Una de las razones de mi desprecio hacia el colegio de augures era que podían manipular los asuntos del Estado escogiendo cuándo hacer favorables los auspicios. Personajes relevantes que sostenían opiniones que yo detestaba podían influir en asuntos importantes, o retrasarlos. No sugiero que se produjeran sobornos; simplemente, perversiones cotidianas de la democracia.
La principal función de las aves sagradas era confirmar los buenos augurios para los temas militares. Los comandantes del ejército necesitaban su bendición antes de abandonar Roma. De hecho, solían emplear gallinas romanas para consultar los augurios antes de la batalla, en lugar de confiar en aves locales que quizá no entendían lo que se quería de ellas.
—Siempre me ha gustado la historia del cónsul Clodio Pulcher, a quien auguraron infortunio en la batalla cuando estaba embarcado, dispuesto para luchar contra los cartagineses; el viejo demonio irascible arrojó a las aves por la borda.
—«¡Si no quieren comer, que beban!» —citó el guardián.
—A pesar de todo, Clodio perdió la batalla y toda su flota. Eso le enseña a uno a respetar las aves sagradas.
—¿Dices esto por tu nuevo empleo, Falco?
—No. Tengo fama de ser bueno con las gallinas.
Tomé notas en una tablilla, para dar buena impresión. Mis instrucciones como procurador eran inconcretas, como de costumbre, pero decidí preparar un informe aunque nadie me lo había pedido. Esto siempre sorprende a los superiores.
Mi plan consistía en sugerir que la plataforma del gallinero se elevara una pulgada. Me divertía inventar una razón científica absurda para ello. (La experiencia apunta que desde tiempos del rey Numa Pompilio la longitud media de las patas de las comadrejas ha aumentado, por lo cual pueden llegar más alto que cuando se determinó la altura del gallinero de los pollos sagrados…)
Terminado mi trabajo en esta sección me fui en busca de los gansos sagrados, mis otros pupilos. Los animales se acercaron corriendo, graznando de un modo que me hizo pensar que los consejos de su cuidador eran los de un especialista, consejos que incluían advertencias de que, si se ponían desagradables, podían romperme el brazo. Difícilmente. Quizá los gansos de Juno habían aprendido que los humanos les traían comida. Cuando comprobé su estado, me siguieron incansablemente. Decidí volver junto a Helena, a quien había dejado amamantando a la pequeña en un lugar recogido y discreto. Una comitiva de almohadas de plumas con patas no realzaba, precisamente, mi dignidad.
Helena esperaba en el auguráculo, alta y majestuosa. A pesar de que ya llevaba cuatro años con ella, su belleza seguía helándome el aliento. Mi novia. Increíble.
Julia estaba ahora completamente despejada; la noche anterior, después del baño y de la reprimenda por el episodio de la tinta, su abuelo y ella se quedaron dormidos juntos. Helena y yo nos habíamos instalado en una alcoba desocupada y dejamos a su padre a cargo de la pequeña. En la casa había buen número de esclavos para ayudarlo si era necesario. Nosotros hicimos el amor de madrugada sin el riesgo de que apareciese junto a la cama una pequeña espectadora ruidosa.
—Tiene ligeras manchas de tinta azul —dijo Helena sonriendo—. Mi padre y ella iban bastante bien tatuados.
La rodeé con mis brazos, rebosante aún de amorosa intimidad.
—Ya sabes cómo se blanquean las cosas en las lavanderías. Puede que alguien debiera mearse en ellas.
—Mi padre ya se te ha adelantado en gastar esa broma.
De cara a oriente, teníamos los ojos entornados frente al pálido sol matutino. A nuestra espalda quedaba el templo; a la izquierda, la vista se extendía por el Campo de Marte y por la cinta gris plateada de la superficie del río; más a la derecha, la amplia panorámica de los augures hasta las lejanas colinas envueltas en niebla.
—No pareces muy feliz con tus gansos —comentó Helena.
—Estoy contento —respondí, y le acaricié la nuca lascivamente.
—Me parece que te propones crear problemas.
—Seré el procurador más eficiente que Roma haya tenido jamás.
—¡A eso me refería yo, exactamente! ¡No saben lo que han hecho nombrándote!
—Entonces, tiene que ser divertido. —Me eché hacia atrás, le hice dar media vuelta y mirarme y sonreí—: ¿Acaso quieres que sea respetable pero inútil, como todos los demás?
Helena Justina me devolvió una sonrisa maliciosa. Yo podía soportar hacerme piadoso, siempre que ella estuviera dispuesta a rescatarme de ese estado.
La ciudad se desperezaba. Abajo, en el foro del mercado de ganado, oímos las llamadas de los animales. Llegó a mi nariz un leve tufillo procedente de una curtiduría que debía de ofender también el refinado olfato de los dioses… o, al menos, de sus altivos y anticuados sacerdotes. Aquello me recordó al ex flamen dialis que se había quejado de los ansarinos, lo cual me llevó a pensar en su preocupada nietecilla.
—¿Qué piensas hacer con Gaya Laelia y su familia?
Helena hizo una mueca ante la sugerencia de que era responsabilidad suya, pero enseguida planteó una sugerencia: «Invita a Maya a almorzar (en cualquier caso, yo aún no la he visto) y pregúntale acerca de esa recepción real».
—¿Yo también debo presentarme en casa para el almuerzo?
—No es necesario. —Helena sabía que me moría de curiosidad por enterarme de lo que decía Maya—. Y bien —replicó—, ¿qué te propones hacer respecto al cuerpo que Eliano encontró y ha desaparecido?
—No es problema mío.
—¡Ah, ya veo! —Helena hizo ademán de aceptar mi respuesta (aunque yo debería haber sabido que no era así) y murmuró en voz baja—: Yo tampoco he aprobado en ningún momento que mi hermano se afiliase a la hermandad de los arvales. Ya entiendo que considerase que esto lo beneficiaría a efectos sociales, pero el nombramiento era de por vida. Mi hermano quizá disfrute comiendo y bailando con coronas de espigas durante algunos años, pero también puede ser muy serio y formal. No soportará todo eso indefinidamente.
—Ya sabes lo que pienso.
—Que todas las órdenes sacerdotales son grupos elitistas en los que patricios no electos y vitalicios ejercen el poder; sí, sí, ésos que van todos vestidos con ropas chillonas por razones no mejores que la hechicería, ésos llevan a cabo una manipulación dudosa y clandestina del Estado.
—¡Qué cínica te has vuelto!
—No hago más que citar tus propias palabras.
—¡Qué calamidad!
—No. —Helena adoptó una expresión glacial. —Tú, Marco, eres un observador agudo de la verdad política —añadió. A continuación, cambió de argumento—: En mi opinión, a menos que ya se conozca al asesino del hombre que encontró Eliano, mi hermano debería asumir, con tu ayuda técnica, la tarea de descubrirlo.
—¿A qué viene ahora todo eso? ¿Lo que pretendes es que Eliano informe al resto de los hermanos arvales y, en señal de gratitud, la asamblea escoja al querido Aulo para cubrir la vacante?
—Nada de eso —replicó Helena—. Ya te dije que está mejor sin ellos. Así pues, cuando esos presuntuosos le ofrezcan un puesto gratuitamente, mi hermano podrá sentirse mucho mejor si exclama: «¡No, gracias!» y seguir su camino sin hacerles caso.
Y a veces la gente sugería que era yo el impetuoso.
—Así pues, ¿investigarás el asunto con él? —insistió Helena.
—No tengo tiempo para llevar casos privados sin que me paguen. Helena, querida, estoy muy ocupado planteando recomendaciones para el cuidado de esos bichos que graznan y cloquean desesperadas.
—¿Qué le has sugerido a Aulo?
—Que vuelva al bosque sagrado esta mañana y finja que está realizando una investigación oficial.
—¡De modo que lo estás ayudando, a pesar de todo!
Bien, lo que yo le había dicho era que podía utilizar mi nombre como tapadera, si eso convencía a la gente para que se lo tomara en serio.
—Depende de él. Si quiere saber la verdad acerca de ese cadáver misterioso, tiene mucho tiempo libre y buenos motivos para hacer indagaciones. Tendrá que encontrar a todos los esclavos que trabajaron ayer en el pabellón y hablar con los sacerdotes de varios templos; eso le llevará todo el día y demostrará si sus intenciones son serias. Apuesto a que no descubre nada. La experiencia aplacará su ardor y tal vez le obligue a desistir.
—Mi hermano es muy testarudo —advirtió Helena con voz apagada.
Por lo que a mí respecta, Eliano puede jugar con esta curiosidad tanto como quiera. Incluso puedo darle un par de indicaciones. Sin embargo, la rápida eliminación del cuerpo y el secreto con el que se ha producido no auguran nada bueno. Si los hermanos arvales deciden silenciar el incidente en el momento en que yo mismo me siento vagamente vinculado a la religión del Estado, tengo que resignarme. Hace tiempo yo era un investigador intrépido y entrometido, pero el maldito estamento del poder me había comprado a cambio de un puesto en el que apenas llevaba dos días.
—¿Qué puede hacer? —insistió mi novia, tan terca como su hermano.
—Eliano debería presentarse en la casa del maestro arval cuando la hermandad se reúna para el banquete de esta noche. Debería declarar lo que vio y dar a conocer su conocimiento del caso al máximo cargo de la hermandad, por lo menos, y a todo el grupo, si fuese posible. Mientras esté allí, debería mantener los ojos bien abiertos. Si advierte que falta algún hermano en concreto, puede deducir la identidad del cadáver.
Helena Justina se dio por satisfecha. De hecho, dio la impresión de creer que yo estaba ayudando a su hermano más de lo que me había propuesto.
—Qué maravilla, Marco. Por fin vas a tener un socio que colabore contigo mientras Justino está en Hispania…
Se lo negué con un movimiento de cabeza, pero ella se rió de mí. Antes de abandonar el Arx, compartimos por un instante la panorámica de la ciudad. Aquello era Roma. Estábamos en casa otra vez.
Si alguien ha oído comentar que un procurador vinculado al culto de Juno besó en cierta ocasión a una chica en el recinto sagrado del auguráculo, no son más que rumores que se esparcen con su habitual desprecio por la verdad. En cualquier caso, legado, esa chica era mi esposa.
Maya se mostraba cautelosa como si quisiera dar visos de normalidad a la situación. Rehuyó el abrazo como si esto tuviera que parecer una demostración de afecto innecesaria. Estaba pálida pero vestía con su pulcritud habitual y llevaba sus rizos oscuros peinados hacia atrás, con la cara despejada. Iba ataviada con un vestido que yo sabía que era su favorito. Era evidente su preocupación por tranquilizarnos; desde luego, se notaba que hacía un esfuerzo. Pero en sus labios se notaba mucha tensión.
Venía acompañada de sus cuatro hijos y, cuando los llevé a la habitación de al lado para enseñarles los ansarinos, los ojos de Maya siguieron a sus pequeños con un destello de sobreprotección. Siempre bien educados, los niños se mostraban aún más callados que de costumbre; todos eran lo bastante inteligentes como para darse cuenta de que la muerte del padre tendría consecuencias drásticas y los mayores ya asumían en secreto la responsabilidad de sacar adelante a toda la familia tras aquella tragedia.
—¡Qué alboroto arman! —dijo Anco, con seis años cumplidos, mientras sostenía cuidadosamente entre las manos a uno de los ansarinos. Luego levantó la vista muy preocupado—. ¿Y qué se supone que debes hacer con ellos?
—Tengo que encontrarles otro sitio para vivir, Anco. Esta mañana he llegado a un acuerdo para que ocupen la lavandería de Lenia, al otro lado de la calle. Pueden moverse por el patio y alimentarse en la callejuela de atrás.
—¿Pero no tendrían que estar en el Arx?
—En este momento ya hay suficientes gansos allí.
—¿De modo que puedes quedarte los que sobran?
—Privilegios de mi nuevo empleo.
Anco tomó nota del comentario con expresión grave, considerándolo un estímulo para su carrera.
—No parece buena idea tener rondando a esos gansos en un lugar donde se lava la ropa —apuntó Cloelia. Tiene mi sobrina siete u ocho años y creía que tenía miedo de los animales, pero no le costó nada habituarse a arrojarles su pienso y sus hojas machacadas de mastuerzo a mis pupilos. Era la más práctica de mis sobrinas.
La lavandería de Lenia nunca había sido un lugar muy limpio, que digamos. Yo sólo acudía allí porque me caía a mano y porque Lenia fingía hacerme buenos precios. La mujer esperaba que los gansos protegieran la lavandería de las malintencionadas maniobras de su marido, del cual se había divorciado hacía poco. Esmaracto, que no había conseguido quitarle el negocio por vías legales, trataba ahora de expulsarla a la fuerza.
—Lenia no ha pensado en lo que van a ensuciar, de modo que no vamos a mencionárselo nosotros. ¿Queréis ayudarme a llevarlos a su nueva casa?
Salimos todos en comitiva, cargando con los ansarinos, la cesta y el comedero del pienso. Esto proporcionó a Helena y a Maya la oportunidad de hablar a solas.
—Nos gustaría recuperar este recipiente —le dije a Lenia.
La lavandera se echó hacia atrás los cabellos pelirrojos, encendidos como el pelaje de un zorro, y gruñó:
—¡No veo el momento, Falco! ¡Cuando los gansos hayan crecido, querré otro cazo más grande para cocinarlos!
—No lo dice en serio, ¿verdad? —me susurró Anco al oído, inquieto. Yo, que conocía a Lenia, estaba seguro de que sí lo haría.
—Claro que no, Anco. Las aves son sagradas. Lenia las cuidará con muchísima atención.
Lenia soltó una carcajada.
Encontramos a Petronio a la entrada del local, en pleno descanso antes del almuerzo, y se autoinvitó a acompañarnos, aportando un melón como cuota de inscripción.
Helena me dedicó una mirada iracunda cuando vio a Petronio, pero me pareció que sería de gran ayuda para alegrar el ánimo de Maya. La idea de Petronio para conseguirlo era dirigirle un guiño y comentar con una sonrisa:
—¡Qué viuda reciente más guapa! ¡Parece una jovencita!
—¡Pues ya soy un poco mayor, Petronio! —dijo Maya. Mi mirada siguió a Cloelia, que repartía unos cuencos de comida con poco garbo—. Y eso no significa que puedas volverme loca con tus halagos. ¡Actúa con normalidad y basta!
—¡Uuuy! Ya pensaba que estarías harta de que la gente normal murmure: «¿Y cómo conseguirás salir adelante?». Lo harás, no te preocupes.
Mi hermana le dedicó una mirada fulminante.
—¿Es cierto lo que he oído, que Arria Silvia y su hombre de los encurtidos se han marchado a vivir a Ostia?