—Coquetea con los operarios siempre que puede.
—Exacto. No quiero parecer indiscreto pero, ¿crees que va más allá del simple coqueteo? —Me preguntaba si Gaya habría visto algo que la había turbado.
Ariminio hizo un sonido en son de mofa.
—¡Ya has visto a la chica! Pero a los hombres no les importa reírse con ella. Cualquier excusa es buena para dejar de trabajar.
—¿Es que Gaya se escabulle?
—No tiene maldad —dijo Laelia con un arrullo como si a la tía se le cayera la baba por la niña—. No hace más que jugar ella sola.
—Tiene una imaginación enorme, supongo… —La mujer asintió y yo pregunté, sin alzar la voz—: Por eso vino a decirme que alguien quería matarla, ¿no?
Los dos se encresparon. Los dos hicieron oídos sordos a la pregunta.
—Pues a mí me parece que lo de la amenaza era cierto —declaré.
Tampoco esta vez hubo respuesta.
Los miré de hito en hito como si sopesara de cuál de los dos procedían tales amenazas. Luego, dejé el tema.
—Hay varias posibilidades —les dije fríamente—. Las principales son que Gaya se sintiera desgraciada por alguna causa que nadie quiere reconocer y huyera en busca de su padre o de su tía Terencia. En mi opinión, deberíais informar a ambos para que puedan buscarla.
—Tomo nota de tu opinión —dijo Ariminio—. Comentaré con el flamen si se lo decimos a Escauro.
—¿Terencia Paula sabe ya que la niña se ha perdido?
—Sí —respondió Ariminio, sin revelar que la ex vestal se había alojado en la casa hasta aquella misma mañana. Yo, por mi parte, no revelé que conocía su presencia.
—Otras posibilidades son que la niña siga aquí, escondida por voluntad propia o forzada. Mi próximo movimiento será una búsqueda completa y sistemática. Una tercera opción es que la hayan secuestrado, posiblemente por dinero.
—No somos una familia rica —confesó Laelia y enarcó las cejas.
—Eso es en términos comparativos, por supuesto. Donde tú sólo ves hipotecas, un ladrón famélico puede esperar, en cambio, conseguir una fortuna. ¿El dinero es un problema? —Vi que Ariminio lo negaba con un movimiento de cabeza, que dirigió por igual a mí y a su esposa. Aunque al principio lo había considerado un inútil, empezaba a parecerme que tenía los pies en el suelo y que era más realista que cualquiera de los otros. Laelia se limitó a encogerse de hombros con gesto vago—. Bien, infórmame inmediatamente si llega alguna nota pidiendo un rescate —le dije al hombre.
—Sí, desde luego. —Los secuestradores se dirigirían al ex flamen, probablemente, pero Ariminio se mostró de nuevo como un hombre experto en tomar decisiones. En cualquier caso, si veía una araña de buen tamaño que se desplazaba suficientemente despacio, tal vez pensaría en que lo mejor era pisarla.
—La peor posibilidad, si es cierto que la han secuestrado, es que sea carne de burdel. —Estaba siendo brusco a conciencia. La única arma que me quedaba era provocar el sobresalto—. Una candidata a virgen vestal sería considerada un buen botín.
—¡Por todos los dioses, Falco!
—No quiero asustar a nadie, pero es preciso que lo sepáis. Ésta es una de las razones que han movido al emperador a tomarse tan en serio la desaparición de Gaya. Por eso estoy aquí. Por eso tenéis que ser sinceros. La niña tiene seis años. Esté donde esté, a estas alturas debe de sentirse aterrorizada. Y debo encontrarla pronto. Tengo que saber si ha ocurrido algo fuera de lo habitual, si alguien ha visto a algún merodeador, si se conoce algún aspecto de su inclusión en el sorteo que pueda haberla afectado. La niña quería ser una vestal, pero no es un honor que todo el mundo considere por igual, me parece.
Había vuelto a incidir en la misma cuestión de siempre: las rivalidades en la familia.
—¡Ah, eso era sólo tía Terencia! —me aseguró Laelia. El nerviosismo sacaba lo mejor de ella y soltó una risita—. Es un poco retorcida, en ese punto. En realidad, lo que dijo fue que en su familia había suficientes mujeres que habían visto arruinada su vida de alcoba.
Conseguí no mostrarme sorprendido.
—Así pues, ¿ella no llevó a gusto guardar el celibato?
Laelia lamentó haber hablado.
—No, no; ha vivido dedicada a su vocación.
—Fue una virgen casta… y luego se casó. No es un hecho sin precedentes. Bien, háblame del «tío Tiberio». ¿Tengo razón al pensar que la vida de alcoba de ese hombre era, digamos, desinhibida?
Marido y mujer intercambiaron una mirada. Ariminio acababa de mover el pie hacia el de Laelia. Una coincidencia, tal vez. Si se trataba de una advertencia, no fue suficientemente enérgica.
—Tiberio ha muerto —me recordó con aire algo jactancioso.
—¿Y, por tanto, lo único que merece ahora son elogios? Por fortuna, ya hemos celebrado el funeral, de modo que puedes olvidar esa estúpida pretensión de que ese hombre era descendiente de probos héroes republicanos y tenía unos niveles morales impecables. —Me volví hacia Laelia—. Supongo que pensaba que debía repartir generosamente sus favores viriles. ¿Alguna vez te hizo proposiciones?
Esperaba verla ocultarse tras su marido una vez más, pero respondió directamente:
—No. Aunque debo aclarar que me traía al fresco.
La réplica había sido muy directa. Demasiado, tal vez; como si la tuviera ensayada.
—¿Sabes cómo era?
Esta vez, su mirada vaciló un poco. Tal vez el hombre la había manoseado pero ella no se lo había dicho a su marido. Ojala hubiera podido hablar con ella sin la presencia del pomonalis.
—¿Sabes que Cecilia Paeta lo consideraba un tipo desagradable? —insistí.
—Sí, lo sé —respondió Laelia en voz baja.
—¿Cecilia te confiaba sus cosas?
—Sí.
Por un instante me pregunté si Laelia no estaría celosa, puesto que Cecilia había atraído a aquel libertino y ella, no.
—¿Te contó sus temores de que Tiberio acosase algún día a la pequeña Gaya?
—¡Sí! —Sus afirmaciones fueron tajantes, en esta ocasión.
—¿Alguien se lo contó a Laelio Numentino?
—¡Oh, no!
—¿Ya teníais suficientes problemas familiares? —pregunté secamente.
—¡Cuánta razón tienes! —replicó Laelia con tono bastante desafiante. Eso no significaba que fuese a extenderse acerca de cuáles eran esos problemas. Ariminio, observé, se mostraba visiblemente incómodo.
—¿Terencia Paula sabía qué resultó ser el hombre con el que se había casado?
En esta ocasión Laelia buscó el apoyo de su marido. Él era quien tomaba las decisiones sobre qué confidencias revelar o qué mentiras contar.
—Terencia Paula sabía lo que se hacía cuando se casó —dijo.
—¿Cómo es que lo sabía? —lo miré fijamente.
—Tío Tiberio era un amigo de la familia de toda la vida.
Hice una pausa. Ésta es una situación desconcertante que se repite muchas veces. Los viejos amigos de la familia rara vez son lo que aparentan. Con frecuencia son como éste: un cerdo incapaz de mantener sus deseos lascivos bajo la túnica, hombres que fuerzan a las mujeres a tolerar sus abusos porque, sencillamente, ninguna se ha quejado hasta entonces y parece demasiado tarde para decir nada, después de tantos años.
—Entonces, si sus tendencias eran tan evidentes, ¿cómo es que una mujer tan sagrada, que acababa de pasar tres décadas viviendo recatadamente, quiso casarse con él?
—¡Eso sólo ella puede contestarlo! —exclamó Laelia con aspereza.
—Pues si no tengo suerte en encontrar a Gaya, quizá deba hablar con tu tía.
Advertí que mis palabras producían una reacción de pánico en Laelia. Pero supo ocultarla. A pesar de su disimulada alarma, por una vez fue la mujer y no el marido quien me recitó la historia oficial:
—Tía Terencia prefiere no ver a nadie, de momento. Está de luto por su esposo y no anda muy bien de salud.
¿De luto por el marido… o doliéndose de su propia estupidez al casarse con un tenorio? ¿Mala salud o falta de juicio?
—En ese caso, procuraré no molestarla. He conocido a tu hermano —le dije a Laelia—. ¿Te llevas bien con Escauro?
—Sí, estamos muy unidos.
También dejé pasar aquella falsedad. No presumí lo que dirían mis hermanas a esa misma pregunta.
—Creo que lo has visto hace poco, ¿no?
—No fue por nada en especial —musitó Laelia, algo nerviosa ante la pregunta. Su inquietud parecía tener algo que ver con su marido, como si éste no supiera nada del asunto.
—¿No se trató de una reunión familiar?
—Tratamos algunos asuntos legales de poca importancia —intervino Ariminio. Yo no aparté la mirada de Laelia, que en este momento fingía inocencia con unos ojos muy abiertos. Recordé que Meldina, la chica de la casa de campo, mencionó que Escauro había acudido a Roma recientemente «para ver a su hermana». Una vez más, deseé ardientemente interrogar a Laelia sin la presencia de su marido. Por desgracia, parecían unidos por una soldadura.
—¿Asuntos legales? ¿Consecuencia de la muerte del marido de Terencia?
Ariminio no quiso seguir por aquel camino:
—En parte —respondió.
—¿Y Terencia estaba presente?
—Terencia Paula siempre es bien recibida.
¿Por qué, entonces, se había ordenado a la esclava de la bayeta y el cubo que dijera que Terencia no volvería más?
—Esta reunión familiar debió de ser muy animada —comenté sin alzar la voz. Laelia y Ariminio intercambiaron unas miradas en las que se decían más de lo que yo podía entender—. Por cierto —inquirí sin darle importancia—, ¿de qué murió realmente vuestro tío Tiberio, tan querido de todos?
Al ver que no había respuesta, no insistí. De todos modos, pregunté si su esposa estaba con él en el momento de su muerte.
Ariminio me miró fijamente.
—No, Falco —dijo con suavidad, como si supiera por qué se lo preguntaba—. Esa noche, Terencia Paula cenaba con sus antiguas amigas de la casa de las vestales.
Aquélla era la coartada definitiva e inamovible… si alguien necesitaba una, claro está.
Sostuve la mirada de Ariminio.
—Lo siento —murmuré, sin molestarme en explicar por qué.
—No sabes nada del asunto, Falco. —De repente, el pomonalis parecía cansado—. Y no tiene nada que ver con la búsqueda de Gaya.
Me incorporé.
Aquella pareja estaba metida en algún engaño, de eso no me cabía la menor duda. Pero Ariminio tenía razón. Había una chiquilla en peligro y eso era lo prioritario. Mi trabajo consistía en encontrar a Gaya.
Le pedí a Ariminio que me suministrara esclavos que me ayudaran y me dediqué a efectuar una búsqueda sistemática en la casa y en los terrenos adyacentes.
Era primera hora de la tarde cuando emprendimos la tarea. Con ayuda de un numeroso contingente de esclavos, todo el recinto quedó batido en pocas horas.
Nos acompañaba Ariminio Módulo. Me preguntaba si sabría más de lo que confesaba y su temor era que me acercara demasiado. No me fiaba de él, pero debo confesar que fue muy escrupuloso en la búsqueda. No hice más que dar las primeras órdenes y él ya estaba observando y escuchando; después, participaría como el que más. Daba la impresión de que entendía la urgencia de la situación, pero noté que empezaba a disfrutar de la acción de manera casi perversa; escogió una cuadrilla de esclavos y empezó a remedar mis esfuerzos por mostrarles cómo debían mirar en los arcones y en los armarios, dentro de ellos, debajo, encima y detrás de cualquier mueble en el que hubiera un resquicio de espacio en el que ocultarse.
Le gustaba tener algo que hacer. Yo siempre andaba vigilante, pero su colaboración me descargó de parte de la tensión y se lo agradecí. Buscar a la pequeña era una gran responsabilidad. No encontrarla sería una carga que me pesaría el resto de mi vida. Ya resultaría bastante deprimente sin saber que cuando ella acudió a mí en busca de ayuda se la negué.
Tuve la impresión de que, desde su matrimonio con Laelia, Ariminio era un hombre apático, fruto de la convivencia con una figura tan poderosa como la de su suegro. Al caer la tarde, llegué incluso a comentárselo, de hombre a hombre.
—Numentino no goza de ninguna autoridad patriarcal sobre ti. Puedes respetarlo y valorar la posición de honor que ostenta en vuestra organización sacerdotal, pero ante quien respondes es ante tu propio padre.
—Ante mi abuelo, en realidad. Está un poco senil, pero me deja hacer lo que yo creo conveniente.
Ariminio parecía un ser muy humano; sin embargo, antes de afiliarse a los cabezas puntiagudas era un tipo corriente como yo hasta hacía muy poco. Los dos éramos de cuna plebeya.
—Mi consejo es que dejes esta casa cuando se termine este triste episodio y que te conviertas en cabeza de familia de tu propia residencia. —Cuando vi que titubeaba, le recordé el aspecto más vulgar de ser un plebeyo y le pregunté si el dinero era algún impedimento.
Para sorpresa mía, dijo al momento:
—No. Tengo dinero.
—¿Pero cómo, es que vivir en la flaminia es demasiado atractivo tal vez?
Ariminio me miró sonriente, como con complicidad.
—¡En una época, tuve mis ambiciones! Ahora ya no pasaré de flamen pomonalis.
No llegó a decir: «Incluso siendo mi suegro es ex flamen dialis».
—Supongo que tu suegro te desprecia por tu posición, ¿no?
Al principio no parecía dispuesto a responder; finalmente, asintió a regañadientes.
—Además, debo tener en cuenta a mi esposa.
—Pero Estatilia Laelia, una vez casada, ya no está bajo la tutela del patriarca…
—¡Según la ley, no! —replicó con énfasis.
—Si su marido dejara la casa para vivir independiente, ella lo acompañaría, por supuesto…
Ariminio guardó silencio. Muy interesante, me dije.
—En este momento —murmuró a continuación, como si ya le hubiera dado vueltas a la idea—, la deserción sería una crueldad.
Deserción parecía una palabra muy fuerte para referirse a un traslado y a dejar la casa de los suegros, aunque Numentino no era un padre político corriente. Entonces me pregunté si sus palabras se referirían a algo más; si se marchaba, ¿dejaría a toda la familia?, ¿abandonaría también a Laelia?
No me dio tiempo a preguntárselo; enseguida, como si quisiera dar por terminada la conversación, añadió:
—Es una época difícil, Falco.
—¿De veras? Supongo que hay un secreto familiar…
—No se te escapa nada.
—Al final, llegó la verdad. Empiezo a sospechar que conozco tu secreto. ¿Vas a contármelo?