—¿Un rito de purificación? —pregunté sin alzar la voz.
El eficiente chambelán debía de haber avisado al cabeza de familia de lo que habíamos manifestado que buscábamos.
—Exacto. El bosque ha quedado contaminado por la presencia de un arma. Pero ya se han ofrecido las debidas reparaciones con solemnes
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.
Como es sabido, este magno acto de expiación consiste en el sacrificio de un cerdo, un carnero y un toro juntos. Tres animales perfectos, cazados a lazo y degollados al día siguiente.
¿Sería tratado con la misma diligencia un cadáver humano ensangrentado? En aquel culto, sí.
Los tres funcionarios habían encontrado asiento. Las espigas de los tocados asentían suavemente a la luz de una hilera de lámparas de aceite suspendidas. Unas sombras cruzaron sus rostros. Los tres hombres estaban acostumbrados a aquel efecto. Eliano, que esperaba unirse a ellos, debía de haberse preparado para aceptar esta visión. Yo conseguí contener la sonrisa. Por muy poco.
—Bueno, joven, cuéntame qué te sucedió —propuso el maestro con tal condescendencia que me castañetearon los dientes. En aquel momento estaba cambiándose de ropa para cubrirse con un vaporoso vestido de noche blanco, como el que ya llevaban los demás. Sobre uno de los hombros había colocado un chaleco doblado. El banquete se estaba retrasando. Ayudado todavía por el discreto esclavo, se vistió a toda prisa. Notamos que aumentaba la tensión a cada momento. Por supuesto, nadie quería que el cocinero arval empezara a lamentarse de que se le quemaba el asado.
Eliano exhibió su gesto ceñudo menos atractivo y dijo bruscamente:
—Tropecé con un cadáver detrás de tu tienda, señor.
—¡Ah! —El hombretón no dio muestras de la menor sorpresa; apenas dejó entrever una leve preocupación. Ya ataviado para el festín, hizo una indicación al esclavo para que nos dejara—. Debe de haber sido una experiencia terrible.
—¿Vosotros visteis el cuerpo? —intervine.
—Yo, sí. —El hombre no hizo ningún intento de disimular. Normalmente, en mi trabajo, uno encuentra resistencias y negativas rotundas a colaborar, pero ésta también era una escena familiar. Estaba seguro de que era mucho peor. Tratar con franqueza absoluta es como caer en un silo de grano. Uno puede asfixiarse en un instante.
—Posteriormente el cadáver desapareció. —Perturbado todavía, Eliano habló en tono demasiado áspero. Si le permitía continuar por aquel camino, perderíamos la poca iniciativa en la conversación que aún conservábamos.
El maestro nos miró de hito en hito. La suya fue una discreta exhibición de suave reproche.
—¡Ah, querido! Veo que sospechas de maniobras oscuras…
Noté que se me encendían las mejillas. Era como si habláramos de que faltaban de la caja unos cuantos denarios extraviados, en lugar de referirnos a un hombre que estaba honrando la antigua religión oficial cuando había muerto acuchillado en una de las tiendas.
—¿Habéis procedido a limpiar el lugar de los hechos?
Formulé la pregunta sin dar muestras de demasiada desaprobación. Estaba ante personas inteligentes que se daban cuenta de que yo conocía su deseo de que el secreto se mantuviera en el círculo de practicantes del culto.
El maestro ahondó de inmediato la mueca de profunda lamentación que ya mostraba.
—Me temo que sí. Al fin y al cabo, era la noche principal de nuestra fiesta anual y esperábamos evitar el pánico entre el personal asistente y entre el público que estaba de visita para los juegos sagrados. El bosque de la diosa también había sido contaminado, de modo que hubo conversaciones respecto a cómo volver a consagrarlo lo antes posible… Bien, éste es un asunto de lo más molesto, pero no existe ningún secreto inconveniente. Te agradezco que acudas a nosotros con tus preocupaciones. Permíteme explicar qué ha sucedido, hasta donde nosotros sabemos…
—¿El muerto era uno de los hermanos? —pregunté.
—Por desgracia, sí. —Noté que no hacía el menor ademán de decir el nombre—. Un triste accidente doméstico. La mujer responsable fue descubierta vagando por el bosque inmediatamente después, cubierta de sangre y llorando muy abatida, totalmente trastornada.
—Lo has llamado «un accidente doméstico»; ¿quiere eso decir que esa mujer es pariente de la víctima?
—Tristemente, así es. ¿No es verdad, Falco, que los asesinatos se cometen, en la mayoría de los casos, por miembros de la propia familia?
Asentí.
—Normalmente, las esposas matan a sus maridos. ¿Viste a la mujer con tus propios ojos?
Por primera vez, el hombre dio la impresión de sentirse abrumado por el terrible suceso.
—Sí. Sí que la vi. —Permaneció callado un instante y luego añadió—: Una vez que la mujer se tranquilizó, su rostro adquirió una expresión de satisfacción. Yo le hablé con suavidad y ella admitió que lo había hecho.
—¿Y pudo dar alguna explicación racional al crimen?
—No.
—Sería difícil —comenté con sequedad.
—Estas cosas suceden a veces. Se produjo de forma muy inesperada; de lo contrario, podrían haberse evitado tan terribles consecuencias. Ese miembro de nuestra hermandad, según se ha sabido ahora, llevaba tiempo perturbado por los accesos de locura de la mujer, pero intentaba protegerla ocultándolos. Hay gente que actúa así, ¿sabes? —Respondí con una mueca de asentimiento—. He hecho más investigaciones y he llegado a la conclusión de que ésa es toda la verdad. La mujer se trastornó. Lo que quizá no averigüemos nunca es si se debió a una gran presión que ya no podemos descubrir o a una desdichada enfermedad mental.
—¿Se emprenderá alguna acción oficial?
—No, Falco. He consultado al emperador hoy mismo, pero no se sacaría nada llevando el caso a los tribunales. No haría sino aumentar la pena y el dolor de todos los afectados. No nos queda otra cosa por hacer que lavar el cuerpo y entregárselo reverentemente a sus familiares y que éstos se ocupen del entierro. La pobre mujer ha sido puesta bajo la tutela de su familia más cercana, con la promesa de que será atendida y vigilada constantemente.
Al oír esta perorata, los dos funcionarios ayudantes que nos habían recibido a la llegada se revolvieron ligeramente en sus asientos. Ellos y el maestro intercambiaron unas miradas y el vicemaestro dijo a su superior:
—Cuando llegaste estábamos tratando los detalles.
—Bien, bien…
Intuí que el diálogo se refería a mucho más de lo que las palabras en sí dejaban traslucir. ¿Se trataba acaso de una advertencia de algún tipo?
El maestro me miraba como si esperase a ver si insistía en el tema. Decidí no hacerlo.
—Por supuesto, no habrá publicidad, ¿verdad?
Asintió en silencio.
—¿Cómo se llamaba el hermano que murió? —intervino Eliano.
El maestro le miró con una mirada colérica bajo el entrecejo fruncido.
—Me temo que no puedo decirlo. Se ha decidido no decirlo. —Habló con voz grave y su tono dio a entender que la decisión estaba respaldada por Vespasiano tras la consulta que el maestro afirmaba haber realizado con él—. No se facilitará el nombre de la familia implicada en esta tragedia terrible.
Los otros tres hermanos se revolvieron en sus asientos. Ya no me quedaban dudas de que conocían toda la historia. Estaban extasiados con el modo en que su líder nos toreaba con la versión oficial.
Cerré los labios y aspiré profunda y lentamente por la nariz. En otra época me habría hecho incómodo a fuerza de tanto insistir en que me facilitaran más información, con lo que no habría llegado a ninguna parte. Cuando la clase dirigente cierra filas, su personal sabe bien cómo hacerlo. Eliano estaba impaciente por seguir con el tema, pero yo negué con la cabeza en un leve gesto para advertirle que no protestara.
—Joven —dijo el maestro con tono comprensivo—, me perturba mucho que te hayas visto involucrado en este triste episodio mientras asistías a nuestros ritos. Debe de haber sido un buen sobresalto. Hablaré con tu padre, pero trasmítele ya mi sincero pesar. Y a ti, Didio Falco, gracias. Te agradezco de todo corazón tu ayuda y tu apoyo.
—Confía en nuestra discreción —dije, acompañando mis palabras con una sonrisa, que intenté que no fuera sombría. El hombretón de la túnica no nos había pedido que guardáramos silencio; sin embargo, quedaba entendido que seríamos considerados con la desgraciada familia afectada por el caso—. Yo soy un agente imperial que goza de la confianza del emperador y Eliano, como bien sabes, tiene el mayor respeto por los hermanos arvales.
Preguntar quién era el máximo candidato a la inesperada nueva vacante habría sido un craso error. Le hice un guiño a Eliano y, tras dirigir un saludo general a los presentes, nos marchamos.
Antes de abandonar la sala, oímos el murmullo de una conversación detrás de nosotros. El ayudante del maestro decía, casi como si no pudiera contenerse:
—Tuvimos una visita suya antes de que todo eso…
Y, en ese momento, la puerta se cerró.
Dirigí la mirada al joven Camilo para observar cómo interpretaba nuestra entrevista. Al fin y al cabo, era el hermano de Helena. Le irritaba que nos hubiesen toreado y burlado con una cortesía dura como el granito. En vista de la antipatía que ya abrigaba dentro de sí, pretendía culparme de la falta de resultados.
Vi que apretaba los labios con disgusto.
—Bien, como dije al principio de la velada, Falco, ¡vaya pérdida de tiempo!
Dimos tres pasos. Entre la salida y nosotros, los hermanos pasaban en comitiva hacia el comedor del maestro. Nos detuvimos.
A nuestra espalda, el maestro y sus acompañantes salieron de la sala que acabábamos de abandonar. El hombretón hizo una pausa y dio una palmada en el hombro a Eliano. Después, excusándose de que el banquete iba a tener lugar en su domicilio privado, donde había un número limitado de triclinios, dijo que no podía invitarnos. Los miembros ordinarios habían aminorado el paso, de modo que el maestro y otros dirigentes pudieron alcanzar la cabeza del grupo y abrir la marcha. Eliano y yo nos quedamos donde estábamos y vimos a los portadores de guirnaldas encaminarse en pleno hacia su último ágape formal de aquel festival.
—Aulo, tenía entendido que el primer día se apretaron un poco para hacerte sitio como espectador, ¿no es eso?
—Ajá.
—Pero hoy el maestro insiste en que no hay lugar para ti. Ese comedor debe de haberse encogido.
—Ves conspiraciones por todas partes, Falco.
—No. Sólo veo a un par de investigadores indeseables a los que se ha querido hacer que tragasen una sopa espesa de medias verdades.
Probablemente, lo único que hacía el maestro era tapar un trágico incidente que, de convertirse en escándalo público, perjudicaría a los involucrados. Yo sentía simpatía por la familia afectada pues, al fin y al cabo, la mía también tenía problemas que prefería ocultar a los demás. Pero detestaba que me trataran con condescendencia.
Los hermanos arvales pasaron ante nosotros a paso ligero, tropezando con los dobladillos de sus ropas blancas. Eran el orgullo de las filas patricias, de modo que la mitad de ellos estaban achispados e incluso había algunos de rostro senil. Los conté en voz baja. Había un par que sobraba, pero las guirnaldas destacaban sobre todo. Allí estaban los doce. No, once. Uno había sido apuñalado por una esposa loca la noche anterior. Por lo menos, suponía que se trataba de la esposa, aunque, al pensar más en ello, el maestro no había dicho nada concreto al respecto. (A esas alturas, todo cuanto procedía de él me hacía desconfiar.)
—Con todas las salvedades. Dime, presunto novicio, ¿suelen hacer todos el esfuerzo de asistir al banquete?
—No. Calculan reunir entre tres y nueve. Una vez, al término del reinado de Nerón, se produjo un quórum absoluto del que todavía se habla con asombro.
—Ese maestro habrá contratado a un cocinero magnífico.
—Supongo que iban a abrir un debate sobre el emperador loco.
—¡Qué sorpresa!
El grupo se amontonaba en los triclinios. Se oían murmullos de los que disputaban los mejores puestos y los gemidos de los más ancianos que pugnaban por acomodar sus cuerpos hechos un lío entre los pliegues de sus túnicas. Imaginé su impaciencia por escuchar detalles escabrosos del asesinato y por conocer qué efecto podía tener un escándalo así.
—Bien, Falco, es hora de irse. —Eliano tenía la concentración de un mosquito—. Aquí no tenemos nada que ver nosotros.
—Eso es lo que quieren que pienses. El maestro de tu admirada religión nos ha vuelto del revés. Ahora sé cómo se siente un conejo cuando lo desuellan.
—Tropecé con un lamentable incidente doméstico, ¿tú no lo crees así?
—Sí, claro.
—De modo que el maestro nos dijo la verdad.
—En parte… probablemente sí.
—Me ha parecido un hombre absolutamente abierto y razonable.
—Un tipo encantador. Pero apuesto a que hace trampas a las damas.
Cuatro jóvenes aparecieron por una puerta lateral. Todos vestían túnicas blancas iguales y llevaban bandejas en las manos.
Eliano, a punto de abandonar cualquier pretensión de camaradería conmigo, se volvió ligeramente. A pesar de su odio por mí, cruzó su mirada con la mía. Una vez más, la curiosidad había ganado la partida y, de pronto, volvía a estar en el juego.
—¿Quién de los tres? —pregunté.
Señaló al tercer muchacho. Me acerqué a él y lo agarré hasta que la bandeja saltó por los aires; le inmovilicé llevándole un brazo a la espalda y lo obligué a introducirse en una alcoba, detrás de una estatua. Eliano bloqueó la salida y confirmó en voz alta que aquél era el joven que unas horas antes había escapado corriendo cuando trató de hacerle unas preguntas en el bosque.
Tenía unos trece años, unos cuantos granos en la cara y algún que otro pelo en la barba. Era un joven patán de pecho de pichón que creía que podía hacer lo que le viniera en gana y que teníamos que soportarlo todo. Eliano arrugó la nariz. El uniforme blanco impoluto cubría un cuerpo que rehuía el baño como es típico en los adolescentes.
—¡Suéltame! ¡Tengo que cumplir con mis obligaciones en el banquete…!
—¿Éste es el camilo de piernas ligeras? —pregunté a Eliano—. ¿Por qué salió corriendo? ¿Qué ocultaba?
—¡Que algo esconde, es evidente! —Eliano se inclinó sobre el muchacho y lo aplastó contra la estatua.
—Algo malo, diría yo. ¿Cómo te llamas, candidato a atleta?