—¿Y ese nombre no será el de Gaya Laelia? —preguntó Helena.
Maya puso los ojos en blanco.
—¡Por los dioses, querida! No deja de asombrarme cómo tú y mi hermano siempre estáis en primera línea de los rumores y chismorreos. ¡Sólo lleváis tres días en la ciudad y ya lo sabéis todo!
—Es un don.
—Lo cierto es que, en efecto, conocimos a Gaya, esa pequeña patricia encantadora y llena de autosuficiencia.
—¿La conocéis a través de tu familia? —preguntó Maya a Helena.
—Es una de mis clientas —repliqué yo con parsimoniosa lentitud. Maya y Petronio dieron un inesperado bufido—. Parece ideal para el trabajo de vestal. Todos sus parientes están especializados en ostentar cargos sacerdotales. La niña se ha educado en la casa de un flamen dialis.
—Bien, querido, todo eso ya lo sé. ¡La niña es perfecta para ese papel! —se mofó Maya con acritud—. Y no quiero ser desconsiderada, Marco, pero ¿para qué te necesita?
—Reconozco que eso me desconcierta. ¿Tu hija llegó a hablar con Gaya Laelia?
—Me temo que sí. Quizá me falten habilidades para escalar puestos en la sociedad, pero mi extraña niña ambiciosa va directamente a hacer amigos entre la gente importante.
—Cloelia no puede ser tuya —dijo Helena—. Famia debió de encontrarla bajo el arco de un puente. Háblanos de Gaya Laelia; ¿parecía feliz de verse preferida por Berenice y la vestal?
Maya hizo una pausa antes de responder.
—Bastante. Era una de las más pequeñas y después de un largo rato en el regazo real me pareció que se aburría un poco. En cualquier caso, hubo un poco de revuelo. Pero la situación se manejó con bastante disimulo y la mayoría de las presentes ni se enteró.
—¿Qué clase de revuelo? —pregunté.
—¿Cómo voy a saberlo? Dio la impresión de que la pequeña decía alguna inconveniencia, como suelen hacer los niños. Berenice la miró sorprendida y Gaya fue retirada del regazo de la reina; su madre la agarró como si quisiera que se abriese la tierra y la tragase, pero todas las mujeres próximas continuaron riéndose y fingiendo que no había sucedido nada. Cuando volví a ver a Gaya, jugaba con mi Cloelia y las dos me dirigieron una mirada en la que podía leer la amenaza en caso de que las interrumpiera.
—¿Jugaban? —insistió Helena.
—Sí, se pasaron más de una hora transportando imaginarios cuencos de agua desde una de las fuentes.
—¿Qué opinas de Gaya?
—Demasiado bien educada. Demasiado exquisita y demasiado buen carácter. Demasiado bonita y agraciada. No lo digas: ya sé que soy una refunfuñona.
—Y eso nos encanta de ti —aseguré a mi hermana con afecto. Le expliqué cómo Gaya había acudido a verme y lo que había dicho de su familia—. No sé la verdad de todo este asunto, pero la chiquilla me pidió ayuda. ¿Y qué piensas de la madre de Gaya? Si algún miembro de la familia tiene algo contra la niña, ¿podría ser ella?
—Lo dudo —contestó Maya—. Estaba orgullosísima de su pequeña.
—Sólo hemos conocido a un tío suyo —intervino Helena—. ¿La madre está dominada por alguien?
—No lo parece. Por lo menos, cuando está fuera de casa en compañía de otras mujeres.
—Pero, en casa, quién sabe, ¿no? ¿Cloelia le contó a Gaya que tenía un tío que trabajaba como informante?
—No tengo la menor idea. Es muy probable que sí.
—Y, por otra parte, supongo que no sabes si Gaya le contó a Cloelia algo de su familia…
—Helena, cuando Julia crezca un poco aprenderás una cosa —respondió Maya—: yo no era sino la acompañante que permitía a mi hija relacionarse con gente de clase alta y soñar que también ella era ridículamente importante. Yo contraté la litera que nos condujo al Palatino. Yo causé apuro al llevar un vestido demasiado brillante y bromear respecto a la ocasión en un tono que no cayó bien en algún grupo. Salvo esto, mi presencia era superflua. No se me permitía saber nada de lo que Cloelia comentaba con otras chicas cuando andaban juntas por su cuenta. Mi único papel fue luego en casa, mojarle la frente y sostener la palangana, pues la excitación le hizo pasar la noche vomitando.
—Eres una madre maravillosa —le aseguró Helena.
—Coméntaselo alguna vez a mis hijos.
—Ya lo saben —apunté.
—Pues Cloelia no pensará igual cuando tenga que darle la noticia de que no la escogerán.
—Muchas madres tendrán el mismo problema por toda Roma —le recordó Petronio.
—Todas, menos la mujer bizca, pagada de sí misma, ésa que parió a Gaya Laelia.
La madre de la pequeña había ofendido profundamente a Maya, pero imaginé que, en parte, la culpaba por el mero hecho de existir.
—Quizá no resulte tan sencillo. Decididamente, aquí se nos escapa algo. La niña vino aquí en busca de ayuda por alguna razón.
—Vino a verte porque tiene una imaginación desbordada y muy poco sentido común —dijo Maya—. Por no hablar de una familia que le permite hurtar la litera y deambular por media ciudad sin su obligada acompañante.
—Me da la impresión de que en este asunto hay algo más —dijo Helena tras unas reflexiones—. Es inútil. No podemos olvidarlo todo, sin más. Marco, uno de los dos tendrá que investigar esto a fondo.
Sin embargo, tuvimos que dejar la conversación en aquel punto debido a la conmoción que se produjo a la puerta de la calle cuando los niños llegaron un poco asustados. Los pequeños gimoteaban e incluso Mario estaba muy pálido.
—¡Oh, tío Marco, un perro muy grande ha saltado sobre
Nux
y no quería soltarla!
El chiquillo se retorcía todo apurado, pues sabía qué se proponía el animal pero no se atrevía a decirlo.
—Eso es magnífico —dije, radiante, mientras
Nux
se refugiaba bajo la mesa con un gesto entre tímido y avergonzado—. Si al final tenemos una camada de cachorros zarrapastrosos, Mario, serás el primero en escoger uno.
Mientras mi hermana se estremecía de horror, Petronio murmuró en un ronco aparte:
—Es muy acertado por tu parte, Maya. El padre de esas criaturas era veterinario de caballos y tú debes permitir que tus queridos retoños desarrollen esa afinidad con los animales que han recibido en su herencia.
Pero Maya había decidido que tenía que salvarlos de la mala influencia de Petronio y de la mía, de modo que dio un respingo y condujo a casa a toda su descendencia.
—¡Bah! ¡Vaya pérdida de tiempo!
Me había permitido olvidar temporalmente que Camilo Eliano, no se sabía cómo, había perdido un cadáver. Ascendió pesadamente los peldaños de nuestra escalera e irrumpió en el piso con el entrecejo fruncido. Oculté una sonrisa. Normalmente el joven héroe aristocrático despreciaba todo lo relacionado con el papel de informador, pero había caído de lleno en la vieja trampa: enfrentado a un enigma, se sentía impulsado a investigarlo, y seguiría haciéndolo incluso cuando se sintiera agotado y furioso.
Ya estaban ambas cosas en marcha.
—¡Por el Hades, Falco! Me has enviado a una misión absurda. Cuando preguntaba, todo el mundo me respondía con suspicacia, la mayoría se mostraba hosco y desagradable, algunos intentaron engañarme e incluso hubo uno que salió corriendo.
Le habría ofrecido una copa, el tónico tradicional, pero aquel día habíamos consumido toda mi reserva a la hora de comer. Cuando Helena le indicó que tomara asiento en un triclinio, los ojos castaños de Eliano recorrieron la mesa con la mirada como si buscaran vagamente una jarra y una copa. Todos los instintos más elementales estaban en marcha, aunque le faltaba el descaro suficiente como para pedir un trago abiertamente.
—¿Lo perseguiste?
—¿A quién?
—Al que salió huyendo. Te diré que casi con certeza ésa era la persona con la que tenías que hablar.
Camilo Eliano reflexionó acerca del comentario. Por fin, entendió a qué me refería, cerró el puño y se golpeó la frente.
—¡Bah! ¡Tonterías, Falco!
—¿Lo reconocerías si volvieras a verlo?
—Era un muchacho. Los miembros de la hermandad tienen a varios jóvenes como ayudantes y criados de sus banquetes. Se da la coincidencia de que estos jóvenes reciben el apelativo de «camilos». Sólo son cuatro. Seguro que lo reconocería.
—Tendrás que participar en algún festín primero —señalé, tal vez innecesariamente.
Eliano bajó la cabeza hasta apoyar la frente en la mesa, se cubrió el rostro y gimió desesperanzado.
—Otro día —dijo—. Ahora no puedo más. Estoy exhausto y furioso.
—¡Qué lástima! —murmuré con una sonrisa, al tiempo que lo ayudaba a ponerse de pie tirando de él. Aquel hombre torpe y altivo se había comportado abominablemente con Helena y conmigo. Ahora, me encantaba poder pagarle con la misma moneda—. Porque si realmente quieres llegar a alguna parte, tú y yo lo que tenemos que hacer es ponernos presentables y dar un paseo hasta la casa del maestro de la hermandad arval. ¡Y debemos hacerlo ahora mismo, Aulo!
Era el último día del festival. Sería su última oportunidad. Mi joven aprendiz tuvo que aceptar el hecho de que su misión estaba determinada por unas limitaciones de tiempo. Como yo, era lo bastante astuto como para ver que, si queríamos atajar la progresión del escurridizo supervisor de un culto que escondía algo, necesitábamos poner en acción todo nuestro ingenio y nuestras energías… y que debíamos actuar deprisa. Su trabajo apenas se había iniciado.
—Juegos de hombres —me disculpé ante Helena.
—¡Chicos! —comentó—. Tened cuidado.
Le di un beso. Hubo un momento de vacilación por parte de su hermano, pero demostró que estaba aprendiendo y se obligó a imitarme.
Eliano supo encontrar la casa del maestro, en donde el primer día del festival asistió al banquete como observador. La mansión era una villa señorial que imitaba las de la costa, con su propia isla de tierras, situada cerca de la Vía Tusculana. Una profusión de delfines de piedra daba al lugar una sensación marina y un aspecto alegre carente de pretensiones, aunque en el centro urbano de Roma aquellas hileras de balcones abiertos en cada ala producían un efecto curioso y armónico. En la bahía de Nápoles, los propietarios podían dedicarse a pescar desde los porches de sus villas, pero su nostalgia por las vacaciones augustas, desaparecidas hacía ya mucho tiempo, quedaba fuera de lugar. Nadie pesca en las alcantarillas de Roma. Por lo menos, nadie que conozca, como es mi caso, qué cosas flotan en el suministro de agua de la ciudad.
Cuando llegamos, el gran número de palanquines era señal inequívoca de que la élite de miembros del colegio empezaba a reunirse para el banquete de aquella noche. Se notaba un bullicio especial y me pregunté si aquellos hombres coronados de espigas se saludaban con una animación superior a la habitual porque tenían conocimiento de la muerte producida la noche anterior.
Sin embargo, un hombre abandonaba el lugar. Alto, enjuto, anciano y arrogante, cuidaba de que su mirada no se cruzara en ningún momento con la de los demás. En torno a su venerable calva lucía unas canas de cabello fino que el viento agitaba suavemente.
El hombre se detuvo en lo alto de la escalinata de entrada como si esperase que algún lacayo le abriera paso. Cuando Eliano ascendió los peldaños con saltos atléticos, rozó ligerísimamente con la capa al viejo, que se encogió como si acabara de tocarlo un mendigo leproso. Eliano tomó al hombre por un senador que quizá tenía voto en la asamblea y se disculpó, circunspecto. La única respuesta fue un gruñido de impaciencia.
El hombre le resultó vagamente familiar. Quizá tenía algún cargo honorífico, o puede que lo hubiera visto en los asientos del teatro. Júpiter sabía de quién se trataba.
Entramos con osadía en el porche principal. Encontré un chambelán. Nuestros ademanes le sirvieron de advertencia: éramos un problema, pero demostramos ser lo bastante discretos como para convencerlo de que nos ayudase.
—Lo lamento, pero esto es muy urgente. Antes de que empiece la diversión, tenemos que ver al maestro por un asunto confidencial. Somos Didio Falco y Camilo Eliano. Y el asunto se refiere a un hecho desafortunado que se produjo ayer tarde.
El chambelán respondió afable, inexpresivo y, sin duda, al corriente del escándalo acaecido en el bosque. Para incredulidad de mi acompañante, nos franqueó el paso al momento.
Mala señal. El maestro debía de estar llevando aquel asunto con astucia.
En un principio no fuimos recibidos por el maestro en persona, sino por su adjunto, un hombre pegajoso y coloradote, cubierto de verrugas, al cual, de haber sido un hombre común en lugar de un noble de alcurnia, no habría comprado pescado fresco por temor a que me produjera alguna intoxicación. Lo acompañaba el viceflamen, un tipejo pálido y delgaducho con un goteo en la nariz que debía de ser la fuente principal de los resfriados veraniegos que se producían aquel mes en Roma. Los dos individuos nos recibieron con nerviosismo, explicaron quiénes eran y se extendieron en excusas y comentarios sobre su participación en los oficios y en las ceremonias en el templo, puesto que el auténtico maestro y los flámines habían tenido que acudir a otras obligaciones.
De todos modos, se ahorraron explicaciones embarazosas dado que en ese momento sus superiores aparecieron en escena, vestidos con ropas de viaje.
Me levanté respetuosamente. Lo mismo hizo el hermano de Helena, a imitación mía.
—¡Camilo Eliano! —El maestro se lavó las manos en un aguamanil que sostenía un esclavo; a continuación, asintió con una sonrisa para demostrar que lo reconocía—. ¿Y tú eres…?
—Didio Falco. —Probablemente, era una convención aceptada por todos que, en compañía de tales personajes, uno mencionara la relación que mantenía con la religión. Sin embargo, no estaba dispuesto a reconocer mi condición de guardián de los gansos—. He trabajado para el emperador —añadí. Que adivinaran en qué—. Estoy aquí como amigo de este joven. Eliano tuvo una experiencia bastante desagradable a últimas horas de la tarde de ayer. Creemos que debe ponerle al tanto de ello formalmente, por si no estáis al corriente de lo sucedido.
—Lamento haberos hecho esperar; teníamos algunos asuntos extraordinarios que tratar en el bosque sagrado.
El maestro era un hombre de vientre abultado que ya debía de ser enorme mucho antes de ocupar el cargo en un puesto que acarreaba la continua participación en banquetes. El flamen sacrificial del culto, que le seguía a dos pasos, era bajo de estatura y estrecho de cintura, pero hacía denotar su presencia con una risa estridente en momentos inoportunos.