—Helena, compañera de mi corazón, ¿es posible que me ocultes algo?
—No quieras saberlo, querido —fue su respuesta—. Disfruta del día libre.
Su tono de voz al marcharse era cariñoso y resuelto, como el del granjero que acaba de llevar a su caballo favorito al matarife con una cebadera llena de pienso hasta los topes.
Habría dedicado el tiempo a actividades propias de hombres —el Foro, los baños, las tiendas, buscar a Petronio hasta encontrarlo en la taberna que hubiera escogido para comer aquel día—. Tener a Julia a mi cuidado fue un estorbo, pero no olvidé visitar el almacén de mi padre en la Saepta Julia para tratar de los problemas económicos de Maya. Mi padre había salido. Incluso Petronio se hizo invisible, aunque sus camaradas del puesto de guardia imaginaron que estaba trabajando.
—Parece demasiada diligencia por su parte —comenté.
—A todo el mundo le llega la madurez, Falco.
—Si eso es lo que acaba de sucederle a Lucio Petronio, necesitará a un cirujano que no se mueva de su lado.
—No; lo que ha pasado es que alguien acaba de mencionarle al oído la palabra «lechuga»… sin ninguna relación con el amante de su esposa, por supuesto.
—¡Oh, no! ¿Petronio se ha enfurecido?
—Es un tipo quisquilloso.
Cargado aún con la niña, me encaminé al Foro de todos modos. A Julia le encantaba estar entre las multitudes. Cuanto más ruines fuesen, más mostraba su contento con sus medias palabras. Mi familia decía que, por lo menos, no había dudas acerca de la paternidad de la chiquilla.
La casa de baños que frecuentaba quedaba detrás del templo de Cástor, así que me arriesgué a llegar hasta allí. Glauco, el austero propietario, se reservaba el derecho de admisión con normas muy estrictas. Su establecimiento tenía por norma ser un reducto para hombres serios, con ocupaciones importantes. A las mujeres no se las admitía. Tampoco toleraba a los chicos guapitos ni a los pederastas que los rondaban. Hasta donde yo sabía, nadie había sido nunca lo bastante loco como para presentarse allí con una niña de un año. Dejamos atrás al portero porque lo tomamos absolutamente por sorpresa. El atrevimiento me condujo más allá del vestuario y me encontré en dirección al gimnasio cuando oí a mi espalda la voz áspera de Glauco, en una exhibición de sarcasmo, hacia algún desgraciado que estaba entrenando con pesas; reculé y decidí dedicar cualquier otro día a mantenerme en forma.
Me escabullí por las termas lo más deprisa que pude y luego vi en pleno trabajo al masajista, un bravucón gigantesco llegado de Tarso que tenía unos poderes legendarios como quiromasajista. En aquel momento estaba ocupado en atender al padre de Helena Justina. Entré con Julia y tomamos asiento en el banco lateral donde esperaba turno (se suponía que presa del pánico) el próximo cliente. El masajista dirigió una mirada airada a la pequeña, pero se quedó demasiado boquiabierto como para hacer comentario alguno.
Con una sonrisa, inspeccioné a Décimo.
—Gracias por la cena de la otra noche. Veo que conseguiste limpiar la tinta a base de frotar…
—La niña ha progresado mucho desde que te fuiste. Deberías haberme puesto sobre aviso.
—Aprendió a sostenerse en pie en el barco. La primera vez que lo intentó estaba junto a la borda, con el tiempo revuelto. Podría haberme ahorrado años de problemas dejando que cayera por la borda… pero sabía que era tu nieta favorita.
Y también la única.
—De modo que la agarraste
in extremis
, ¿no es eso?
Perder a Julia le habría partido el corazón realmente. Cuando la niña cogió agua, juntando las manos, y se dispuso a arrojarla sobre el enorme masajista sudoroso, volví a efectuar un rápido movimiento. El senador emitió un gorjeo, muy oportuno puesto que ya tenía el rostro contraído en una mueca horrible bajo la andanada de golpes que recibía entre los hombros. Me convencí de que el masajista creía en el individualismo tribal y no en la democracia dirigida por el senado. Desde luego, estaba descargando su agresividad personal sobre el cuerpo de Camilo…
Décimo y yo intercambiamos secretos allí, como viejos camaradas.
—¿Helena Justina te ha comentado algo acerca de una aventura en el terreno inmobiliario?
—Nadie me cuenta nada —se lamentó su noble padre—. No me dejan hacer otra cosa que tumbarme en uno de esos triclinios del comedor para que éste no se vea vacío. ¿Qué quiere comprar? —preguntó con inquietud.
—Una casa, podría ser.
—Quizá me permita aconsejarla, cuando tenga toda una serie de candidatas. —Hizo una pausa mientras el hombre de Tarso intentaba, o eso me pareció a mí, arrancarle el brazo por el hombro—. Le dije a Aulo que fuera a verte hoy.
—¿Para hablarme otra vez de sus amigos de las guirnaldas? Creía que se había tragado la historia esa de que el hombre que encontró muerto sólo era la víctima infortunada de una esposa malhumorada…
—¿No te gustaría saber quién era la pareja y qué impulsó a la mujer a hacer lo que hizo?
—Sí, claro. Anoche, cuando lo dejé, Aulo parecía menos curioso.
—Fui yo quien le dijo que debería averiguarlo.
Sonreí rodeado de vapor.
—¡Nunca te he menospreciado como intrigante, senador! Y tiene que conocer los hechos para demostrar a los hermanos que guarda escrupuloso silencio sobre el tema… con el propósito de asegurarse votos, ¿no?
—¡Por todos los dioses! ¡Eso sería un chantaje! —exclamó Décimo con fingida sorpresa.
—Estoy impaciente por asistir a tu fiesta la noche de las elecciones.
En aquel momento entró Glauco. A la vista de mi hijita Julia, enrojeció de indignación. La pequeña agitó ambos bracitos hacia él, muy contenta.
—¡Eh, Glauco! La niña quiere una sesión de pesas…
—¡Ya te advertí acerca de esa perra tuya, Falco! ¡Y ahora me vienes con éstas…!
Me puse en pie.
—Sólo he traído a la única nieta de tu más distinguido cliente para que le eche un vistazo, Glauco…
—¡Nada de niños! —Glauco me hundió el índice en el pecho. Resultaba casi tan efectivo como una punta de lanza en el esternón—. ¡Es la última advertencia!
—Ya nos vamos —y al decirlo, ya había alcanzado el pasillo.
—¿Y es una niña, dices? —dijo Glauco con asombro, tras echar una ojeada a Julia.
—¡No! ¡Es un chico! —se apresuró a asegurarle Décimo—. Se llama Julio, ¿verdad, Falco?
Glauco se revolvió sobre sí mismo. Nos conocía bien. Dio la impresión de que se disponía a comprobarlo. Apreté a Julia contra mi pecho con gesto protector. La niña luchó por liberarse con la fuerza de un Hércules.
—Si alguien intenta mirar por debajo de la túnica de mi hijo, lo mato, Glauco. No hay nada más que hablar. Probablemente diría lo mismo si se tratara de una hija, desde luego, aunque primero averiguaría si el tipo era un ricachón, por si fuese un buen partido…
—¡Largo! —rugió Glauco.
Nos marchamos.
Volví la cabeza un momento.
—Por cierto, Glauco, la próxima vez que permitas entrar a ese cerdo de Anácrites, pídele que te cuente cómo utilizó tu movimiento del «truco del entrenador» mientras estábamos de vacaciones.
Aunque te batas en retirada, derrotado, procura colocar unas cuantas estacas en huecos disimulados para atrapar a tu enemigo.
Fui a ver a Maya.
La encontré con mi madre. Las dos habían salido a encargar la lápida funeraria de Famia. Por no sé qué razón, para la visita al lapidario se habían envuelto en unos pesados velos que, en aquel momento, llevaban colgados en torno al cuello. Las dos estaban sentadas juntas en un par de butacas para mujeres, con las manos cruzadas en el regazo y con aspecto meditabundo.
No se parecen demasiado en sus rasgos faciales; Maya ha salido a la familia de mi padre, igual que yo. Sin embargo, el porte erguido y la expresión ceñuda indicaban su cercano parentesco. Alguien o algo las había afectado a ambas de la misma manera.
—¿Qué ha sucedido? Si tiene que ver con el dinero, ya te lo he dicho: no te preocupes.
—Sí, se trata de dinero —replicó Maya secamente—. Creo que Famia se olvidó de pagar las cuotas de la funeraria.
—¡Nunca se olvidó de eso! —comentó mi madre—. Lo que hizo fue beberse el dinero.
—Eso fue después de que viniera a verme el propietario, que se encargó de advertirme, por mi propio bien, de los peligros de retrasarse en el pago.
—Cuidado con ese hombre —murmuró mi madre.
—Tu madre y yo hablábamos precisamente de hacer una visita social a mi encantadora amiga Cecilia Paeta, para quitarme el asunto de la cabeza.
—Tenéis que salir —respondí con cautela. Tanto mi hermana como mi madre me observaban con un brillo especial en la mirada. Quizás era amigable, pero lo dudaba. Mi madre se pellizcó los labios. Tenía una manera de no decir nada que valía por tres rollos de retórica elocuente—. No me vengas con misterios; ¿quién es Cecilia y por qué la buscas?
—Cecilia es una altanera de cara de cangrejo —dijo Maya, al tiempo que tiraba del velo que le rodeaba el cuello y lo apartaba a un lado—. Es una de las mujeres que conocí en palacio la otra tarde. La madre de tu pequeña Gaya, para ser precisa.
Dejé a la niña en manos de mi madre, que siempre se daba maña para mantenerla callada.
—¿Y a qué venía esa expedición que preparabais?
—Somos entrometidas —dijo mi madre con una risita conspiradora.
Maya se mostró más estirada y formal.
—No dejo de pensar en lo que dijisteis Helena y tú respecto a que la niña tenía miedo de su familia. Como Gaya y Cloelia se hicieron amigas, estuve charlando unos momentos con la madre. Era evidente que quería evitar todo contacto conmigo, pero eso es suficiente para mí, que tengo fama de descarada. Puedo encargarme de investigar eso en tu nombre, Marco.
—Bien, gracias, pero creo que Helena tenía intención de visitarla…
—Helena está haciendo otra cosa.
—¡Ah! ¿Estás al corriente de eso? —Merecía la pena probar.
—He jurado guardar silencio —dijo Maya y enseñó los dientes en una sonrisa picarona.
—He oído que Helena se ha enredado con Glauco y con Cota —dijo mi madre con gesto adusto. ¿Quiénes eran aquéllos, por el Hades? Sus nombres evocaban a un par de poetas eróticos de poca monta.
—En cualquier caso, Marco, es una suerte que hayas venido —terció Maya recalcando las palabras—. Te dejaré compartir mi pequeña aventura. No está lejos. Esos parientes de Gaya viven en el Aventino; fue una de las pocas cosas que la altiva madre se dignó decirme. Como el abuelo fue flamen dialis y, al parecer, ostentó el cargo durante muchos años, la familia siempre ha hecho uso de la casa oficial llamada «La Flaminia».
—¿Esa casa está en el Palatino?
—Sí. Es un lugar terriblemente aislado para que viva allí una familia. Allí arriba todo son recintos de templos y alojamientos imperiales.
—Deben de haberlos vuelto locos —fue la opinión de mi madre.
Maya sonrió:
—Cecilia Paeta me aseguró que su marido y su hermana han vivido allí desde la infancia. No recuerda otra casa. Según parece, resultó muy doloroso que todo el mundo tuviera que levantar el campo y trasladarse de casa inesperadamente cuando la flaminia se fue para siempre.
—¿Hace poco que murió?
—Ésa es la impresión que tengo. En cualquier caso, ahora han ocupado una casa en la parte de la colina que da a la Puerta de Ostia. Cecilia se quejó de que estaba destartalada y dijo que no le complacía.
Puse cara de tonto.
—¿Y Cecilia se alegrará de verte, Maya querida, si vas detrás de ella siguiéndole los pasos?
—Tendremos que preguntárselo a ella, ¿no? —replicó mi hermana con una sonrisa.
Mi madre y yo cruzamos una mirada, dispuestos a asentir a cualquier plan que hiciera que Maya actuara, al menos temporalmente, como solía hacer antes. Mi madre se hizo cargo de Julia y, en un abrir y cerrar de ojos, me encontré caminando por el Aventino acompañado de Maya y, tras unas cuantas vueltas para encontrar la dirección, dimos con la casa de la familia Laelia. No me sentí impresionado. Maya y yo estuvimos de acuerdo enseguida en que, de haber sido compradores o inquilinos en perspectiva, nunca nos habríamos fijado en aquella vivienda.
¿Quién había escogido aquel lugar? ¿Había sido el antiguo flamen, abrumado de pena por la reciente pérdida de su esposa… o afligido sólo por la pérdida de posición que representaba su muerte? ¿Tal vez su hijo, el padre de Gaya? ¿Intervino su yerno, el flamen pomonalis? Aceptando que su familia podía ser tan liberal como la mía, ¿había sido alguna de las mujeres? ¿Su hija? ¿Su nuera?
No. Tenía que ser cosa de un agente inmobiliario. Observé de nuevo la lóbrega vivienda desde la calle, fruncí el entrecejo y comprendí que aquella era la idea que tenía un vendedor respecto a cómo debía de ser la residencia de un alto sacerdote retirado. Un gran pórtico gris que podría causar cierto hundimiento de la calle. Unas ventanas altas y estrechas y unos techos de poca calidad. Un par de altas vasijas a ambos lados del quicio de la puerta; las dos estaban vacías. Una propiedad sin características atractivas, situada en una zona poco atractiva, con vistas que apenas merecían la pena. El edificio, grande y frío, situado en el lado más húmedo de la calle, debía de llevar más de diez años como oferta permanente en la lista del agente. Pocas personas con suficiente dinero para permitirse comprar un edificio como aquél tendrían tan mal gusto como para quedárselo. Pero un flamen dialis que se veía fuera de su residencia oficial recién salido del funeral de su mujer, ingenuo y desesperado por encontrar otro alojamiento, debió de parecerle al agente un regalo de los dioses del Olimpo. Era el proverbial toque de gracia. Un cliente con prisas, sin la menor idea… y demasiado seguro de sí mismo como para seguir los consejos de un auténtico experto.
—Espero que ese hombre no esté ahí —murmuró Maya—. Me parece, de todos modos, que me trae sin cuidado.
—Exacto. A juzgar por su actitud para con mis ansarinos, es lo que mi madre llamaría un cesto viejo repulsivo.
No tuvimos oportunidad de comprobar la teoría. Cuando conseguimos convencer a uno de los porteros para que respondiera a nuestras llamadas, el hombre nos dijo que no había nadie en casa. Nos hizo aguardar en el porche y accedió a entrar y hacer averiguaciones sobre nosotros, aunque me pregunté cómo lo haría, ya que nos había asegurado que toda la familia había salido a un funeral. Incluso el flamen dialis, como seguía llamándolo el portero a pesar de que se había retirado del cargo, asistía a la ceremonia.