—Averígualo tú mismo. Yo no he hecho nada.
—¿Lo puedes demostrar? Ha habido un asesinato, listillo. ¿Qué me dices a eso?
—¡Nada! —Me devolvió una mirada torva e hizo como si no supiera nada. El chico era arrogante, pero yo podía hacer valer mi condición oficial. Sin embargo, estábamos en casa ajena; podíamos ser descubiertos y expulsados en cualquier momento. Tenía que actuar deprisa.
—¿Qué hacemos? —le susurré a Eliano—. Me gustaría apretar en las empulgueras al chico, pero las más próximas serán sin duda las del puesto de los vigiles y la cohorte de distrito que cubre este barrio no es mi preferida. ¿Por qué van a disfrutar de todo este jolgorio? No, no; deja que los chicos de las esteras de esparto peinen las calles en busca de pirómanos. Supongo que será mejor llevar a palacio a este pequeño pordiosero.
—¿Los pretorianos?
—No; son demasiado blandos. —Cualquiera en Roma sabía que la guardia pretoriana era cruel y sádica—. Se lo entregaré a Anácrites.
—¿El jefe de los espías? —Eliano me seguía el juego—. ¡Oh, Falco, ten un poco de compasión del chico!
—Desde luego, Anácrites es un bruto; no soporto sus métodos, tan sucios. De todos modos es quien tiene mejor equipo. El chico no durará mucho en su cámara subterránea de torturas.
Mientras Eliano se estremecía dramáticamente, el chico rompió a chillar de pánico.
—¡No he hecho nada! ¡No he hecho nada!
Ahora, de cualquier modo, hacía demasiado ruido. Eché un vistazo a mi espalda pero, a pesar de los gritos, el personal de la casa estaba completamente absorto en servir el primer plato del banquete. Los hermanos arvales también armaron un buen alboroto cuando se lanzaron sobre sus entremeses ceremoniales y, con la boca llena, intercambiaron chismorreos sobre los terribles sucesos de la noche anterior.
—Responde, pues, a mis preguntas, hijo. Ayer mataron a un hombre de forma muy desagradable. ¿Qué viste en el bosque sagrado de la diosa Ceres?
—No lo vi muerto.
—Entonces, ¿sabes quién era?
—Uno de los hermanos. Cuando llevan la ropa ceremonial puesta, todos se parecen. No conozco sus nombres.
—¿Viste el cadáver?
—No. Lo encontró otra persona, uno de los sacerdotes del templo, creo. Hoy estaba de baja por enfermedad. —¿Era cosa del propio clérigo o era una decisión del maestro?—. Sólo vi que los ayudantes del maestro retiraban el cuerpo tapado en unas parihuelas.
—¿Qué más? —preguntó Eliano sin alterarse. Sin preparación alguna, había adoptado el papel del investigador amistoso y comedido, reñido con la brutalidad. Por mí, no había inconveniente.
—La vi a ella —dijo el chico entre jadeos, volviéndose agradecido hacia el interrogador más comprensivo—. A la mujer que lo hizo. La vi.
De pronto, se mostró menos seguro de sí y su aspecto encajaba más con su edad. Era un chiquillo. Y además estaba tremendamente asustado.
—¿Nos puedes hablar de ella?
—Los hombres que trasladaban el cuerpo no querían espectadores allí. Yo tenía una buena atalaya, pero me ordenaron que me fuera. Al alejarme, ella apareció ante mí.
—¿Puedes describirla?
El camilo era demasiado niño para empezar a tomar nota mentalmente de los atributos de las mujeres. El muchacho parecía desvalido.
—¿Qué ropa vestía? —le sugerí.
—Ropa blanca. Y el cabello recogido. Blanca… pero la parte delantera del vestido estaba cubierta de sangre. Así fue como supe que lo había hecho ella.
—Por supuesto. Quedarías aterrorizado —comentó Eliano, comprensivo.
—Me encontraba bien —se vanaglorió, consolándose a posteriori. Probablemente, ni había tenido tiempo para sentir miedo de verdad.
Mantuve la presión sobre el tema:
—¿Era joven?
—¡Oh, no! —Para un chico de su edad, el no ser joven podía abarcar a cualquiera que pasase de los veinticinco años.
—¿Era una abuela de cabellos canosos?
—¡Oh, no!
—¿Una matrona, pues? ¿Era de clase alta? ¿Llevaba muchas joyas?
—No lo sé. Sólo me dio tiempo a mirarla. Tenía una expresión furiosa. Y…
Hizo una pausa.
—¿Y qué? —preguntó Eliano, paciente con el chiquillo.
—Sostenía un cuenco. —El muchacho empleó esta vez una voz más grave. Aquélla parecía ser la fuente de su terror oculto—. Sostenía un cuenco de esta manera… —Hizo una demostración, imitando la acción de llevar una vasija apoyada en la cadera, con una mano en el borde más alejado del cuerpo. Nosotros guardábamos silencio. El muchacho se debatió, agitado—. Estaba lleno de sangre. Como en un sacrificio del templo.
—¡Dioses benditos! —Perplejo, Eliano puso una mano en el hombro del muchacho para sostenerlo de pie. Eliano nos había dicho a su padre y a mí que el muerto tenía un gran tajo en la garganta. Ahora sabíamos por qué. Me dirigió una mirada y exhaló el aliento con cuidado—. ¿Qué sucedió, pues?
—La mujer hizo algo horrible.
—¿El qué?
—Otras personas la habían visto. Las oí que se acercaban a nosotros y creí que estaba a salvo.
—¿Pero…?
—Tal vez ella también oyó que se acercaba gente. Rompió a llorar desconsoladamente. Dio la impresión de que empezaba a despertar de un sueño y, entonces, me vio. Después sucedió algo extraño. En un altar, cuando cortan el cuello del animal y recogen la sangre, a veces emplean a un muchacho para que sostenga el cuenco ritual. La mujer dio la impresión de pensar que yo estaba allí para eso. —El camilo tomó fuerzas para proseguir—: «¡Ah, estás aquí!», me dijo. Y, acto seguido, me entregó el recipiente que contenía la sangre del muerto.
Cruzamos el vestíbulo en silencio y abandonamos la casa. Un recién llegado que se presentaba con retraso subía los peldaños de dos en dos y se topó con nosotros. Era un senador con toga y, para mi sorpresa, lo reconocí.
—¡Rutilio Gálico!
—¡Falco! ¿Qué te trae por aquí?
—Yo podría preguntarte lo mismo, señoría.
El hombre hizo una pausa para recobrar el resuello.
—El deber…
—Bien, seguro que no perteneces a la hermandad. Si fueras uno de los arvales, esta noche irías adornado con guirnaldas de espigas. Por cierto, te presento a Camilo Eliano, hermano de aquel Justino al que conociste conmigo en África.
Gálico se acordó oportunamente de no exclamar: «¡Ah, el que debería haberse casado con esa rica heredera hispánica que le birló su hermano!».
—He oído hablar mucho de ti —comentó. Fue un error, como de costumbre. Eliano parecía resentido. Apurado, Rutilio Gálico se apresuró a excusarse por estar allí:
—Quizá no te lo haya dicho, Falco, pero soy sacerdote del culto de los emperadores deificados. En realidad, ocupé el cargo después de que Nerón…
Solté un silbido. Se trataba de un honor altísimo, con estrechas vinculaciones con el emperador, que conservaría toda su vida y que luego haría grabar en su lápida con letras muy grandes. Incluso Eliano se obligó a parecer impresionado.
—En resumidas cuentas, que estás vinculado a los hermanos arvales, después de todo.
—Sólo en el grado en que no puedo evitarlo —dijo Gálico con un estremecimiento. En el fondo aún seguía siendo un italiano del norte de los pies a la cabeza—. No los defiendo, Falco, pero en vista de su papel para rezar por la salud de la casa imperial, estoy invitado
ipso facto
a sus festivales.
—Una comida gratis nunca viene mal. He oído la teoría de que la elección para ser el nuevo maestro depende, en realidad, más de una impresión culinaria que de las cualidades religiosas del individuo.
—Me lo creo —asintió Rutilio con una sonrisa—. Veamos… ¿Los dos vais a entrar al banquete? Estoy seguro de que podría arreglarlo…
—Me temo que no sería atinado. —Aproveché la posibilidad de que perteneciera al círculo privado que estaba al corriente del asesinato cometido en el bosque y añadí—: Anoche, mi joven amigo Camilo tuvo la desgracia de descubrir un cadáver en un charco de sangre. Quizás hayas oído algo del asunto. Nosotros estamos aquí, precisamente, realizando algunas indagaciones y haciendo torpes preguntas. Los hermanos arvales se muestran muy sensibles acerca del incidente; nuestras caras no encajarían en la fiesta.
Rutilio miró a su alrededor como para asegurarse de que no nos oía nadie.
—Sí. Acabo de llegar de palacio; estábamos hablando de eso, precisamente. Por eso llego tarde. Normalmente, Tito y Domiciano César habrían estado aquí…
—¿Una decisión política? Es un protocolo delicado —asentí, comprensivo—. Si se quedan impasibles ante una tragedia que nadie puede evitar, tal actitud se toma como demostración de sangre fría. Pero si este asesinato se convierte en un escándalo de los de las páginas sensacionalistas de la
Gaceta Diaria
, a los príncipes no les gustaría ver sus nombres relacionados con el caso. Deja que adivine… ¿Los chicos de púrpura se han visto afectados por algún trastorno estomacal inexplicable y has venido a presentar sus sinceras disculpas?
—Domiciano tiene el estómago revuelto, en efecto —asintió Rutilio—. Y a Tito lo han escogido inesperadamente para que asista al cumpleaños de una tía suya muy anciana.
—¡Ah, bueno! Eso significa que pasará una velada tranquila en los brazos de su extraordinaria Berenice.
—¡Estupendo para los dos! Falco, debo pasar dentro enseguida…
Nos despedimos deseándole una buena velada y abandonamos la casa, que más parecía una quinta a orillas del mar. Al cabo de un rato, Eliano me preguntó qué opinaba de todo aquello.
—Resulta intrigante. Una mujer se vuelve loca y acuchilla a un pariente… pero disfraza el hecho como un sacrificio religioso. —Hice una pausa—. No puede haber sido asunto fácil. Matar a un hombre tuvo que ser difícil, incluso en pleno frenesí, pero además, después de ese esfuerzo agotador, aún tuvo que manipular el cadáver para desangrarlo…
Los dos pusimos sendas muecas de desagrado.
—Y ese asesinato, Falco, ¿te parece que fue un mero acto de súbita locura, o crees que la víctima ya había importunado a la mujer en anteriores ocasiones?
—Bueno, es probable que algo desencadenase el hecho. Pero no debía de ser nada relacionado con los juegos sagrados. Sin duda, fue algún incidente previo, porque el asunto estaba planificado de antemano. La mujer se había vestido de sacerdotisa y había acudido al bosque equipada con instrumentos rituales para el sacrificio.
—¿Crees que el hombre y ella acudieron juntos al lugar?
—Lo dudo. Él se preguntaría para qué eran todos los avíos religiosos. En cualquier caso, una mujer de buena posición no suele viajar fuera de Roma sin compañía. Y para llegar hasta el bosque, si no precisó de acompañantes, al menos tuvo que utilizar algún medio de transporte.
—Para una mujer de buena posición, un transporte discreto no es problema. La mitad de los escándalos en Roma confían en ello. Así pues, ¿era posible que la mujer se desplazara hasta el lugar de los juegos e increpara al hombre, enfrentándose a él con toda la intención de acabar con su vida? No pudo haber circunstancias atenuantes, pero ¿sabes una cosa, Falco? Esa homicida chiflada sólo ha sido sentenciada a ser devuelta a la familia. ¡Si hasta es probable que sea enviada a su casa en el mismo medio de transporte discreto que utilizó para llegar! ¿Acaso se le permitirá continuar su vida normal?
—Bien, el maestro dijo que iban a ocuparse de ella —respondí con sequedad—. Si el hombre al que mató era su esposo, quizá lo único que tengan que hacer sea asegurarse de que nunca vuelva a casarse. Aunque sin duda, si lo hace, alguien dará instrucciones al nuevo marido para que nunca vuelva la espalda a su mujer cuando esté cortando carne ahumada.
—¡Ah! ¡Maravilloso! Y ese viejo de modales rudos con el que nos cruzamos en casa del maestro ¿era un pariente que acudía a los arvales para suplicarles que confirmaran la coartada?
—Muy probable.
—Bien, pues yo considero lamentable que se salgan con la suya.
Como el hombre había nacido en el círculo social superior, donde tales coartadas eran permisibles, me abstuve de comentarios. ¿Qué ganaba dando publicidad a la tragedia de aquella mujer? Un juicio y una ejecución no serían sino una desdicha más para sus parientes, que podían recurrir a fármacos para tranquilizarla y a centinelas para mantenerla encerrada. Muchas familias del Aventino, perfectamente normales, tenían en casa a alguna tía abuela desquiciada a quien mantenían a buena distancia del hacha de cortar leña.
Anduve con Eliano hasta la casa del senador y me aseguré de que no lo asaltaba ningún delincuente. Después, recorrí mi camino de vuelta a casa por el Aventino. Varias veces, durante el viaje en sombras, creí oír unos pasos que me seguían, pero no vi a nadie. En Roma, por la noche, hay ruidos sospechosos de todas clases que pueden ponerle a uno nervioso, una vez empieza a dejar que se cuelen en su cabeza.
El día siguiente iba a ser el último día del mes de mayo. Consulté el calendario de festividades, una abominación que, como concienzudo procurador, debía estudiar con regularidad. Aquella mañana podría haber votado o haber sido jurado de algún proceso criminal si alguien me lo hubiera pedido. Pero nadie lo hizo y, así, dio la impresión de que el último día del mes transcurría con suma placidez. Cualquiera puede ser un ciudadano responsable cuando la mayor parte del mundo cree que aún sigue en el extranjero.
Dejé transcurrir el día. Ya de vuelta en casa, me sentí cansado, muy cansado. Además, estaba inquieto. El cargo de procurador de las aves sagradas marcaba mi existencia. Y el calendario señalaba que al día siguiente se celebraba un gran festival en honor de Juno Moneta. Mi puesto estaba allí. Incluso asistir a ese acontecimiento sería una novedad para mí, y mucho más el hecho de servir de niñera a una nidada de gansos que iban a realizar su insípida demostración triunfal de cada año sobre un puñado de perros guardianes supuestamente culpables, unos pobres canes abandonados que serían atrapados y crucificados siguiendo el ritual. Aquélla no era la idea que yo tenía de una suave evocación histórica.
Ahora, sin embargo, estaba en casa sin hacer nada, encargado de cuidar a la pequeña Julia mientras Helena permanecía fuera de casa. Cuando, como si fuera un pomposo cabeza de familia que fiscalizara la vida social de su esposa, le reclamé que me explicara dónde iba, se limitó a mirarme con una expresión cándida que significaba que estaba ocultándome algo. Fuera lo que fuese, cogió a
Nux
como acompañante, suficientes panecillos para un buen desayuno, su punzón para escribir y sus tablillas de anotaciones privadas y varias esponjas; después, vi que escondía mi mejor martillo bajo la capa y dudé mucho que fuese a visitar a una amiga para hablar de bordados.