgado en el vacío, intenté mantener la calma y estar quieto.
—¡Falco! —Era Petronio—. Si puedes gritar, di «arriba» o «abajo». —Su voz se oía apagada y, sin embargo, resonaba como un eco a mi alrededor. Mi ansiedad aumentó. Enseguida estaría tan asustado que no podría hacer nada.
—¡Abajo! —No ocurrió nada. No me habían oído. Al cabo de unos instantes, soltaron más cuerda. Gracias, chicos. Si hubiera gritado «arriba», ¿lo habrían oído?
De repente, me pareció oír un gemido y por fin vi el débil brillo de una luz. Supe que habían conseguido situar la lámpara frente a Gaya. Eché la cabeza hacia atrás y me golpeé contra algo. ¡Por todos los dioses! ¡Las tablas!