—¿En qué momento te llevó aparte ese tipejo altanero de la guirnalda de espigas para criticar tus talentos?
—Durante un descanso de los juegos. De hecho, lo conocí en las letrinas.
—Muy oportuno.
—¡Oh, yo soy el refinado de la familia!
—Sí, tu vida está adquiriendo una elegancia notable. —Me sonreí de su agrio comentario, que tenía un punto agudo típico de todos los Camilos—. Dime, pues, Aulo: en ese momento habría un bullicio ensordecedor y un montón de gente deambulando por el complejo, ¿verdad?
—Sí, es cierto. —Eliano vio de inmediato a qué me refería—. Y también había fanfarrias y aplausos procedentes de los juegos. Un forcejeo detrás del pabellón habría pasado inadvertido.
No hablamos más hasta que llegamos al bosque sagrado.
Había apenas cuatro árboles. A lo largo de los siglos el bosque había quedado reducido a un cortavientos ralo en torno al complejo. Los hermanos arvales no eran silvicultores expertos. Incluso la poda rutinaria de las ramas sagradas exigía complejas ceremonias religiosas; cada vez que por la descomposición o por los rayos era necesario derribar algunos árboles y plantar otros, se realizaban grandes y solemnes sacrificios. Era algo inconveniente y había tenido como resultado que los árboles que rodeaban el santuario mostrasen los troncos nudosos y retorcidos. Aunque adorara la fertilidad, la hermandad debería avergonzarse de su jardín botánico.
Sus edificios, en cambio, eran un caso muy distinto. En decoración y gusto, el estilo claro de los templos habría podido salir de cualquier manual clásico de arquitectura. Los trazos más refinados y los detalles más destacados eran los del Cesáreo, la capilla dedicada a los emperadores deificados; triglifos y antefijas presentaban una sonrisa augusta en la parte superior. Parecía como si la familia imperial hubiera llenado el edificio con dinero imperial para asegurar que recibían suficientes honores. Muy astuto.
Eliano me condujo directamente al pabellón del maestro. Se trataba de una lujosa tienda de campaña (un lejano recuerdo de las tiendas de pieles para diez hombres que utilizaban las legiones en lo que yo denominaba acampada) que se erigía una vez al año en los días del festival. Aquella estructura, grande y bien cuidada, lucía unos palos rematados en tridentes y unos tirantes engalanados. El techo estaba formado con lienzos cosidos del tamaño de velas de barco para el transporte de grano; las paredes, recargadas, cerraban el recinto por todas partes y había un porche sobre el cual colgaban las guirnaldas de espigas y de hojas de laurel. Ante la entrada acababan de encenderse varias antorchas, aunque en el interior no sucedía nada.
Crucé el porche y eché un vistazo al interior de la tienda. La temperatura aumentó considerablemente. La vaharada calurosa y húmeda que despedía me evocó directamente el ejército. Allí estaba el familiar olor sofocante de la hierba cálida y pisada. Ya estaban encendidas algunas lámparas de aceite. Frente a la entrada habían instalado un trono portátil. Delante de él, unos finos lienzos cubrían la mesa baja sobre la que sólo quedaban migajas. En la pared del fondo de la tienda, detrás del trono, se apilaban los cojines. Atraídas por la luz, las mariposas nocturnas y otros insectos de patas largas golpeaban la lona del techo. No había nadie más.
Tomé una antorcha y nos abrimos paso detrás de la tienda hasta que el rocío nos empapó las cintas de las botas. Eliano empezaba a mostrarse inquieto. Fuera lo que fuese lo que había visto antes, no quería volver a verlo jamás.
Según supimos luego, alguien lo había obligado. Cuando doblamos el ángulo de la tienda y llegamos donde me había dicho que encontraría el cadáver, comprobamos que éste ya no estaba.
Dejé a Eliano a la entrada del pabellón mientras yo intentaba encontrar ayuda. Por fin, me enteré de que el bosque sagrado no entraba en la jurisdicción de ninguna autoridad. Todos los hermanos arvales habían regresado a Roma. Por extraño que parezca, nadie parecía saber nada del hombre que había sido acuchillado de forma tan terrible bajo los tirantes de la tienda. Tenía que haber una gran conmoción por la súbita muerte de uno de los doce hermanos, pero no vi señal alguna de consternación. El asesinato se había ocultado ignominiosamente.
Hice que Eliano volviera conmigo adonde había estado el cuerpo. Yo no dudaba de su relato, aunque empezaba a temer que otros pudieran mostrarse escépticos. Puse una mano en la hierba; estaba muy húmeda. Mucho más de lo que podía causar el rocío de la noche. A la luz de la antorcha, no era visible ya ningún rastro de sangre. Sin embargo, en los alrededores del pabellón encontré una rociada de gotas de color rojizo. Quien hubiera limpiado el terreno no se había percatado de ellas.
El cuchillo caído junto al cuerpo también había desaparecido. No parecía haber más evidencias de ningún tipo. Eliano introdujo la mano bajo el extremo inferior de la tienda; al montar ésta, la pared lateral había quedado sujeta al suelo mediante estacas de madera, que ahora aparecían arrancadas. Sin embargo, era posible que el encargado hubiese olvidado clavarlas; probablemente, aquella parte de la lona de la tienda se enrollaba durante algunas horas del día para airear el interior.
Con cierta dificultad, levantamos el faldón y observamos que los cojines que había visto dentro estaban todos apilados allí. Apartamos algunos y, cuando aproximé la antorcha, descubrí que la hierba del interior del pabellón, bajo los cojines, estaba manchada con el rojo de la sangre.
—¿Me crees ahora? —preguntó Eliano, que hablaba siempre a la defensiva.
—¡Oh, siempre te he creído!
—Quien ya ha limpiado el exterior no ha caído en la cuenta de que le quedaba por repasar el interior de la tienda.
—Sí. Si alguien está encubriendo un asesinato, tendrá que ir a toda prisa. Imagino lo sucedido. Parece que la pelea empezó dentro de la tienda. Buen lugar para emboscarse alguien; el asesino pudo actuar con discreción. Al primer asalto, la víctima quizá cayó contra la pared de la tienda y, como ésta no estaba bien sujeta con las estacas, la lona cedió bajo su peso. Caería con medio cuerpo fuera y medio cuerpo dentro y, probablemente, trataría de esconderse bajo la tienda, en un intento por escapar.
Tras esto, me agaché y pasé por el hueco yo mismo. En la cara interior de la tienda había más manchas de sangre, alargadas como si hubieran arrastrado un cuerpo que no hubiera traspasado la tela. Podría haberlas dejado un hombre herido, al caer.
—El problema empezó dentro. No sé cómo, la víctima desesperada llegó al exterior pero, probablemente, tropezó con los cables a causa del pánico y, al caer, fue rematado. Lo mataron ceremoniosamente, con el cuchillo de los sacrificios… —Los dos torcimos el gesto—. A continuación, el asesino bajó del todo la pared de la tienda y apiló los cojines para ocultar la sangre del interior.
—¿Y por qué había de molestarse en hacerlo?
—Para retrasar el descubrimiento del cadáver. Tú mismo decías antes que oíste aproximarse a alguien.
—Creo que eran esclavos que despejaban el interior.
—Puede que el asesino también los oyera llegar y tuviera tiempo para realizar unos retoques rápidos que dieran aspecto de normalidad a la escena.
Me pregunté si el asesino habría salido por la puerta, cruzándose con los criados, o si se habría colado otra vez bajo el faldón de la tienda. En cualquiera de los casos, logró evitar el encuentro con Eliano por muy poco.
—El cadáver —continué— podría haberse quedado detrás de la tienda y nadie lo habría descubierto.
—Exacto, Falco. Puede que no se descubriera hasta después de levantado el pabellón. Y tal cosa no sucederá hasta mañana, por lo menos…, o incluso pasado mañana, cuando termine formalmente el festival.
Mientras pensaba en todo esto, Eliano recorrió con la mirada la zona próxima al trono donde debía de haber empezado la agresión. De pronto, dio un respingo. Acababa de ver algo brillante bajo los cojines. Apartó los livianos almohadones en una zona más apartada y recuperó un objeto decorativo difícil de reconocer. Era un tubo plano con un extremo abierto y el otro cerrado y con forma curva. Como vaina, habría sido demasiado corta para espada y demasiado grande para puñal, pero tenía una forma inconfundible, corta y de hoja ancha. Los dos supimos de qué se trataba: un refinado soporte para el cuchillo de los sacrificios.
—Bien, alguien ha cometido sacrilegio —exclamó Eliano con sequedad—. Está prohibido traer ninguna clase de arma al bosque sagrado.
Amanecía sobre el Arx.
En la menos elevada de las siete colinas, se alzaba el templo de Juno Moneta, Juno la Previsora, Juno la Acuñadora de Moneda, Juno la de los Buenos Consejos.
Frente a su templo estaba M. Didio Falco, el ex informante, el procurador. Falco, que desempeñaba debidamente las labores de su nuevo cargo… y buscaba una cláusula que lo librara de él.
El templo de Juno en el Arx conservaba los gansos, ahora bien alimentados, cuyos antepasados habían salvado en cierta ocasión a Roma de las hordas galas al ponerse a graznar cuando los perros guardianes aún no habían lanzado sus primeros ladridos. (Poco y nada bueno decía esto a favor de los comandantes militares de la época al no haber apostado centinelas.) Ahora, una vez al año, los laceros recogían los perros callejeros para ser crucificados ritualmente en tanto los gansos contemplaban la escena desde una litera con cojines púrpura. Tenía que asegurarme de que se sometía a los gansos a un tratamiento adecuado. Con los perros, en cambio, no tenía la menor obligación. Y, desde luego, nadie estaba obligado a corregir la incompetencia militar.
Unos graznidos de aves llamaron mi atención. Dos golondrinas giraban en el aire, perseguidas por un depredador. Éste tenía las alas anchas, una cola característica y un vuelo que mezclaba breves instantes de impulso a ala batiente mezclados con otros de planeo y de exhibiciones de cambios de dirección en el aire. Era un gavilán.
Aquél era el lugar de los augurios. El núcleo más antiguo de Roma. Entre los dos picos quedaba la llamada Silla de Montar, que Rómulo había señalado como refugio para fugitivos, determinando desde el primer momento que, pensaran lo que pensasen los austeros ancianos de las togas, Roma socorrería a los marginados sociales y a los delincuentes. En el segundo pico de la Ciudadela, se levantaba el templo nuevo a Júpiter Óptimo Máximo, el mayor construido jamás y, una vez terminado con todo el esplendor decorativo de estatuas y dorados, el más espléndido del Imperio. Desde el Arx había una espléndida vista del templo y, desde éste, se abría una espléndida panorámica hacia el este, hasta el monte Albano, donde los augures buscaban la inspiración de los dioses. Allí, sobre todo al amanecer, el hombre de espíritu religioso podía convencerse de la proximidad de las principales divinidades.
Yo no tenía tal espíritu. Había acudido al lugar para ver los pollos sagrados.
Junto al templo de Juno Moneta se extiende el auguráculo. Éste consiste en una plataforma consagrada que forma un emplazamiento práctico y permanente para los augurios. Yo siempre evitaba este conocimiento adivinatorio de tipo místico, pero conocía a grandes trazos que un augur debía marcar con un bastón especialmente curvado la zona del cielo que se proponía observar y, a continuación, la zona del suelo desde la cual actuaría y en la que instalaba su tienda de observación. El augur se sentaba en su interior de medianoche al alba, mirando al sur o al este a través de la compuerta abierta hasta que veía, según él, un relámpago o el vuelo de un pájaro cargado de significado.
A todo esto me preguntaba yo, y no por malicia, cómo podía ver las aves en la oscuridad si todavía no había amanecido.
Aquel día no apareció ningún augur en el templo. Mejor así. Me asomé al interior para saludar sin acordarme de que cualquier interrupción anularía la vigilia de toda la noche.
Los pollos sagrados cumplían un papel distinto al de los gansos pero, como se utilizaban para los augurios, también vivían en el Arx y por eso le había parecido conveniente a Vespasiano añadirlos a mi principal tarea. Encontré al cuidador de los pollos, una de las escasas personas allí presentes.
—Llegas temprano, Falco.
—Se me ha hecho la noche interminable.
Prefería mantenerme como un hombre misterioso y no di ninguna explicación. Después de una crisis suelo desvelarme y la cabeza me da vueltas, con lo que no cesa mi excitación. Luego, puede ser que me adormile por fin al amanecer y me sienta fatal cuando me despierte ya tarde, o que me levante temprano y me sienta igualmente mal, pero con tiempo para hacer algo. En cualquier caso, Helena y yo habíamos pasado la noche en la residencia de los Camilos después de mi vuelta del bosque sagrado adonde había ido con su hermano. No tenía ánimos para empezar el día cambiando cortesías con personas medio desconocidas en el desayuno.
El guardián me mostró el gallinero. Está elevado sobre el suelo para evitar las alimañas. Unas puertas dobles con enrejado resguardan a las aves y las protegen de perros, comadrejas y de otros animales de presa.
—Veo que las mantienes limpias y bien guardadas.
—No quiero que mueran por mi culpa. Me gusta ser responsable con mi trabajo.
Si quería ser pedante, ahora que era procurador encargado del cuidado de las aves me correspondía hacer preguntas como si morían demasiados pollos, pero no quise darle una excusa para relajarse.
—¿Suficiente agua? —Había estado en el ejército y sabía ser irritante cuando el pueblo hace un trabajo perfectamente adecuado sin mi supervisión.
—Y mucha comida —asintió el guardián con voz paciente (ya había conocido a algunos como yo)—. Excepto cuando me hacen el guiño consabido.
—¿El guiño?
—Bueno, ya sabes cómo funciona esto, Falco. Cuando el augur quiere ver los signos que le interesan, abrimos el corral y alimentamos a las aves con bolas hechas de una masa especial. Si se niegan a comer o a salir del corral, o si salen y echan a volar, es un mal augurio. Pero si comen con gana y esparcen migajas por todo el suelo, es señal de buena fortuna.
—Supongo que estás diciéndome que antes de los augurios hacéis pasar hambre a las gallinas, ¿o me equivoco? Y me imagino que sabéis hacer esas bolas de una masa que suelte migajas a porrillo —añadí.
El guardián de las aves hizo un chasquido con la boca.
—¡Lejos de mí hacer tal cosa! —mintió.