—No tenía baños —dijo Helena—. Por suerte, hay una fuente. No sé cómo se las apañaban los antiguos propietarios. A mí me parece esencial tener un baño.
—¿Gloco y Cota? —pregunté tragando saliva.
—¿Cómo lo has adivinado?
—Son los candidatos perfectos para que algo salga mal. No los veo por aquí. —Lo que sí veía eran las escaleras, los escombros y los restos de comida. También había una gran placa en la que anunciaban sus servicios, colgada del busto que daba la bienvenida junto a la puerta de entrada. Sin duda alguna, antes de marcharse, volverían a dejarlo todo como estaba.
Es broma. Para mí, la situación estaba clara. Era evidente que aquellos muchachos dejaban una estela de destrucción a su paso. El riesgo que se corría al contratarlos era tener que hablar, después, con algún constructor serio para que arreglase todo lo que esos tipejos habían estropeado. Esa situación no tendría nada de raro o sorprendente pues está cuidadosamente contemplada por el gremio de los constructores. Precisamente así es como perpetúan su oficio. Cada vez que acude uno y te estropea la casa, el siguiente de la cadena tiene trabajo asegurado. Y no intentes escapar. Conocen todos los trucos a los que el nuevo propietario puede recurrir. Son dioses y hay que dejarles que se salgan con la suya.
—Gloco y Cota no están nunca aquí —replicó Helena—. Ésa, me siento obligada a admitirlo, es su gran desventaja. Si te dijera que compré esta casa antes de que nos marcháramos a África…
—Nos fuimos a principios de abril, ¿no? —pregunté con una tierna sonrisa—. Y hemos estado fuera un par de meses…
—Había quedado con Glauco y Cota en que construirían los baños durante nuestra ausencia. Era una obra sencilla, en un lugar limpio y despejado. Me aseguraron que tenían tiempo de hacerlos. Les llevaría veinte días.
—Y, entonces, ¿qué ha pasado, cariño? —Estaba tan desconsolada que resultaba muy fácil ser amable con ella. Ya tendría tiempo de atacarla cuando me proporcionara la munición.
—Supongo que ya te lo imaginas. —Helena, que era una muchacha valiente, respiró hondo y me contó la odisea—. Empezaron más tarde porque no habían concluido todavía su anterior trabajo. Tienen que ir constantemente a Roma en busca de materiales pero no regresan hasta el día siguiente. Necesitan dinero por anticipado pero, si les pagas por cortesía, se aprovechan y desaparecen hasta otra vez. Les di una lista muy clara de lo que quería, pero ni caso, todos los materiales que han traído son distintos de los que yo había elegido. Se les ha roto la bañera de mármol blanco que había hecho traer especialmente de Grecia; han perdido la mitad de los mosaicos del suelo del caldario… después de haber colocado sólo la primera mitad; ahora, los que se pongan no podrán ser iguales. Beben, hacen apuestas y discuten por los resultados. Si vengo aquí a adecentar otras estancias de la casa, me interrumpen constantemente pidiendo comida y bebida o para anunciar que hay un problema en el diseño que no habían previsto de antemano. Deja de reírte, por favor.
—No sé de qué te extrañas. —Yo me estaba divirtiendo de veras—. Esa pareja es un ejemplo típico del mundo de los contratistas de obras y lo que es más, fue mi padre quien los encontró.
—¡No menciones a tu padre!
—Perdona. Ya arreglaremos todo eso —respondí, un poco más serio.
Helena empezaba a dar muestras de pánico y desesperación.
—Con esta gente yo no puedo arreglar nada, Marco. Cada vez que consigo que trabajen, se limitan a reconocer que me han engañado de una manera intolerable, se disculpan servilmente, prometen ponerse manos a la obra de ahora en adelante con toda diligencia y… ¡y desaparecen otra vez!
La miré a los ojos. El alivio por haberme implicado en el asunto estaba suavizando su tragedia. Era un buen lío, sí, pero ahora podía llorar sobre mi túnica. Saber que había podido confiarme la verdad le daba ánimos.
—Tienes suerte de vivir con un hombre que no te pega nunca, Helena —le dije.
—No sabes cuánto te lo agradezco… Aunque me alegraría que también limitases tus burlas un poquito.
—Imposible, cariño.
—Ya me lo suponía.
Con aire de desconsuelo, me permitió que le acariciara la ruborosa mejilla. Llevaba un vestido negro y un conjunto de brazaletes para ocultar la cicatriz del antebrazo donde le había picado un escorpión en las afueras de Palmira. Como nos habíamos levantado muy temprano, no había tenido tiempo de peinarse y se había limitado a meter los cabellos bajo el cuello de la túnica. Le puse la mano en la nuca y empecé a soltárselos. Más relajada, Helena apoyó la cara en mi mano. Le pasé el brazo por el hombro y nos volvimos para contemplar la propiedad.
Era esa hora de la mañana en la que el sol empieza a calentar anunciando un día canicular. Miramos la hermosa casa de dos pisos, con sus agradables ritmos de columnatas y arcos repetidos bajo las ventanas cerradas de las plantas superiores. La fachada exterior era regular, con dos pequeños torreones rojos en cada esquina, un porche con escalones bajos y dos delgados pilares en los que se abría el frontispicio.
Una nerviosa paloma blanca revoloteó en dirección a los canalones; probablemente habría anidado en el cálido espacio debajo del tejado, que, en realidad, se veía muy sólido.
La zona en la que no se habían construido los famosos baños albergaba una terraza con pinos y cipreses. El terreno descendía suavemente, bordeado de descuidados setos ornamentales, cerca de la casa, las habituales enredaderas y celosías. Unos caminos de gravilla mal cuidados, casi todos los guijarros conducían desde la verja de la propiedad a la puerta de la casa y luego se abrían por todo el terreno hasta llegar al sitio donde Helena había planeado construir los baños. El que la finca careciera de fuentes y estanques permitiría a un inventor como yo dar rienda suelta a la imaginación, diseñarlos y construirlos (y quitarlos de nuevo después de que un niño cayera dentro de ellos). Era, realmente, un lugar muy tranquilo.
Hice girar mi cinturón en torno a la cintura para que Helena no se clavase la hebilla mientras la estrechaba contra mí, miraba detrás de ella y le restregaba la nariz en la nuca.
—Cuéntame toda la historia —dije.
—Me gustó tan pronto como la vi —respondió Helena con un suspiro, al cabo de un momento. Sus palabras eran serenas y tenían la sinceridad rotunda con la que siempre abordaba los temas que nos incumbían a ambos y que a mí tanto me gustaba—. La compré para ti. Creí que te encantaría. Pensé que nos gustaría mucho vivir aquí como una familia. Estaba en buenas condiciones, y sin embargo podían hacerse muchas cosas a nuestro gusto para mejorarla cuando tuviéramos ganas y tiempo. Pero ya veo que es un desastre. Tú no puedes estar tan lejos de Roma.
—¡Hmmm! —A mí también me gustaba y comprendía que Helena hubiera elegido aquel lugar.
—Supongo que puedo venderla de nuevo. Construir los baños y luego anunciarla como «una casa con carácter, completamente reformada, buenas vistas y baños propios». Que sea otro quien descubra que Glauco y Cota no han sido capaces de construir unos baños en condiciones.
—Y que el nuevo hipocausto pierde humo.
Helena se volvió para mirarme horrorizada.
—¡Oh, no! ¿Cómo lo sabes?
—Cuando las instalan unos chapuceros como Glauco y Cota siempre sucede —dije tras sacudir la cabeza con pesar—. Y dejan los canalones llenos de escombros, con lo cual se obturan cuando llueve.
—¡No!
—Tan seguro como que las ardillas comen bellotas.
Helena se cubrió el rostro con las manos y se le escapó un gemido.
—Ya veo el papiro con la compensación que nos pedirá el nuevo propietario.
—Te quiero —le dije riendo.
—¿A pesar de todo? —Agitada, Helena se soltó de mi abrazo y retrocedió un paso—. Muchas gracias, Marco, pero ahora mismo, esto es escurrir el bulto.
Tomé sus manos largas y finas entre las mías.
—No la vendas todavía.
—Tengo que hacerlo.
—Primero la arreglaremos. —De repente, parecía urgente hacerlo—. No te precipites, no hay necesidad de…
—Tenemos que vivir en algún sitio, Marco. Necesitamos espacio para la niñera de Julia, para los criados…
—Pero esta casa necesita toda una cohorte de esclavos; tendrías que mandar cada día una tropa a Roma sólo para hacer la compra… Me gusta. Quiero que la conserves mientras tomamos una decisión.
—Tendría que haberlo consultado contigo, primero —dijo, alzando la barbilla.
Miré de nuevo la bonita casa en sus soleados terrenos, sobrevolada por la preocupada paloma blanca a la que debíamos de parecerle gente con la que tendría que vérselas diariamente. No sé por qué, su presencia hizo que me sintiera tolerante.
—No pasa nada.
—Cualquier hombre habría dicho que primero tendrían que haberle consultado —comentó Helena en voz baja.
—Es que no saben nada. —Lo dije en serio.
—Nunca pierdes los nervios ni te aterroriza nada de lo que yo sugiero. Siempre me dejas hacer lo que quiero. —Parecía asombrada aunque me conocía desde hacía suficiente tiempo como para no sorprenderse.
Hacer lo que quería la había llevado a vivir conmigo. Hacer lo que quería nos había llevado a vivir unas aventuras más apasionantes de las que un hombre suele compartir con su aburrida esposa.
—Siempre y cuando lo que te guste sea lo que haces conmigo —le dije con un guiño.
Nos quedamos todo el día en el Janículo. Recorrimos la finca y tomamos medidas y anotaciones. Aseguré las puertas porque cerraban mal. Helena barrió y recogió algunos trastos. Hablamos mucho y reímos mucho. Si íbamos a vender la casa, aquello era, teóricamente, una pérdida de tiempo, pero nosotros no lo veíamos de ese modo.
Gloco y Cota, los sagaces constructores de los baños, no aparecieron.
Me acerqué a casa de mi madre para contarle lo que pensaba de la nueva casa. (Helena me acompañó para escuchar lo que yo tenía que decir.) Nos esperaban problemas: el condenado inquilino se encontraba allí.
—¡No hagáis ruido! Anácrites se encuentra mal. El pobrecito está dando una cabezada.
No hubiera habido nada de malo en eso, pero la advertencia de mi madre lo despertó y salió al punto de su cuarto, sabiendo que yo habría preferido marcharme sin verlo.
—¡Falco!
—¿Lo ves, Helena? Todos los días perfectos tienen sus pequeños fallos.
—¿Por qué eres tan brusco, Marco? Buenas tardes, Anácrites. Lamento saber que tus heridas te están molestando.
Se le veía fatigado. Llevaba tiempo sufriendo de unas heridas que recibió en la cabeza cuando estuvo en Tripolitania y los cortes que le hicieron con la espada mientras hacía el idiota en la arena retrasaron su recuperación. En Lepcis perdió mucha sangre; yo había empleado horas y horas en vendarle, y durante todo el viaje de regreso a casa esperé —en vano— tener que arrojar su cadáver por la borda.
Mi madre no hacía más que moverse de acá para allá, nerviosa, mientras él intentaba aparentar valentía. Lo consiguió; fui yo el que estuve a punto de vomitar.
Se vio obligado a levantarse de su sofá con la misma ropa de la siesta: una túnica gris sucia y unas zapatillas viejas, raídas, como lo que
Nux
solía traerme para jugar. Todo eso distaba mucho del atuendo elegante que Anácrites utilizaba normalmente y hacía vislumbrar al hombre que se ocultaba detrás de la persona pública, tan inapropiado como un lince domesticado. Me avergoncé de encontrarme en la misma habitación que él.
Se rascó la oreja y luego, con una sonrisa, preguntó:
—¿Qué tal la nueva casa?
Yo habría dado un cofre lleno de oro con tal de que no supiera mi posible nueva dirección.
—No me digas que has hecho que tus sórdidos colaboradores nos siguieran hasta allí arriba.
—No he tenido necesidad de hacerlo. Tu madre siempre me pone al corriente de cuanto haces. —Seguro que aquel hijo de puta había sabido de la casa antes que yo, pero permanecí leal a Helena y pasé por alto sus palabras.
Mi madre le sirvió un caldo de esos que se hacen para los enfermos. Eso significaba que, por lo menos, todos comeríamos algo. Estaba lleno de verduras que ella había robado el día anterior en el mercado.
—¡Qué bien me cuidan aquí! —exclamó Anácrites, complacido.
Apreté los dientes.
—Hoy ha venido Maya —dijo mi madre, mientras yo empuñaba la cuchara con gesto malhumorado. Vi que Anácrites se lo tomaba con buen apetito. Tal vez se limitaba a ser amable con su casera. O tal vez quería ponerme nervioso. Quizá ya le había echado el ojo a mi hermana viuda porque volvía a estar disponible. (¡Por todos los dioses!) Mi madre frunció el ceño—. Me han contado todo ese plan que has tramado con tu aliado.
Decidí no mencionar que la compra de la tienda del sastre era un plan de mi odiado aliado, pero noté que mi madre lo había intuido. No me atreví a pensar en si también sabía que iba a comprárselo a Maya con el dinero de mi padre.
—Parece la solución ideal —me apoyó Helena con firmeza—. Maya necesita una ocupación. Sabe coser y la responsabilidad la hará prosperar.
—¡Estoy segura de ello! —se burló mi madre con desdén. Anácrites guardó silencio, haciendo gala de tal diplomacia que me entraron ganas de meterle la cuchara de sopa hasta la garganta—. Y, además —prosiguió mi madre—, tal vez quede todo en agua de borrajas.
—Por lo que yo sé, ya está todo arreglado, mamá.
—No. Maya se negó a aceptar si no le daban tiempo para pensárselo. El contrato todavía no está firmado.
—Bien, yo lo he intentado. —Dejé la cuchara sobre la mesa—. Los niños necesitan un futuro. En eso tendría que pensar.
Mi madre se ablandó. Era una defensora a ultranza de sus nietos.
—Es lo que se propone hacer. Lo único que quiere dejar claro es que no está cumpliendo órdenes de tu padre.
Era tan raro que mi madre mencionase a mi padre que nos quedamos todos callados. Era una situación realmente embarazosa. Helena me dio una patada por debajo de la mesa para indicarme que había llegado el momento de que nos marcháramos.
—Una cosa, Marco —dijo Anácrites interrumpiendo el incómodo silencio—. No he averiguado lo que quería el chico que mandaste.
Volví a apoyar la espalda en el respaldo del que había empezado a separarme despacio.
—¿Que yo mandé a un chico? ¿Qué chico?
—Creo que se llama Camilo.
Miré a Helena.
—Conozco a dos chicos que se llaman Camilo. Camilo Justino me ayudó a rescatarte de la muerte en Lepcis Magna, Anácrites. No creo que puedas ser tan desagradecido como para haberlo olvidado.